Traté de saber si Erasmo de Rotterdam era de aquel partido.
Pero cierto comerciante me respondió:
“Erasmus est homo pro se (Erasmo es un hombre aparte)”
Epistolae obscurorum virorum, 1515
Nos prometieron un inicio de curso político caliente, y la verdad es que la canción del otoño bien podría seguir siendo la misma que la del verano. Pero si, además de la temperatura, tenemos en cuenta la alternancia de ritmos rápidos y lentos, la combinación de sentimentalismo barato y violencia macarra, la capacidad de aumentar nuestros deseos más profundos de irnos a vivir a una isla y, sobre todo, la circunstancia de que todo vaya tan, pero tan, despasito que ahora mismo nos encontramos exactamente en el mismo punto en el que estábamos, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que hemos entrado en la era de la política-reguetón.
Deseoso de salir de ese eterno presente, que hubiese hecho las delicias de Borges, y resignado a que el futuro inmediato sea una cosa del pasado remoto, hace unos días convencí a mi mujer de que convenciese a mis hijos de que me convenciesen de ver todos juntos la serie de televisión Verano azul.
En los diecinueve capítulos que se emitieron entre el mes octubre de 1981 y el mes de febrero de 1982, un grupo de niños –Pancho, Javi, El Piraña, Desi, Beatriz y Tito– coincidían durante un verano en Nerja, un pueblo de la costa mediterránea donde corrían unas pocas aventuras entrañables en compañía de dos adultos inadaptados –Chanquete y Julia– y en ausencia de sus propios padres, quienes se pasaban el día estirados en la playa, bebiendo cerveza y fumando Ducados.
Quizás, el quinto episodio de la serie sea el más recordado. Se trata de una típica alegoría de reconciliación generacional, en la que los niños representan a la juventud, identificada con el espíritu de la transición, y los padres, la generación adulta, crecida durante el franquismo.
Al inicio del capítulo, los niños, reunidos junto a una vieja barca, se quejan del despotismo con el que son tratados por los adultos. Tras descartar todos los modos de huelga que se les ocurren (la huelga de celo, difícil de realizar en un período vacacional; la huelga de brazos caídos, obsoleta tras el fracaso del golpe de Tejero; o la huelga de hambre, una huelga, que El Piraña, un personaje glotón, se resiste a realizar), finalmente, los niños optan por iniciar una huelga de silencio, consistente en hacer todo lo que se les manda, sin decir ni una palabra, con la intención de poner en evidencia la injusticia del trato recibido por sus padres.
Tras varios minutos de recibir bofetones, collejas y empujones por parte de sus progenitores, los niños se reúnen en un dolorido banco del paseo marítimo para pensar una nueva estrategia. Parece evidente que algo hay que decir, pero no puede ser nada que equivalga a un “sí”, pues eso sería someterse indignamente a las injusticias de los adultos, ni nada que equivalga a un “no”, pues eso supondría represalias aun mayores.
Finalmente, la cándida pandilla decide responder a las preguntas con las que sus padres disfrazan sus órdenes con un simple: “a lo mejor”. Por supuesto, la reacción de los adultos resultará ser mucho más furibunda, porque si hay algo que el poder no soporta es que no se atienda a sus preguntas. Así que las bofetadas y las zapatillas vuelan, hasta que, en un final prescindible, Julia y Chanquete reconcilian, pasajera o transicionalmente, a padres e hijos.
Hoy que parece que todo sucedió, no ya hace veinte, sino hace cuarenta y ochenta años, por lo muy ocupados que están todos en agitar las bolas de nieve que encierran los paisajes de invierno de la Guerra Civil y la Transición, aquel viejo episodio de Verano azul se me aparece de lo más actual.
Y es que, como en aquel poema de Dylan Thomas, en el que la pelota que el poeta dice haber arrojado cuando jugaba de niño en el parque todavía no ha tocado el suelo, yo, que hace casi cuarenta años me llevé una bofetada tratando de emular a aquellos héroes de televisión en bermudas, me encuentro con que este otoño, este otoño azul, que amenaza con no acabar este 21 de diciembre, me paso el día negándome a decir “sí” o “no”, y respondiendo, a pesar de las bofetadas, aquel “a lo mejor”, que, ahora que lo pienso, no deja de ser la versión peninsular del “preferiría no hacerlo” de Bartleby, el desconcertante protagonista del relato homónimo escrito por Herman Melville en 1856.
Muchos pierden la compostura ante este tipo de posturas. Dicen que hay que comprometerse, cuando lo cierto es que no hay nada más comprometido que resistirse a ser secuestrado por el partidismo. ¿Y qué es el partidismo?
Un joven y prometedor analista político llamado Erasmo de Rotterdam (1466-1536) lo explica muy bien en un texto titulado Para borrar con esponja las acusaciones de Hutten: “Entiendo por ‘partidismo’ la conformidad plenaria con todo lo que Lutero ha escrito, escribe o escribirá alguna vez; tal modo de total entrega de sí mismo se da algunas veces en personas distinguidas, pero yo tengo declarado públicamente a todos mis amigos que, si solo pueden seguir queriéndome siendo yo luterano incondicional, los autorizo para que piensen de mí lo que quieran. Amo la libertad; no quiero ni puedo servir jamás a un partido”.
No se trata, pues, como dicen muchos, de indecisión, ambigüedad, confusión o miedo, pues se necesita tener mucha decisión para mantenerse en el derecho a no asumir las clasificaciones que quieren imponernos los demás.
Se necesita tener muy claro quién se es para no dejarse llevar por los enjambres de la histeria identitaria. Se necesita tener muy claro dónde está el verdadero problema para no dejarse enredar en los seudoproblemas con los que al sistema le interesa distraernos. Y se necesita tener mucho aguante y valor para mantenerse, como decía el Premio Nobel de literatura Romain Rolland, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, au dessus de la mêlée, es decir, ‘por encima de las pugnas o de la refriega».
En todo caso, tal y como dijo Michel de Montaigne, nadie podrá acusarnos de actuar poco en un momento en el que todos actuaban demasiado.
Quizás nos equivocábamos cuando decíamos aquello de que los políticos no nos representan, porque la verdad es que nos sobrerrepresentan, obligándonos a decir lo que no queremos decir y permitiéndose hacer lo que no les hemos dado el permiso de hacer.
¿Quiere decir eso que no votaré? A lo mejor. ¿Quiere decir que votaré? A lo mejor. ¿Quiere decir que votaré a este o al otro bloque? Preferiría no hacerlo.
Por mi parte, trataré de seguir a Erasmo, quien frente a los hombres y a las mujeres del “procés” y del “antiprocés”, hubiese preferido ser un “homo pro se”1.