Aquella triste tarde de febrero, centenares de jóvenes lacrimosos seguían por las calles de Madrid el coche fúnebre que conducía el cadáver de Mariano José de Larra (1809-1837) al madrileño cementerio del Norte, detrás de la actual Glorieta de Quevedo.
Tras una disputa amorosa, «Fígaro» se había pegado un pistoletazo en la sien. Lo habían velado durante el día anterior y toda la noche en la bóveda de la parroquia de Santiago. Fueron muchos los que le rindieron su último homenaje, y alguno hasta se acercó a cortarle un mechón al célebre periodista.
Más tarde, en el camposanto estuvieron presentes, de luto, los escritores capitalinos más conocidos. Solo se echaba en falta a Espronceda (1808-1842), que había enfermado. Con la fosa abierta, se sucedieron los discursos. Y por fin, antes de cerrar la tumba, se le permitió a un joven desconocido recitar los versos compuestos febrilmente durante la noche anterior en su pequeña buhardilla.
Era el veinteañero José Zorrilla (1817-1893), que con su físico apocado, mirando al féretro y luego al cielo, con una voz, según la describía él mismo, «juvenil, fresca y argentinamente timbrada, y una manera nunca oída de recitar», empezó a declamar:
Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana (…)
Los presentes se estremecieron. El propio Zorrilla, impresionado, se bloqueó. Alguien a su lado tuvo que arrancarle el papel, para continuar: «Era una flor que marchitó el estío,/ era una fuente que agotó el verano,/ ya no se siente su murmullo vano,/ ya está quemado el tallo de una flor…» Poco importaba. El efecto había sido causado. Zorrilla acababa de triunfar ante el público más selecto y en la ocasión más solemne.
Su ascensión literaria, a partir de ese momento, será meteórica.
En pocos años aquel veinteañero enfermizo, sonámbulo, de «sietemesina naturaleza» («Yo soy un hombrecillo macilento,/ de talla escasa, y tan estrecho y magro/ que corto, andando, como naipe el viento«) y de cabellera abundante, el signo reconocible de los nuevos tiempos, había de convertirse, con permiso del duque de Rivas (1791-1865), en el dramaturgo por excelencia del romanticismo. La ventisca romántica recorría Europa, resfriando a la juventud con la embriaguez de la rebeldía, la pasión por el pasado, el gusto por el misterio, la sensación y los sentimientos desbocados.
Zorrilla será una de las cabezas más visibles del movimiento.
Desde febrero de 1838 hasta el año 44, cuando se estrenó por primera vez el Tenorio, produjo con fortuna irregular versos y obras de teatro que están hoy, en su mayoría, olvidados. Como seguramente lo estaría el conjunto de su obra, de no haberse topado por el camino con el mito de don Juan. El burlador de Sevilla (1616), de Tirso de Molina, se había quedado algo antigua y, con su reescritura, Zorrilla dio con un filón de oro.
Don Juan Tenorio se convirtió en uno de los mayores éxitos de todos los tiempos. La obra se representaría durante décadas, especialmente el Día de los Difuntos, y sus versos más famosos (aquellos que empiezan por «¿No es cierto, ángel de amor,/ que en esta apartada orilla/ más pura la luna brilla/ y se respira mejor?«) fueron aprendidos de memoria por sucesivas generaciones de jovencitas y jovencitos.
Para comprobar su impacto, basta con echarle una ojeada a La Regenta (1885), donde, a través de los diferentes personajes que asisten en el capítulo dieciséis a la representación del Tenorio, el ácido Clarín resume un clásico abanico de reacciones.
A don Álvaro, el informado seductor de Vetusta, el drama de Zorrilla se le antoja «inmoral, falso, absurdo, muy malo». Opina que «era mucho mejor el Don Juan de Molière (que no había leído)». El calderoniano don Víctor no le perdona a Zorrilla lo de atar a Mejía codo con codo. Le parece indigna de un caballero la aventura de don Juan con doña Inés (la rapta). «Pero fuera de esto, juzgaba hermosa creación la de Zorrilla, aunque las había mejores en nuestro teatro moderno».
El mismo narrador (¿Clarín?), cuando recrea la obra a través de la visión y las sensaciones de la Regenta, aclara que Anita comenzó a comprender y a sentir «el valor artístico del don Juan emprendedor, loco, valiente y trapacero de Zorrilla». Y unas frases más adelante añade que los preparativos de la gran aventura, el asalto al convento, «llegaron al alma de la Regenta con todo el vigor y frescura dramáticos que tienen y que muchos no saben apreciar, o porque conocen el drama desde antes de tener criterio para saborearle y ya no les impresiona, o porque tienen el gusto de madera de tinteros».
También don Álvaro, al acercarse a saludar a Ana, se burla de su ingenua apreciación del drama: «¡Hablar del Don Juan Tenorio como si se tratase de un estreno!» ¡Si el Don Juan de Zorrilla ya solo servía para hacer parodias!» Y por último, don Frutos, dándoselas de intelectual, le insiste a don Víctor en que «el Don Juan Tenorio carecía de la miga suficiente».
Estamos en la década de 1880, cuarenta años después de la publicación del Tenorio.
Pero es que todavía a principios del siglo XX, el éxito de Zorrilla continúa coleando, pese a que su crédito entre los intelectuales no deja de bajar. Para Ortega (1883-1955), la obra es «casi por entero pura prosa a quien se ha puesto el arreo del verso, subrayando lo que tiene de externo arreo, charretera y gualdrapa. Pero esto es precisamente una de las causas de su popularidad».
Y a Unamuno (1864-1936), aunque de adolescente le encantaban sus sonoras rimas (¿por qué será que no me extraña?), más tarde dio en execrar de Zorrilla y en repetir que «sus gorjeos no creaban nada, no eran poesía. Y no más que música de tamboril». Él abogaba por volver a una naturalizad llana y auténticamente popular de Lope (1562-1635), como camino para regenerar el teatro, y con los años se acentuaría su desdén por la musicalidad fácil:
Zorrilla no tenía ni idea ni sentimiento muy claros del valor de muchas de las palabras que usaba: le sonaban bien, es decir, encajaban bien en el sonsonete melopeico y bastante metronómico y primitivo de que se valía. (Miguel de Unamuno)
Y visto que la mayoría de las opiniones van en la misma línea, cabe preguntarnos por qué la obra de Zorrilla ha superado al paso del tiempo, por qué lo seguimos considerando un clásico y por qué la he escogido en detrimento, por ejemplo, de Don Álvaro o la fuerza del sino (1835), la otra cumbre, quizá más consistente y ambiciosa, de la sensibilidad romántica de principios del siglo XIX.
La respuesta es evidente: Zorrilla reactiva el mito de don Juan, que es la más universal de todas las creaciones de la dramaturgia española y el arquetipo más importante que hemos exportado a la cultura universal. Don Juan es tan poderoso que, a diferencia del Quijote, no necesita ni soporte literario. Que no nos quepa duda: cuando ya nadie se acuerde de lo que es España ni de su literatura, don Juan seguirá existiendo.
Por eso, los grandes mitos son temas tan atractivos como peligrosos para un autor. O los domestica o acaba siendo devorado por ellos. El Tenorio le quedó grande a Zorrilla, y al final el personaje se sirvió de sus versos más o menos lúcidos para volver a presentarse en sociedad con nuevos atavíos.
Unas palabras sobre el don Juan de Tirso de Molina de 1616
El burlador de Sevilla y convidado de piedra es la primera obra de renombre internacional en la que aparece de una manera coherente y completa don Juan. En ella, por ejemplo, se inspiró Molière. Allí el personaje es menos satánico. Yo lo percibo como un vividor. Es cierto que afirma que «el mayor gusto que en mí puede haber es burlar una mujer y dejarla sin honor«, pero no alardea de ello. No muestra la jactancia orgullosa que el Tenorio de Zorrilla.
Su comportamiento lo explica en buena medida esa preocupación tan barroca por el tiempo. En realidad ese “¡Qué largo me lo fiáis!” con que responde don Juan a todo el que le anuncia que el camino emprendido termina en la muerte y el castigo divino, es una variedad perversa del carpe diem horaciano.
Se dice que la obra fue una respuesta católica a la teoría calvinista de la predestinación: no parece una hipótesis descabellada. El don Juan de Tirso muere sin ser absuelto ni haberse arrepentido y, consecuentemente, castigado por sus actos. Yo entiendo que se condena.
Por lo demás, la ambientación en el Siglo de Oro funciona y el tono del diálogo es realista y crudo. Hay escaso manierismo en los versos de Tirso. Los frailes entonces eran ansí.
¿En qué cambia, pues, con respecto a su modelo el Tenorio de Zorrilla?
En primer lugar está la satanización definitiva de don Juan. Resulta más malvado, orgulloso y jactancioso. Al hacerse menos humano pierde fuerza la reflexión moral. Es, sobre todo al principio, una personificación del mal, no un hombre. La fama lo envuelve más que al personaje de Tirso. Parece más fatuo, más pendiente de su reputación que de sus pulsiones.
A Zorrilla debemos el acierto de haber redondeado la peripecia con la introducción del personaje de don Luis, muy socorrido dramáticamente. Y sobre todo de doña Inés, la mujer angelical que faltaba en el drama de Tirso, y que se convierte en el elemento redentor que tanto molestaba a Unamuno: a diferencia del Burlador, aquí don Juan se redime –si no lo entiendo mal– implorando a Dios antes de morir.
Siempre me ha agradado la descripción del panteón de los Tenorio. La ambientación romántica, llena de jardines sugerentes y rincones sombríos, se corresponde con el tono ripioso que tanto se critica. A Zorrilla se le echa en cara una rima fácil, un dejarse llevar demasiado por la música de las palabras, a menudo en detrimento de sentido.
Pero eso es lo secundario.
Lo principal, insisto, es que resucitó poderosamente el mito de don Juan.