El siguiente texto es una adaptación de la presentación del libro Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad) que tuvo lugar en la Biblioteca de Babel de Palma de Mallorca el pasado 22 de noviembre de 2018.
En Teoría general de la basura, Agustín Fernández Mallo cortocircuita la convención de los discursos culturales y desborda los cauces tradicionales del ensayo humanístico: Newton, la postal de un astronauta que dice adiós o un gato trasquilado. Borges, Venecia o el cadáver de un leopardo bajo el hielo. Kafka, David Lynch o una gasolinera Shell. Bernardí Roig, las playas de Normandía o la película Los pájaros sin pájaros son algunos de los múltiples territorios que el autor transita para generar una obra nodular y metafórica, un tejido desplazado y desconcertante capaz de dar cuenta de la complejidad de nuestro mundo contemporáneo.
Teoría general de la basura es una obra vital y alucinada que interpela al lector: a través de la intensidad de sus imágenes poéticas y de las correspondencias lúcidas e inesperadas, el autor inventa nuevos relatos con los que habitar nuestro presente.
Un libro que es también la carta de navegación del universo literario de Fernández Mallo: un ensayo que documenta su personalísima poética o armazón conceptual alrededor del cual se organiza su escritura orgánica y en constante crecimiento. Un cuerpo material y simbólico que nunca fue tan radicalmente estremecedor, como en su última novela, Trilogía de la Guerra, que se ha publicado este mismo año y que ha recibido el premio Biblioteca Breve 2018.
Pos-posmodernidad
Teoría general de la basura aboga por la indagación poética como estrategia fundamental para apropiarse de un mundo en constante peligro de museificación.
El ensayo, asimismo, sugiere la superación (por fin) del posmodernismo: esclerótico, con su ironía banal y su autoconciencia paralizante, con su pesimismo suicida y sus sujetos rotos y descentrados. Porque si bien es verdad que el posmodernismo tuvo el mérito de desmantelar las grandes utopías de la era Moderna, no es menos cierto que pronto se reveló incapaz de dar respuesta a una pregunta fundamental: “¿ahora qué?”.
Una incógnita que quedó atrapada bajo los cascotes del 11-S. Los atentados suicidas de 2001 son, probablemente, el emblema más extremo de la desesperación posmoderna: una huida acelerada y fatal hacia el fin de la historia. Mientras los cuerpos caían como papel, la televisión dudó de sí misma: todos lo hicimos. El estupor de la pantalla abrió una grieta entre realidad y ficción, y la muerte entró en los salones de nuestras casas.
Nadie supo muy bien qué hacer con todo aquello. O tal vez sí, porque lo cierto es que el posmodernismo, incapaz de rebasar la materialidad insoportable de sus cadáveres, sacralizó las ruinas de las Torres Gemelas y lo Real quedó sepultado bajo los huesos de los muertos, aplastado bajo los relatos de la postapocalipsis.
Contra la anestesia de lo sagrado y las neblinas neorrománticas, es necesario violentar los pactos establecidos con la realidad, rasgar la piel del mundo y abrir brechas en la epidermis de la tierra como si fuera un queso gruyère. Hay que dejar que las fisuras supuren complejidad y conflicto para construir, desde esos flujos, nuevos modos de narrar el mundo. Esto es lo que parece decirnos, y hacer, Agustín Fernández Mallo en su último ensayo.
Con todo, lo reconozco, hasta hace poco yo también era una chica posmoderna. He llorado por las cenizas de Pompeya con Pink Floyd y creí morir un poco con el suicidio de DFW. Acepto también que alguna vez perdí el tiempo buscando un centro de gravedad permanente que yo creía perdido, pero que en realidad nunca existió. Y, sí, he sido carne de compulsión consumista y de compras enajenadas por Internet.
Me pareció que de verdad vivía en un mundo roto. Pero lo cierto es que, tras la nostalgia brumosa de la unidad perdida, así como tras la falacia del mundo fragmentado y sin sentido se esconde una concepción simplista de relato coherente, una noción caduca de lógica que cree en los principios y en los fines y en la ordenación lineal de los hechos. Ideas conservadoras e incapaces de explicar la complejidad en red de nuestro mundo interconectado.
Redes
Teoría general de la basura, además, nos advierte contra una noción absolutista de “red” que reduce y agota el mundo: vivimos en la era de Internet, en el lugar del hipervínculo total donde todas las conexiones están ya previstas. Un paisaje nodular que nada tiene que ver con la realidad compleja. Por el contrario, se trata de una neotiranía que bloquea sistemáticamente la posibilidad de experimentar el mundo sin la mediación de las rutas normativizadas.
Así pues, contra los encuentros previstos y previsibles, Fernández Mallo propone el azar inverso: una poética del desacoplamiento y del desencuentro capaz de generar la contrafigura de un mundo ideal perfectamente hiperconectado.
Hay que resistirse a la realidad dada y desmontar las redes establecidas. Hay que construir otras conexiones y gestar una diferencia capaz de reconfigurar los relatos de lo Real.
Si las representaciones no problemáticas de la realidad están condenadas a ser ruinas muy pronto, lo Real es la emergencia del conflicto, la constatación de que la complejidad del mundo, irreductible a la metáfora, siempre se nos escapa un poco. Precisamente, por eso, su búsqueda es una de las tareas más importantes del arte y del pensamiento contemporáneos.
Y eso es, exactamente, lo que de algún modo propone Agustín Fernández Mallo en Teoría general de la basura.
El Año Cero de las cosas
Si se fijan bien, un ser extraño sobrevuela las páginas de este ensayo. Por sus ojos fascinados, podríamos pensar que se trata del Angelus Novus de Paul Klee, pero en ningún caso podríamos confundirlo con el ángel de la historia de Walter Benjamin, porque su mirada no es nostálgica ni pesimista, ni su cuerpo es empujado con furia hacia el progreso. Nada que ver.
Les diré que esos ojos exaltados y fuera de órbita son los de Agustín Fernández Mallo escarbando en la basura de la historia. Un paleontólogo que vuelve del pasado con las manos llenas de archivos, de voces y de palabras de otros. Un nómada que cruza el Año Cero de las cosas para conocer qué hay más allá de la materialidad del presente. Un astronauta que lleva las huellas de nuestros muertos en las suelas de sus zapatos y que sabe que la contemporaneidad es un sistema complejo hecho de enlaces, de nodos y de analogías.
Apropiación
Teoría general de la basura es también la defensa de la apropiación como programa ético y estético: contra la sacralización del pasado y del mito del genio creador, Fernández Mallo reivindica la figura del artista como un profanador de ruinas, que devuelve al ser humano la propiedad del mundo. Por eso, la estética de la apropiación celebra el rastro de los hombres y las mujeres en los objetos culturales que recicla, y reconoce como valiosos los restos de lo sagrado que resuenan en las cosas profanadas.
Son vibraciones constantes que perduran en el espacio sustrato y que permiten las trasformaciones, las traducciones y las copias. Una proliferación de soles imperfectos. La apropiación es la reivindicación del error como fuente privilegiada para la reconfiguración de los sistemas y la regeneración de significados.
En Teoría general de la basura, Fernández Mallo revisita las narrativas occidentales acerca de la alteridad y del viaje. En este sentido, y una vez más, las apropiaciones estéticas permiten el reciclaje de sentidos. Viajamos para volver y poder contarlo, para definir la identidad de los nuestros y explicar quiénes son los otros. Si el conquistador encierra la alteridad en la diferencia irrevocable del extranjero y el exiliado es ese otro incomprensible sin historia ni voz, nuestros cuerpos son el envoltorio de la extrañeza, el lugar donde a veces nos descubrimos, siendo unos otros inexplicables.
Pero entre las alteridades atrapadas en la diferencia inaccesible y la esquizofrenia del sujeto escindido, existe un espacio sustrato donde el viaje hacia los otros se reformula, en términos de nomadismo estético, de relaciones y de tiempo topológico: identidad, arte y cultura constituyen un tejido de confluencias, de atracciones y de adherencias; urdimbre de encuentros y mutaciones en tránsito por los territorios sin raíz que son nuestros semejantes.
Ruinas y civilización
Y es que somos redes de sentido, nos dice Fernández Mallo, organismos complejos cuya identidad no es sino el relato de nuestras relaciones y traslaciones: corrimientos de sentido y espacios metafóricos en constante expansión mutante.
Desde esta perspectiva, el ensayo de Agustín Fernández Mallo es también una teoría general de la metáfora por cuanto que la concibe como interfaz o dispositivo que establece comunicación e intercambio de datos entre sistemas.
¿Saben ustedes? No existe el silencio absoluto, ni la nada. El vacío es una cavidad colmada de resonancias. Toda creación humana, da igual si poética o científica, se genera a partir de un humus hecho fósiles y de residuos, de desechos y restos del pasado que vienen al presente para decirnos quiénes somos, quiénes son ustedes.
Aunque olvidada bajo las ruinas sacralizadas de nuestra civilización, la basura abandonada en las cunetas de la historia alberga el ADN de nuestra cultura. Por eso, todos deberíamos hacer algo con nuestros desperdicios.
Si convenimos que el mundo es como los mapas dicen que es, y si aceptamos que los límites de nuestro mundo son los límites de nuestro lenguaje, habrá que reinventar los códigos que nos ayuden a recrear la realidad: convertirnos en artistas y generar metáforas propias, otras rutas y nodos con los que trazar cartografías personales que registren nuestras experiencias íntimas con la contemporaneidad, lejos de la tiranía normópata y del imperio de Internet.
Nuevas formas de land-art o lo que Agustín Fernández Mallo vindica como docuficción: la obra artística concebida como exhibición de los procesos y las herramientas de excavación de nuestros materiales fósiles, la documentación de las huellas y los trayectos que hemos trazado en nuestra personal búsqueda entre la basura.
Un dejar a la vista los vínculos del yo con el entorno, las marcas del tiempo topológico en nuestra carne, nuestro errar nómada por los vertederos de la historia.
Profanamos lo sagrado para problematizar la realidad, para pensar nuestro presente en términos de anomalía maravillosa o, como diría el ángel Fernández Mallo en Teoría general de la basura, un cadáver nos observa bajo el hielo y sus ojos son un escombro que nos interroga.