Esta es la segunda y última entrega de la entrevista con la escritora Marta Sanz (Madrid, 1967) a propósito de su más reciente novela Clavícula (Anagrama, 2017). En esta ocasión, la autora madrileña nos habla con profundidad del concepto de dolor, como hilo conductor de su obra, del miedo y de la literatura escrita por mujeres. Además, reflexiona sobre la hegemonía del universo anglosajón como forma de colonización cultural actualmente.
El motivo principal de la escritura de Clavícula es el dolor. Un dolor tanto físico como psicológico. ¿Cuando uno siente dolor se percata más fácilmente del dolor ajeno?
Uno de los temas fundamentales de Clavícula que, de algún modo, ya andaba sacando la cabeza en Farándula (Anagrama, 2015) es el de la legitimidad de la expresión del dolor. Quién está legitimado para quejarse y si quejarse, en un contexto razonablemente cómodo, es un acto de egoísmo y de desprecio hacia los que realmente sufren.
Ahí identificamos un problema moral y un problema político, que en esos dos libros deja de tener forma de pregunta para convertirse en una respuesta: decirte que no te quejes porque otros están peor que tú, en mi opinión, constituye una estrategia de desactivación política. Es como ponerle palos en la rueda a la conciencia crítica para hacerte sentir un miserable.
Además, habría que decidir dónde se coloca el límite de ese dolor que legitima la queja: ¿se puede quejar un parado español cuando una niña filipina pide limosna en las calles de Manila? Yo creo que todo el mundo tiene derecho a quejarse porque vivimos en un universo violento: la naturaleza es violenta y las estructuras sociales y económicas que hemos creado para vivir en comunidad son violentas. De modo que la queja no sería un acto de egoísmo, sino un acto de valentía y solidaridad en un mundo de emoticonos sonrientes y gente vestida de rosa.
El poema de la niña de Manila se incluye en Clavícula precisamente para expresar la mala conciencia de los que nos quejamos en condiciones de privilegio. También para recordar que, a menudo, a lo largo de la Historia las personas que han disfrutado de ciertas comodidades han asumido la responsabilidad de quejarse solidariamente, en nombre de los que no tienen voz. De los invisibles y de los agotados de vivir. Ahí se plantea otro problema moral y político que se relaciona con la usurpación de la voz y que tiene una metáfora perfecta en la literatura.
De modo que no creo que podamos hacer simplificaciones sobre este tema: en la medida en la que percibo el dolor ajeno, a mí ya me está doliendo algo. Se me revuelven las tripas. No sé hasta qué punto podemos deslindar lo físico de los psicológico ni ambas dimensiones de lo social: el alma, el cuerpo y las relaciones de poder (laborales, afectivas…) inciden en la salud física y mental, como las dos caras de una misma moneda, y están condicionadas por las variables de clase y de género.
La famosa frase de Guillermo Rendueles de que “Usted no necesita un psicólogo, lo que necesita es un comité de empresa”. Eso sucede cada vez más en un contexto donde ya no solo tenemos seguro el destino fatal de la muerte, sino que también tenemos muchas papeletas para vivir una vejez precaria…
Desde un punto de vista completamente distinto, no son pocas las veces en que el dolor nos transforma en personas ensoberbecidas por nuestro propio dolor con una percepción de los demás como seres inferiores: ese era el punto al que no querían llegar bajo ningún concepto los integrantes de la Asociación de Víctimas del Síndrome Tóxico de Vallecas Villa con quienes me reuní antes del verano. Su lucidez me resultó impactante. Me dio vértigo.
“Escribo de lo que me duele” es una frase que repites a menudo. ¿Crees que solo se puede hablar del dolor desde el dolor? ¿La escritura es un ejercicio de exorcismo?
Clavícula nace de la necesidad de curarme. Me duele algo y pienso con ingenuidad que tal vez si practico la escritura como ejercicio de estructuración, como estrategia para vertebrar el caos, puedo entender mejor lo que me pasa y paliar mi dolor. El desencadenante del texto es la confianza en que la escritura puede tener una función vertebradora que a veces es terapéutica y a veces puede ser también destructiva.
Sin embargo, a medida que voy escribiendo el libro, me doy cuenta de que sus páginas no hablan solo de mí, sino también de muchos de nosotros. De una comunidad de personas. Habla de los lectores. Cuando me doy cuenta de que con ese texto no solo estoy desarrollando una actividad intelectiva personal, no solo estoy enriqueciendo mi conocimiento, sino que a la vez representa un acto de comunicación con el otro, es cuando el lenguaje empieza a funcionar no solo como instrumento de indagación, sino como invención, como combinatoria de palabras, para salir de mí y llegar al otro.
La invención literaria de Clavícula no utiliza gnomos, hadas ni psicópatas, sino las posibilidades imaginativas del lenguaje para dibujar las deficiencias de mi cuerpo. Y dentro de mi cuerpo, mi mente. Consiste en las maneras de contarme, en este caso, con comicidad. Tener conciencia del otro es, para mí, ser exigente conmigo misma.
Y, sí, la escritura es un acto de egoísmo, de terapia y exorcismo, y a la vez el mayor acto de generosidad y conciencia fraterna. Compartir el dolor para visibilizar el dolor y acaso, desde la descripción de los síntomas, poder paliar las causas. Transformar la comunidad a partir de la palabra escrita.
Ojalá. Bajo la vanidad y la soberbia con que convencional e interesadamente se leen las autobiografías, hay mucho de sentirse átomo de una comunidad y a la vez notar que toda esa comunidad se lleva dentro. Clavícula es una historia de amor. La masturbación no es incompatible con el amor.
Te sientes próxima a La trabajadora de Elvira Navarro, que pone énfasis en el miedo, un ente omnipresente en tu libro. De hecho, Navarro comentó que el miedo era un motor de su escritura. ¿Compartes esta opinión?
Sí, escribo con miedo porque no me gusta que me hagan daño y, sin embargo, soy muy consciente de que escribo desde una paradoja dolorosa: escribo para no gustar a todo el mundo con el secreto e ingenuo deseo de gustarle a todo el mundo.
Creo que se pueden escribir textos valientes siendo una persona razonablemente cobarde y textos cobardes siendo una persona valiente. Y eso no desdice mi hipótesis de que todo nace de la autobiografía, porque la autobiografía también incluye la contradicción, los proyectos fracasados, los intereses espurios y la necesidad de engañarse a uno mismo. De hecho, la vida y la manera de escribir la vida son exactamente eso muy a menudo.
Lo cierto es que yo, desde pequeña, cuando veía a un niño subido en el filo de una tapia bajita jugando a hacer equilibrismos decía: “Ese niño se va a caer”. Y el niño se caía. Bueno, pues ahora yo soy el niño que hace equilibrismos, pero no sin pensar o irresponsablemente, sino con la conciencia de que, seguro, me voy a caer.
Por otro lado, me parece que vivimos en una sociedad que rentabiliza nuestro miedo y procuro rebelarme. Supongo que la primera manera de luchar contra tu miedo es saber que está ahí, debajo de la cama, que existe. Que no te va a paralizar, pero tampoco te va mover a actuar atolondradamente o sin tomar ciertas precauciones.
“Estas páginas […] son una indagación” sobre la vida de una mujer que es, además, escritora, por lo que subyacen otros temas: la precariedad, el amor, la menopausia… ¿La escritura te ha aportado algunas respuestas?
Me ha servido de mucho. De muchísimo. A título individual, la clavícula aún me duele porque no han cambiado en absoluto mis condiciones de vida –el paro de mi marido, mi tendencia a la autoexplotación y el perfeccionismo, el complejo de Wendy, el miedo, la menopausia, la vulnerabilidad de mis padres, la precariedad laboral o mi perturbado sentido del humor negro…– .
Sin embargo, esta clavícula me ha servido para reforzar todas mis historias de amor y establecer vínculos con personas y colectivos que no conocía: el libro ha interesado a médicos y pacientes, a psicoanalistas, a personas con dolores crónicos…
He vivido experiencias estupendas: un grupo de psiquiatras de Murcia, encabezados por Félix Crespo, llevó a cabo un crowdfunding para invitarme a charlar con la escritora y psicoanalista, Lola López Mondéjar, en un hospital público. Fue impresionante. Y maravilloso. Y reforzó mi optimismo respecto a las posibilidades comunicativas y sociales de los textos literarios.
También tengo excelentes diagnósticos que me reservo con la convicción cómica de que nunca nadie, jamás, sabrá tanto de mí como yo misma. Así que seguimos indagando sobre la carne, el desnudo, el espejo, los cordones umbilicales y los hilos que forman redes que nos atan o nos unen a los otros.
Creo que la escritura a veces sirve para poner orden en el caos y a veces sirve para romper un orden injusto, violento y represor. No son movimientos incompatibles.
Béatrice Didier habla de la escritura femenina (“l’écriture-femme”) como nueva y revolucionaria, porque cada vez se centra más en la escritura del cuerpo escrito por las mujeres mismas. ¿Percibes este impulso entre las mujeres escritoras? ¿Cómo relacionas tu escritura con el cuerpo?
Sí, he percibido en los últimos años una tendencia entre las mujeres que escriben rebelándose frente a la asunción de que lo normal es lo masculino. La normalidad y la universalidad se van configurando a partir de la suma de discursos de poder que se naturalizan y dejan de parecer ítems ideológicos: así, lo universal y lo normal son lo masculino, lo blanco, lo sano, lo anglosajón, etc…
El universo anglosajón –y ahora específicamente el universo de Silicon Valley, equivalente al “que manda” en el relato de Humpty Dumpty– ha colonizado nuestra sentimentalidad, nuestro lenguaje y nuestra forma de vida.
En este sentido, cada vez más mujeres escritoras asumen que no pueden renunciar al canon que las ha conformado –un canon eminentemente masculino–, pero a la vez reivindican a las invisibles, a las mujeres que han sido víctimas de civilizaciones y culturas, donde nuestra diferencia siempre supuso una desventaja.
Hay un intento de corregir la historia generando nuevas polifonías. En la generación de esa polifonía, el imaginario sobre el cuerpo de las mujeres es fundamental.
En mi caso, siempre he utilizado la metáfora de que el cuerpo es un texto y el texto es un cuerpo. De esa percepción nacen Clavícula y La lección de anatomía (2008), pero también un poemario como Vintage (2013) muy centrado en la fragilidad, el envejecimiento y las enfermedades como letras, máculas sobre el papel en blanco, que constituyen la memoria irrenunciable de la vida que se queda impresa en el cuerpo.
Por otro lado, en mis libros me he hecho muchas preguntas en torno al desnudo femenino. Lo hice en Susana y los viejos (2006) y en Daniela Astor y la caja negra (2013), a través de una reflexión sobre cómo el dominio del propio cuerpo tachado de las mujeres, al exhibirse como trofeo desnudo, constituye un argumento de liberación. Pero un argumento de liberación que a veces es hipócrita: en la época del destape del cine español fue fundamental que los cuerpos desnudos pudiesen contemplarse libremente, pero también es cierto que los cuerpos de las mujeres seguían siendo desnudados por la mirada de los hombres.
A menudo nuestra mirada y nuestros deseos –respecto a lo que nuestro cuerpo debería ser tanto ética como estéticamente– se confunde con la del tradicional deseo masculino. Pierre Bourdieu hablaba de la adaptación inconsciente a una expectativa masculina. Nuestra liberación pasa más por saber de dónde provienen nuestros deseos, que con el hecho de cumplirlos.
Cuando hablo de hipocresía, me refiero a que desde la época de la Transición la liberación de las mujeres comienza con una exhibición fetichista del cuerpo y deviene en una acepción neoliberal de la sexualidad femenina entendida como pretexto de consumo.
El espejismo de libertades se esfuma cuando asistes a aterradoras violencias quirúrgicas, a pubis infantilizados o virtualizados en salas de operaciones y, al hecho cierto de la violencia contra las mujeres que aún siguen luchando, entre otras cosas, por su derecho al aborto. Y por su igualdad salarial.
Por otra parte, si hablamos de la salud de las mujeres, nos encontramos con que la medicina también es un discurso heteropatriarcal donde algunas enfermedades femeninas forman parte del territorio de lo mágico, las supersticiones, y se meten en el cajón de sastre de la histeria o la ansiedad: eso sucede con la endometriosis, con algunos síntomas de la menopausia, con la fibromialgia y, en general, con una visión estereotipada del dolor femenino: o somos unas blandas que no aguantamos nada y enseguida hay que pasarnos el frasco de las sales y nos quejamos de vicio; o somos unas mulas sacrificadas que aguantamos con todo.
Si extrapolamos esa acepción (asumida, naturalizada) al mundo del trabajo, las consecuencias son estremecedoras. Además, las mujeres, en épocas de crisis, son las primeras que están en riesgo de pobreza y exclusión, y ese riesgo, ese miedo, esa inseguridad no se puede desvincular de nuestros problemas de salud.