Nacido en 1935, el escritor mexicano, Fernando del Paso, autor de José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y Noticias del imperio (1987), entre otros libros, y ganador del premio Cervantes en 2015, murió el pasado 14 de noviembre. Esta es la primera de las dos entregas sobre Del Paso escritas especialmente para Pliego Suelto por el narrador, también mexicano, Eduardo Ruiz Sosa. El texto que sigue es una suerte de híbrido entre la crítica literaria y la necrológica, producto de la tristeza tanto como de la felicidad, de la razón como de la emoción.
una memoria incendiada, vuelta llamas,
que se alimenta y se abrasa a sí misma
y se consume y vuelve a nacer y abrir las alas.
Fernando del Paso, Noticas del Imperio
.***
Yo iba a escribir sobre otra cosa, pero se murió Fernando del Paso.
¿Quién?
Fernando del Paso.
¿Quién era?
Un hombre.
Lo vi una vez vestido con un traje anaranjado y unos guantes negros. Lo vi una vez, corriendo despavorido porque las balas volaban sobre las cabezas y los torsos desnudos de un montón de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, donde quinientos años antes un erizo de lanzas y potros aplastó cráneos, ojos, mujeres embarazadas.
Nunca lo vi. Nunca supe cómo se movía el timbre de su voz ni las cuerdas que le brillaban en los ojos. Nunca el áspero nombre de las cosas las trae a nuestra cercanía. No hay objeto detrás del nombre: hay evocación, ausencia, evidencia de lo perdido, de lo que ya nunca más pero siempre aquí, como una sombra.
Conocí, sin embargo, de cerca el delirio, la suma del infierno nacional, el ojo cristalino arrancado de la cara, metido en la entraña llena de mierda y sangre que es la entraña del país en que los dos nacimos. Aunque su país y el mío, incrustados en el mismo cuerno abundante de heridas, parezcan tan distintos porque los separa un trópico.
Creo que hay libros para los que uno ha nacido. Libros que ya viven antes de que la primera palabra sea escrita. En su seno se nutre la nostalgia, el amor por un desconocido origen. Creo que hay libros verdaderamente individuales: existen para cada lector y cada circunstancia: nada en ellos se repite, nada es la misma espina.
¿Quién era?
Nació en 1935, el año en que murió Fernando Pessoa.
Murió ayer.
***
Mucho se habla desde hace tiempo de la «novela total», de ese enorme libro que pretende, y a veces parece lograr, ser un contenedor absoluto de los asuntos de un país o de una época. El registro histórico, profundo, de una naturaleza dormida y poderosa. Se le alaba y se le aporrea a partes iguales, según arrastre la corriente del mundillo literario. Se adjudica a libros escritos en distintos periodos, hayan sido o no concebidos de esa manera; hayan sido o no considerados así en su momento.
Se habla de «tradición», «fundación nacional», entre otras cosas. Se convierten en un nodo de discusión, de discordia, incluso, y se habla más de la pretensión que del texto; más del autor que de los personajes, la historia, los espacios. Grandilocuencia, ambición, extensión, identidad nacional, Zeitgeist, se convierten en baremos de la conversación.
El Quijote, Tirant lo Blanc, Tristram Shandy, Guerra y paz, Ulysses, Terra Nostra, Cien años de soledad, Bomarzo, Moby Dick, 2666, son ejemplos abundantemente citados.
A veces se habla también de «libros totales», y se menciona The anatomy of melancholy, de Burton, la Silva de varia lección, de Pero Mexía, la Comedia, de Dante, De Rerum Natura, de Lucrecio. Un saber enciclopédico, una conciencia política, un lenguaje que cabalga con la poesía, la variedad de «registros», una imaginación desbordada, son características harto señaladas como marcas de origen de esas «obras totales».
Las tres novelas más reconocidas de Fernando del Paso son, por lo general, acomodadas en esa estantería.
Y sin embargo, para mí, José Trigo, Palinuro de México y Noticias del imperio son, más bien, libros individuales. La idea de la totalidad no es suficiente. La extensión, la ambición, ese «espíritu de la época» que se convierten en modos de explicar la «novela total» no alcanzan para condensar lo que se siente al caminar los libros de Fernando del Paso.
Olegaroy, personaje de la más reciente novela del también mexicano David Toscana, decide un día casarse con la prostituta del barrio. El cura, en una especie de trabajo clandestino, los une. Al tiempo, Olegaroy, ese hombre lleno de miedos e ideas, regresa con el cura y le dice que se quiere casar otra vez con aquella mujer: Ya no soy el mismo hombre, le dijo. Asumía, también, que ella tampoco era la misma mujer. Querían, sin embargo, estar juntos. La diferencia que el tiempo operaba en ellos los hacía otros. Había que volver a casarse.
Eso es lo que me pasa con la escritura de Fernando del Paso: vuelvo a ella cuando soy otro, y el libro también es otro.
Me interesa la capacidad de mutación, la transformación, lo que siempre puede ser algo más. Como la escritura. Cada libro del maestro sigue modificándose, en secreto, silenciosamente, mientras nosotros, lectores, también cambiamos. En el encuentro, sin embargo, sigue perviviendo el amor mutuo, la herida mutua, la necesaria complicidad.
En su momento, la lectura de Palinuro de México representó, en determinados planos personales, un salto al vacío. Hoy, luego de que la vida haya cambiado tanto, ha sido José Trigo, su caminata y su derrumbe y su construcción, esa edificación donde las ruinas son basamento. Sigo pensando, como le dije a un amigo una vez, en unos versos de la maravillosa María Auxiliadora Álvarez: «el derrumbe nos ha dado/una nueva montaña». Anotaré el ejemplar como anoté el de Cien años de soledad después de la muerte de mi madre. No acostumbro a tomar notas en los libros. Es una necesidad que se ha suscitado pocas veces.
Así como durante mucho tiempo, en la tradición latinoamericana, la factura de un poema extenso representaba la «consagración» (o el hundimiento) de un poeta, así también la acometida de una de estas «novelas totales», ha representado para muchos narradores la ballena blanca que los haría ingresar en el panteón de los ilustres.
No creo que Fernando del Paso, a quien nunca conocí, haya pensado de esa manera. Me arriesgo a decir que sus libros, la naturaleza que vive en ellos, es resultado de una escritura constante, un hábito sin fronteras que se lleva a cabo sin una intención particular, con la plena necesidad de escribir por el deseo de comprender.
«Me angustia muchísimo escribir», le dijo a Elena Poniatowska una vez, «pero, al mismo tiempo, lo disfruto y para mí lo importante no es tanto haber escrito, sino escribir. Lo que me da sentido a mí como escritor es el momento en que estoy escribiendo».
El momento en que se está escribiendo. El momento en que se está viviendo.
Luego sucede que algo nace o muere, y se abre un páramo, un camino, un tiempo narrativo. Más tarde, de nuevo, algo nace, muere, se derrumba, colapsa en un incendio, se desgasta hasta el hueso y la médula o germina más allá de algún límite, y el tiempo narrativo se apaga. Hay, entonces, un libro. Sus márgenes no los define la idea de un proyecto, de una totalidad o de una época: los define el dolor, el amor, la amargura, la alegría, el terror.
***
Un amigo querido me contó que, en la juventud, él y su hermano se emborracharon llorando al enterarse de la muerte de Borges. El filósofo Peter Sloterdijk abandonó una conferencia, se cuenta, al recibir una nota en la que se le avisaba que Jacques Derrida acababa de fallecer. Yo, en el suelo al lado del cuerpo de mi madre, vi el caminar cefalópodo de una tarántula.
La muerte retrata más a los vivos que a los que mueren. La muerte es un trabajo de los moribundos, pero es un indomeñable acicateo en el corazón de los vivos.
Mueren los monumentos, no los libros en los que hemos vivido, en los que seguimos viviendo.
No son libros, solamente, volviendo a citar a María Auxiliadora: no son libros, «son piedras de reposo/ con sus pequeños soles grabados/ y sus rendijas».
Ahí, al otro lado, hay una orilla que nos toca. Ha muerto Fernando del Paso, y leemos.
Poco más puede hacerse.