Le tengo un especial apego a este género que navega a medio camino entre el aforismo, el refrán, la poesía y el cuento.
De las fábulas me atraen la sencillez de su forma, la limpidez de la expresión y su perfecta inteligibilidad. Creo que son condiciones exigibles a cualquier escrito.
También aprecio la iluminación incisiva que ha de aportar cualquier moraleja. No olvidemos que superhéroes, vampiros, gánsteres o animales fabulosos son solo las máscaras más o menos llamativas que permiten a un artista hacer observaciones sobre la vida y la naturaleza humana.
La tradición fabulística es muy antigua. Como decía el licenciado Vidriera en una de las Novelas Ejemplares: «¡Si nos ha vuelto el tiempo de Maricastaña, cuando hablaban las calabazas, o el Isopo, cuando departía el gallo con la zorra y unos animales con otros!»
Los apólogos o narraciones didácticas parece que arrancaron en Mesopotamia. Los relatos originales han desaparecido, aunque luego pasaron a la India, la patria del famoso Panchatantra, y, sobre todo, a Grecia.
Allí, Esopo, un esclavo liberado de origen incierto pero familiarizado con la tradición asiática, concentrará en sus fábulas todo un anecdotario de raíces milenarias. Él es a la fábula lo que Homero a la epopeya.
Más tarde, en Europa, la fábula será cultivada por autores de la altura de La Fontaine, Lessing, Goethe, Von Kleist, Lichtenberg o John Gay. Todos, de una manera u otra, son deudores del legado de Esopo.
En España, la fábula tuvo una tradición rica pero subterránea. El género aterriza en nuestra cultura a través de cierta adaptación árabe del Panchatantra, una colección de narraciones breves conocida como Kalila y Dimna, y pronto ganó adeptos.
Tanto Juan Manuel como Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, introducen fábulas conocidas en sus obras. Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón también tontearon con el género.
Pero no será hasta el siglo XVIII cuando la fábula se desgaja del tronco común de la literatura y adquiere carta de nobleza como género autónomo, gracias a las composiciones de Tomás de Iriarte (de «Yriarte», firmaba él) y Félix María de Samaniego. Por sus características didácticas, la fábula estaba condenada a ser uno de los géneros más sobresalientes de la Ilustración.
Aunque a esos dos autores se les suele atribuir un talento parejo, reconozco mi debilidad por Iriarte. La mayor coherencia de su conjunto de setenta fábulas, centradas todas en los vicios del mundo literario, me parece un plus incuestionable.
Es posible que no sepamos dónde está enterrado Iriarte, pero todavía, al cabo de dos siglos, mantenemos vivas sus fábulas. Algunas merecerían ser aprendidas de memoria en la escuela. Antes se hacía.
Al menos uno de sus personajes, el burro flautista, ha pasado a formar parte de nuestro acervo común, algo que no sucede, que yo sepa, con ninguna narración de Samaniego. «Te ha sonado la flauta» es una expresión que remite a la siguiente historia:
salga bien o mal,
me ha ocurrido ahora
por casualidad.
Cerca de unos prados
que hay en mi lugar,
pasaba un borrico
por casualidad.
Una flauta en ellos
halló, que un zagal
se dejó olvidada
por casualidad.
Acercóse a olerla
el dicho animal,
y dio un resoplido
por casualidad.
En la flauta el aire
se hubo de colar,
y sonó la flauta
por casualidad.
«¡Oh! –dijo el borrico–:
¡qué bien sé tocar!
¡Y dirán que es mala
la música asnal!»
Sin reglas del arte,
borriquitos hay
que una vez aciertan
por casualidad.