La foto más famosa de la literatura española
Se les ve, de izquierda a derecha, a los nueve: Rafael Alberti, Federico García Lorca, Chabás, Bacarisse, que es el único que sonríe, los señores Platero (presidente de la sección de literatura del Ateneo) y Blasco (presidente del Ateneo de Sevilla), Jorge Guillén, el más alto de todos, José Bergamín, que se mira la punta de los zapatos, Dámaso Alonso, que parece, con gafas negras, la caricatura de un invidente de otra época, y, por último, Gerardo Diego.
Unos tienen las manos cogidas por delante, como el Rey en las recepciones oficiales; dos o tres no sueltan el cigarrillo. La mayoría posan serios y trajeados, conscientes de la solemnidad del instante.
Por si fuera poco, entre el público sabemos que andaba Luis Cernuda, que era quien, junto con sus colegas de la revista Mediodía, los había invitado a aquellas jornadas poéticas: nadie pensó en pedirle que se uniera a la foto.
El lugar es el Ateneo de Sevilla. Fue a mediados de diciembre del año 27, y aquel grupito de culturetas madrileños, provenientes de la famosa Residencia de Estudiantes, se había acercado a rendir homenaje a Luis de Góngora, el exquisito coetáneo de Gracián y Quevedo. Era el tercer centenario de su nacimiento.
Entre los diversos actos sabemos que se organizó un paródico Auto de Fe donde se quemaron tres monigotes diseñados por Moreno Villa («el erudito topo, el catedrático marmota, el académico crustáceo») y muchos libros antigongorinos: Quevedos y digo yo que alguno de Menéndez Pelayo, tan crítico con las «pomposas apariencias» de don Luis.
Suele decirse que esta foto es al 27 lo mismo que el cuadro de Solana (La tertulia del café de Pombo: lo tenéis en el edificio Sabatini del Reina Sofía) a Ramón Gómez de la Serna y los contertulios del Pombo.
Lo de la recuperación y la reivindicación de Góngora no era un detalle nimio. Fue toda una declaración de intenciones. Aquel acto simbólico marcaría la tendencia entre culturalista y vanguardista de cierta juventud.
Hacía tiempo que los moldes poéticos habían alcanzado el cenit de su formalidad clásica, y la mayoría apostaba por el verso libre y por la modernidad.
Es cierto que hubo de todo, y que quienes estudian el fenómeno de la eclosión poética de la época (surgieron centenares de jóvenes poetas) resaltan una tendencia a sintetizar opuestos.
El propio Lorca oscilará entre el neopopulismo de su Romancero gitano, tan incomprendido como previsiblemente exitoso, y el modernismo desatado y radical, poderoso y surrelista, de Poeta en Nueva York: el exponente posiblemente más universal de la poesía moderna española en el pasado siglo XX.