Luis Hernández Camarero (Lima, 1941–Buenos Aires, 1977) es uno de los poetas peruanos más entrañables y leídos de Latinoamérica en las últimas décadas, a pesar de que las vicisitudes en la edición de su obra limitaron durante muchos años una perspectiva de conjunto de su poesía. En 2017, cuando se cumplen cuarenta años de su fallecimiento, LH vuelve de la mano de nuestro colaborador Ricardo Mendoza, si puede decirse que alguna vez se fue.
Como el sol /Como la calle /Como los parques /
Como los parques soleados /Tan silencioso soy /
Solo en la mar /de Agua Dulce /prestas a nadie /
el único relato
En un pasaje de su obra Espectros de Marx (1993), el filósofo Jacques Derrida se interroga si cabe hablar de «más de un Marx» y hasta qué punto, hoy en día, el espectro o fantasma (Gespenst) del marxismo –y del propio Marx– nos sigue acechando. Dejo aquí de lado los análisis derrideanos para recoger, en ese mismo espíritu (esprit o Geist, que no son sino otras formas del Gespenst), la pregunta, pero acaso dirigiéndola a la poesía de Luis Hernández. ¿Hay, pues, más de un LH? ¿Cómo –y por qué– su poesía nos acecha?
Hablemos primero de espectros y fantasmas.
Se trata de corporalidades sin carne, es decir, manifestaciones actuales, temporalmente presentes, extensas, pero que carecen de presencia efectiva. El temor o la «inquietante extrañeza» (Unheimlichkeit) que despiertan los fantasmas radica en que escapan a las reglas físicas, sensibles, del mundo de los vivos, porque son cuerpos que comparecen ante nosotros sin que estén efectivamente presentes. Los percibimos, aun cuando sus cualidades no se localicen en un cuerpo físico ajeno (es decir, diferente al nuestro), en una «cosa».
Así pues, los espectros manifiestan una «presencia ausente». Pero una presencia ausente es también, por definición, una forma de recuerdo. Los muertos regresan como espectros, vuelven a ocupar su lugar o se resisten a abandonarlo. Narrar(se), narrar a los vivos su experiencia, es re-cordar: traer(se) a la vida. En su acto de comparecencia, el espectro mismo performa una resistencia frente al olvido.
Hernández –o sus múltiples representaciones (el poeta, la leyenda del poeta, su obra, sus semblanzas, sus manuscritos, etc.)– vuelve siempre, porque nunca se marchó. Pervive. Sus versos perduran y siguen resonando, porque su propia poética, desde un punto de vista estético, excede a la mera descripción taxonómica, a la categorización, a las etiquetas.
Una poesía acéntrica.
Hernández ya era en vida un poeta de culto. Su vida, y las facetas de su vida (médico de barrio, poeta, melómano), sumado a su trágica desaparición, aún hoy irresuelta, contribuyeron a acrecentar una leyenda, cuyo halo ya portaba en vida.
Su pervivencia en el imaginario literario peruano se revela en los continuos homenajes, conmemoraciones y semblanzas que van más allá de las páginas de prensa y que confieren a su obra una permanente actualidad y frescura. Sin embargo, a pesar de su atractivo, siguen escaseando los estudios sobre su poesía.
Uno de los grandes problemas con los que se ha topado la crítica es la dispersión de su obra: Hernández apenas publicó en vida tres poemarios: Orilla (1961), Charlie Melnick (1962) y Las constelaciones (1965), pero nunca dejó de escribir, pues continuó haciéndolo en cuadernos ológrafos, que repartía a amigos y conocidos –y que fue escribiendo hasta su muerte en 1977– y cuyas páginas decoraba con dibujos y trazos coloridos de una belleza cuando menos llamativa.
Como parte de su frustrada tesis doctoral, Nicolás Yerovi, un amigo personal del poeta, se planteó preparar una edición reunida de su poesía que Hernández, lamentablemente, no alcanzó a ver impresa, pues falleció unos meses antes de su publicación. Sin embargo, sí llegó a colaborar con Yerovi, y además de ordenar sus poemas, le dio un significativo título a su antología: Vox Horrísona. La primera edición (1978) reunió, además de los tres poemarios publicados en los sesenta, veinte títulos inéditos.
A cada uno de estos títulos (entre los que cabría mencionar, entre otros, “El sol lila”, “El curvado universo”, “Una impecable soledad”, “El estanque moteado”, “La novela de la isla” o “El jardín de los cherris”) se les suele denominar Cuaderno, aun cuando físicamente los poemas que los componen se hallen repartidos en las páginas de diferentes cuadernos ológrafos. De este modo, un Cuaderno tendría simbólicamente el estatus de un poemario, a pesar de que carezca de una unidad cerrada de significación, pues los poemas que los componen presentan una vaga afinidad temática que vuelve distinguibles unos títulos de otros.
Sin embargo, la dispersión a la que hago referencia no es tanto con relación al total de manuscritos, sino precisamente a la deliberada a-sistematicidad de su producción poética, alejada del mundo editorial, renuente a la crítica literaria hegemónica de la época, invisible a los focos mediáticos y los premios.
La obra de Hernández es «acéntrica» porque se compone de un conglomerado de poemas sin ninguna (aparente) organización formal, repartidos en más de cincuenta cuadernos ológrafos escritos a lo largo de una década. De allí que su poesía sea una suerte de «caos ordenado».
Próximos al collage y al pastiche, sus poemas muestran una intrincada fisionomía: algunos versos muchas veces están extraídos de otros poemas suyos y repetidos en otros cuadernos. Un mismo verso puede entonces reaparecer en otros poemas, algunas veces literalmente igual, en otras, con ligeras modificaciones sintácticas.
Y no he vuelto/ A ver de ti/ Lo que dicen/ Que se olvida:/ Tu rostro/ Que yo digo/ Tal vez/ Tu amado rostro/ Que quizás quisieran./ Cómo son las palabras:/ Prisioneros: tu rostro/ Que yo digo/ Tal vez/ Y es la única/ Manera de vivir,/ Pues la única/ Forma de existir, tal vez,/ Es otros sueños:/ No los nuestros./ Por eso es inútil/ Este verso./ Prefiero/ tu/ presencia. («Chanson d’amour»)
Asimismo, sus poemas se configuran a partir del intercalado de versos de canciones, poemas románticos, traducciones libres (incluso a veces sin traducir, directamente en otras lenguas) o hasta spots publicitarios y juegos de palabras coloquiales. Ello sin mencionar la proliferación de dibujos que se intercalan en las páginas de los cuadernos y los distintos tipos de caligrafía y color que empleó el poeta.
En ese sentido, y a la luz de la evidencia textual, es posible sostener que, para Hernández, el poema es una entidad escritural cuyo sentido se halla en permanente tránsito, no-fijado y, por tanto, la poesía no puede presentar nunca ni un cierre metafísico (identidad plena) ni un significado único, inscrito en la frontera (frontera lingüística, pero también artística, intercalando géneros, versos propios con ajenos, fragmentos de poemas y canciones de música popular).
Sus cuadernos ológrafos son la muestra palpable de una disconformidad con la institución cultural hegemónica (el mundo editorial y la crítica literaria, por ejemplo, pues rehuyó la publicación de su obra bajo los estándares tradicionales), reemplazando la forma cerrada del poemario por una escritura inacabada, abierta a incorporar nuevos poemas.
Una obra sin «centro» formal, entretejida por la discontinuidad, de modo tal que en cada aproximación conforma un sentido, parcial e inscrito en la facticidad, y por ello sospechoso siempre de una clausura definitiva.
Decía que había una aparente falta de organización textual. Considero que, efectivamente, no hay un «centro» que articule alrededor de sí el sentido, sino, antes bien, un motivo (también en su acepción musical) que desplaza la atención desde lo expresado hacia la expresión misma, hacia el acto expresivo o poético en cuanto tal.
Se trata de atender primero a la poesía (el acto creador) antes que al poema (lo creado). Con ello, la escritura, entendida en sentido amplio como estructura de significación, es llevada hasta sus límites.
La palabra no es el único mecanismo para constituir un sentido, pues Hernández emplea una multiplicidad de registros léxicos, gráficos y pictóricos, de modo que el «caos ordenado» deviene significativo. En Hernández, la poesía no tiene origen: no hay principio, ni fuente primera. Sea esta entendida ya como fuente textual, ya como idea o concepto. De allí que la dificultad para estudiar la poesía de Hernández resida en la imposibilidad de concebirla a partir de los métodos formales de la crítica.
Mi país no es Grecia/ Y yo (23) no sé si deba admirar/ Un pasado glorioso/ Que tampoco es pasado/ Mi país es pequeño y no se extiende/ Más allá del andar de un cartero en cuatro días/ Y a buen tren.
Si no hay, por otro lado, posibilidad de trazar una cronología por etapas, debido a la simultaneidad y yuxtaposición de la composición de distintos cuadernos, ¿cómo reconocer entonces una «evolución» estilística? Sus cuadernos se convierten al mismo tiempo en manuscritos originales y ediciones príncipe.
Considero que la obra de Luis Hernández, por su profundo conocimiento de la poesía romántica, pero también por su formación filosófica y estética (la primera no siempre explícita), expresa el permanente y consciente asedio a una representación de la plenitud, de la Belleza o la unidad del Absoluto, siempre fracasada de antemano.
De allí el título de su obra reunida: Vox Horrísona. No es posible representar la armonía plena: para Hernández el único modo de hacerlo consiste en la representación de la tarea de representar lo irrepresentable, pero radicalizando el ejercicio hasta hacer detonar la forma del poema y la propia concepción de lo poético.
Para ello, cualquier exégesis que se aventure sobre su poesía no debe reducirse únicamente a una lectura atenta de su obra, ni quedarse en la superficial obviedad de su carácter intertextual, sino también debe establecer las conexiones (a veces explícitas, la mayoría de las veces implícitas) temáticas y de fondo con otros referentes culturales.
Uno de ellos, sin lugar a dudas, es Mallarmé (1842-1898), además de los poetas románticos ingleses y alemanes, pero (y esto es fundamental) también de una serie de filósofos que van desde los presocráticos hasta Spinoza y Heidegger, pasando por Kierkegaard. El existencialismo y la hermenéutica heideggeriana son, a mi juicio, los referentes filosóficos que calan con mayor hondura en su obra y constituyen la base sobre la cual Hernández erige su propuesta poética.
Hacer visibles estos puntos donde poesía y pensamiento se entrecruzan es a día de hoy una tarea todavía pendiente.
Con Hernández, uno experimenta una inmediata simpatía al leer sus versos. Hay lucidez, y mucha, mucha luz. La aparente simplicidad de sus poemas, la recurrencia de ciertas imágenes, el humor que rezuma su poesía, construyen un artefacto incontestable que difícilmente no puede no encandilar hasta al lector más desprevenido.
Y si a ello le sumamos a sus cuadernos una dimensión imprevista, la de la precariedad del soporte material, con sus versos manuscritos con rotuladores de colores y sus dibujos, entonces percibimos una profundidad artística pocas veces alcanzada en la literatura en lengua castellana actual.
La vida, y la vida en poesía, la nuestra, pero también la suya, la de LH, se transforma cada vez que hacemos experiencia de ella (y en ella), y es ese amor que resuena en nuestros corazones lo que se resiste al olvido, lo que se recuerda.
Como reza uno de sus versos: «Solo la emoción perdura».