¡Ah, qué poco sabéis de la felicidad del hombre, vosotros, almas confortables y bondadosas!
Porque la felicidad y la desdicha son hermanas gemelas que, o bien han crecido juntas,
o bien, como es vuestro caso, permanecen pequeñas juntas.
Nietzsche, La gaya ciencia.
En el epílogo a la edición de 2015 de Soldados de Salamina (2001), Javier Cercas dice haber evolucionado “desde la ironía, la distancia y el escepticismo” del inicio de la novela, que asocia a su formación literaria posmoderna, “hasta el pathos y el énfasis elegíaco” del final, lo que, en su opinión, le habría llevado a las puertas de una estética que, a falta de un término mejor, se resigna a llamar “pos-posmoderna”.
Cabe señalar, sin que eso suponga un menoscabo, que Javier Cercas sigue la estela de Roberto Bolaño, cuya aparición como personaje en la novela supone un giro fundamental, tanto en lo que respecta a la historia, como en lo que atañe a la escritura, que se electrizan en torno a viejos valores “olvidados”, como los del valor, la verdad, la realidad o el bien.
No se trata, claro está, de una mera reaparición nostálgica de los valores modernos o religiosos. Es el viejo Odiseo, que regresa más sabio, pero no por ello menos vigoroso, tras haber escuchado el canto de las sirenas de la duda, el solipsismo y la impotencia.
Evidentemente, esta crítica de la posmodernidad literaria, al modo del Aufheben, o “superar conservando”, hegeliano, no es exclusiva de Bolaño o de Cercas, sino que, como prueba el enorme éxito e influjo de sus respectivas obras, responde a un estado de espíritu generalizado.
Ciertamente, la sensación de que la tarea crítica de la posmodernidad fue demasiado lejos, llegando a “arrojar al niño con el agua sucia del baño”, la evidencia de que, a pesar de su libertad crítica, se dejó cooptar por el neoliberalismo, convirtiéndose, en palabras de Fredric Jameson, en la “lógica cultural del capitalismo tardío”, y la ansiedad provocada por la resaca histórica y económica resultante de aquella época, han provocado todo tipo de reacciones, muchas de ellas desorientadas.
Pero, frente a las tentaciones del nacionalismo, del fundamentalismo, de las neorreligiones o de los revivals ideológicos, algunos pensadores y escritores han tratado de recuperar en sus escritos, con diferentes entonaciones, un cierto tono moral, a la vez trágico y emancipador.
Uno de los primeros en tratar de superar la posmodernidad literaria fue, precisamente, David Foster Wallace, uno de los autores fundamentales de dicho movimiento.
En un texto de 1990, el autor de La broma infinita llegará a afirmar que, frente a ese puritanismo de la tristeza que llegó a ser el cinismo posmoderno, los futuros rebeldes de la literatura deberán atreverse “a retirarse de la mirada irónica”, a tratar “los viejos problemas y emociones pasados de moda de la vida americana con reverencia y convicción”, abstenerse “de la autoconciencia y el tedio sofisticado” y, en definitiva, a arriesgarse a exponerse, no tanto al escándalo, como a la indiferencia y la burla del cinismo posmoderno (véase al respecto Crítica de la razón cínica, de Sloterdijk).
Conocimiento, realidad y ética
El objetivo de estas líneas es pensar cuáles son los rebeldes de la literatura española e hispanoamericana actual. Con el objetivo de ordenar nuestra exposición, distinguiremos, al modo de la filosofía clásica, entre tres ámbitos: el ámbito del conocimiento, donde a la duda posmoderna se le opone una cierta recuperación de la verdad; el ámbito de la realidad, donde a la evasión posmoderna, de corte alienado y solipsista, se opone un reencuentro con la realidad; y el ámbito de la ética, donde al cinismo y el desencanto se le oponen antiguas virtudes como el valor épico o la alegría trágica.
En lo que respecta al primer ámbito, el del conocimiento, nos encontramos con que uno de los temas fundamentales de la obra de Roberto Bolaño es el del reconocimiento y la memoria del mal, que se nos revela como un nuevo cogito sobre el que reconstruir una nueva vivencia de la verdad, ya que de todo se puede dudar menos del dolor y del horror.
Cabe señalar que la obra del chileno sigue la estela de toda una corriente de literatura testimonial, desde Rodolfo Walsh a Rigoberta Menchú, pasando por el Cortázar de “Apocalipsis en Solentiname” o Memoria del miedo de Graham Yooll, en la que la violencia de las dictaduras latinoamericanas revitalizó la idea de verdad y de valor, cumpliéndose, de este modo, el dictum tristemente célebre de Jean Paul Sartre, según el cual los nazis habían sido excelentes pedagogos, porque nos enseñaron a tomarnos de nuevo el mal en serio.
También tratan de revitalizar la idea de la verdad toda una serie de novelas híbridas, que mezclan géneros como la novela, las memorias y el periodismo de investigación, y en las que los autores tratan de comprender las razones de la generación de sus padres, cuyo dogmatismo rechazaron en su primera juventud.
En novelas como El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, de Patricio Pron, Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, o El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, los autores exploran el desbarrancadero de los años sesenta y setenta, tratando de recuperar algunos pocos restos con los que poder reconstruir un nuevo sentido.
También el género neopolicial, donde destacan autores como Paco Ignacio Taibo II, Leonardo Padura o Mempo Giardinelli, trata de recuperar una cierta idea de verdad, pues, aunque muchos de sus detectives fracasen, o la sociedad que describan se caracterice por la falsedad y la corrupción, la novela triunfa en su voluntad de denunciar el mal del mundo.
Cabe añadir también una literatura que reclama la idea de aventura, como hace, por ejemplo, César Aira, en Evasión, postura conectada con el mismo Borges, quien no solo veía en la trama y la aventura un electrizante literario, sino también una vía de conocimiento, ya que nuestra actitud ante el peligro nos revela quiénes somos realmente.
Podemos hablar, en este sentido, de una nueva novela de aventuras, tanto en el caso de la reciente literatura policial, como en el de obras como Los impostores de Santiago Gamboa, El país de la canela de William Ospina o La maravillosa vida breve de Oscar Wao de Junot Díaz.
En lo que respecta al ámbito de la realidad, donde a la evasión posmoderna, de corte alienado y solipsista, se opone un reencuentro con la realidad, nos hallamos con un repunte de la crónica, en la figura de autores como Martín Caparrós, Pedro Lemebel, Juan Villoro, Leila Guerriero o Gabriela Wiener, entre tantos otros (véase al respecto la antología Mejor que ficción, editada por Jorge Carrión). Y de las novelas en las que se da un hibridismo entre literatura y periodismo, como las novelas arriba citadas de Pron, Zambra o Abad Faciolince, a las que se pueden añadir otros nombres como La hora azul de Alonso Cueto, La cuarta espada de Santiago Roncagliolo, Plata quemada de Ricardo Piglia o Anatomía de un instante de Javier Cercas.
Nuevamente, el género neopolicial destaca por su deseo de retomar el contacto con la realidad. Así, Paco Ignacio Taibo II, para el que “lo que importa no son tanto los crímenes como el contexto”, no se va a ocupar sólo de la reconstrucción de la idea de verdad, ni de la construcción de una ética que supere el desencanto, que se dan por supuestas en su proyecto literario, sino también de describir la devastación neoliberal, que cumple en su obra la función de crimen último o, por utilizar la terminología de Baudrillard, de “crimen perfecto”.
En lo que respecta al ámbito de la ética, nos encontramos con una épica del fracaso y un culto al valor en la obra de Roberto Bolaño, quien sigue, de algún modo, la estela abierta también por Borges, en Historia universal de la infamia, un libro del cual el autor chileno llegó a decir que era: “una historia en donde la épica solo es el reverso de la miseria, en donde la ironía y el humor y unos pocos y esforzados seres humanos a la deriva ocupan el lugar que antes ocupara la épica”.
También hallamos una búsqueda ética en una novela como Herejes, de Leonardo Padura, donde se entremezcla la teoría spinoziana sobre las pasiones tristes y alegres, tan presente en el siglo XX por obra y gracia de autores como Gilles Deleuze o Toni Negri, con el nihilismo autodestructivo de la tribu urbana de los emo.
Por su parte, los Ejercicios materiales, de Blanca Varela, o los Ejercicios para el endurecimiento del espíritu, de Gabriela Wiener, vuelven a ver la literatura, al modo de la paideia griega y del culto a la poesía nietzscheana, como un taller en el que esculpir la escultura de la propia existencia.
En lo que respecta a la política, que consideramos aquí como una prolongación de la ética, nos encontramos con un claro repunte del compromiso literario, tal y como puede verse en las novelas híbridas comentadas más arriba, en la literatura neopolicial, así como en otro tipo de obras comprometidas, como las de Marta Sanz o Rafael Chirbes.
Destaquemos, asimismo, el auge del género del panfleto, que puede estar ligado a coyunturas políticas particulares, como sería el caso de Qué está pasando en Cataluña, de Eduardo Mendoza, o No tendréis mi odio, de Antoine Leiris, o más generales, como es el caso de Indignaos de Stéphane Hessel, o La ilustración radical, de Marina Garcés.
Sobre la sucesión de épocas frías y calientes
Señalemos, para acabar, que muchos de estos motivos ya fueron frecuentados por uno de los autores fundamentales de la filosofía y la estética posmodernas, como fue Jorge Luis Borges. Lo cierto es que, por la radicalidad de su pensamiento, dicho autor vislumbró el límite de sus postulados iniciales y fue interesándose, progresivamente, por restaurar, convenientemente madurada, una cierta idea de verdad, de realidad y de bien, tal y como el mismo constata en el prólogo a Elogio de la sombra (1969), donde afirma que su escritura ha empezado a interesarse por la ética.
Un siglo y medio antes, Mariano José de Larra, en su reseña del estreno del drama Anthony, de Dumas, rechazaba la nueva literatura francesa, de corte romántico y nihilista, que se le representaba como “el grito que lanza la humanidad que nos lleva delantera, grito de desesperación, al encontrar el caos y la nada al fin del viaje”. Para Larra, la sociedad española no debe precipitarse en esa posmodernidad decimonónica, sino que debe aprovechar el hecho de haber permanecido en un cierto atraso, respecto de Europa para tratar de desarrollar por otros caminos el viejo espíritu ilustrado, más alegre y poderoso.
Al parecer, las tensiones entre lo que hemos dado en llamar posmodernidad y pos-posmodernidad no son más que un episodio entre otros de la eterna lucha entre el sentido y la libertad. Nietzsche dijo que la historia del espíritu era semejante a un motor bicameral, en el que una cámara calienta –produciendo sentido y movimiento– y la otra enfría –evitando, con la crítica y la ironía, que el motor se sobrecaliente bajo la forma del dogmatismo y el fanatismo–.
Podemos pensar que hay épocas en las que conviene enfriar, como fue la época posmoderna, y épocas en las que conviene calentar, como es la nuestra, si bien también es posible que los grandes autores, como Shakespeare, Cervantes o Borges, calienten y enfríen a la vez, produciendo motores autorregulados, que funcionan bien en cualquier época.
Una breve reflexión para acabar
No es improbable que, como sugerimos más arriba, el sufrimiento extremo de las sociedades latinoamericanas por culpa de las dictaduras de los años setenta y ochenta y por el neoliberalismo exacerbado de los años noventa y dos mil (que ha provocado, a su vez, un retorno de los populismos), ha supuesto un buen catalizador literario, que le ha permitido tomar de nuevo la delantera, no solo respecto de la literatura española peninsular, como prueba la influencia de Bolaño en Cercas, sino también respecto de la literatura occidental, como prueba el hecho de que Bolaño lograse lo que David Foster Wallace no pudo realizar.