Anoche, después de la cena, mi hijo me preguntó qué es lo que estaba pasando. Traté de ganar tiempo con la vieja estrategia del “¿a-qué-te-refieres-exactamente?”, aunque yo sabía muy bien que me estaba pidiendo explicaciones acerca de la tensión que se respira estos días, que parecen años, en una Barcelona a la que apenas le quedan fuerzas para resistirse frente a los dos proxenetas nacionales que se la disputan en esta esquina del mundo.
Como yo quiero hablar de todo, menos de eso, porque, para mí, eso es como el tiempo para San Agustín (354-430 d.C.), que sé lo que es, si nadie me lo pregunta, pero lo ignoro, si trato de explicármelo, estuve tentado de decirle: “¿Seguro que no quieres hablar de la abeja y de la flor?”. Pero antes de que pudiese cambiar de tema, mi hijo me escrutó con sus grandes ojos inocentes, y me preguntó:
¿Nosotros qué somos, papá?
En un instante pasaron por mi mente estos últimos ocho años, en los que no he dejado de repetirme aquello de “habla con tus hijos de la moda antes de que la moda hable con ellos”. Y lamenté no haber hallado el momento de hablar con ellos sobre el último grito de las modas, que es la moda de gritar la identidad.
Pero, ¿cuándo hacerlo, si ellos son lo que son de una forma tan natural y espontánea? Sacarles el tema sería como sacarles del agua, que es el único modo en que los peces ven por primera y última vez el mar, que nunca fueron capaces de imaginar.
Lo cierto es que hasta hace muy poco creí que podría proteger a mis hijos de la propaganda de los nacionalismos español y catalán no haciendo ninguna mención a la cuestión en cuestión. Propongo llamar a dicha actitud “anabaptismo identitario”, una especie de secularización del anabaptismo religioso del siglo XVI, el cual consideraba inválido el bautismo infantil, por estimar que los niños no son susceptibles de tener fe y, más importante todavía, por considerar que estos ya son salvos, es decir, están libres de pecado.
En lo que respecta a la «fe teológico-nacional», no hace falta leer al psicólogo y biólogo Jean Piaget (1896-1980) para saber que un niño de menos de doce años no puede comprender cabalmente un concepto tan abstracto, por no decir tan ficticio, como el de “nación”.
Ni hace falta leer a G. K. Chesterton (1874-1936) para saber que la alegría de los niños se basa, precisamente, en que aún no han sido “bautizados identitariamente», y sus juegos y amistades son ajenos a las nociones del nacionalismo, a las razones del racismo, a las clasificaciones del clasismo o a las generalizaciones del generismo.
Cuando opté por educar a mis hijos en esta suerte de “anabaptismo identitario”, confiaba en que, como la cándida paloma de Kant, volarían mejor en el vacío. Pero desde que mi hijo me preguntó qué somos, y yo no pude ofrecerle más que unas pocas vaguedades, me planteo si mi silencio no va a ser aprovechado por alguno de esos dos nacionalismos que se disputan a nuestros hijos, como las madres que recurrieron a Salomón, con la pequeña diferencia de que, en este caso, las dos mienten, y no porque el niño sea nuestro, sino porque se pertenece a sí mismo.
Más tarde, ya en la cama, con los niños por fin dormidos, era yo el que no lograba dormirme. Pensaba en una amiga, de un país que ahora no viene al caso, quien me contó que, después de haber educado a su hijo en el culto de los derechos humanos, y todos sus corolarios, tantas veces contrarios a los intereses de su propia nación, se encontró con que a su Estado le habían bastado unos cuantos meses de servicio militar para borrar todo lo que ella le había enseñado en dieciocho años de cariño y ejemplo. Y, aunque tengo tendencia a creer que esas cosas solo le suceden a los demás, no podía dejar de pensar en la posibilidad de que alguno de los nacionalismos con los que me ha tocado conmalvivir logre un día arrebatarme a mis hijos.
Entonces me levanté, me fui a mi estudio, aparté todos los libros de la mesa y me puse a pensar cómo demonios podía hablarle a un niño acerca de la identidad.
Dibujé en un folio un diagrama de Venn en el que se entremezclaban didácticamente nuestros múltiples orígenes culturales. Cuando me detuve a mirar aquella especie de caos olímpico, constaté, con desaliento, que no incluía siquiera otras variables, como las de la raza, la clase o el género, por no hablar de aquellos otros elementos más concretos todavía, como son nuestros respectivos estudios, oficios, gustos, proyectos, valores o historias personales.
Suspiré desanimado al ver que nunca una comedia humana que trate de ser fiel a la complejidad de lo que somos le podrá ganar la partida a una epopeya identitaria que lo reduzca todo a una lucha de ángeles y demonios.
El dilema era callar, y dejar que otros ocupasen el escenario, o hablar demasiado, y provocar que se vaciase el auditorio. En ambos casos, mis hijos no me escucharían, y acabarían por pedirle explicaciones al maestro armero. Nunca mejor dicho.
Entonces comprendí que había cometido un error al entender el anabaptismo religioso como un silencio acerca de la fe, cuando lo que postulaba esa doctrina protestante era una educación firme y sólida. No tanto en los dogmas del cristianismo, sino más bien en el dogma anabaptista, el cual considera que la fe es una cuestión íntima y sentimental, que debe ser atemperada por la razón.
Del mismo modo, mi «anabaptismo identitario» no debía ser un silencio débil y apocado acerca de nuestra indefinición nacional, sino una afirmación fuerte y osada acerca de nuestro derecho a que ninguna fuerza exterior a nosotros mismos nos imponga una identidad, la cual debemos elegir de forma íntima, libre, tolerante y razonada.
A la luz de esta pequeña revelación, mi identidad, que en el fuego Cruzado en el que me hallaba, me parecía débil y ambigua, se me apareció como una identidad clara y poderosa.
De repente comprendí que el verdadero conflicto no es el que se da entre dos bandos nacionales, que, a los ojos de un daltónico, o de un despistado, son perfectamente intercambiables, sino entre el bando del fanatismo, con sus incontables tentáculos idénticos, y el de la Ilustración, con sus innumerables radículas y brotes desemejantes.
Y entendí que mis hijos no pueden ser una hoja en blanco, esperando a que otro más decidido, y menos escrupuloso, la emborronase, sino que debo enseñarles día a día unas convicciones sólidas y simbólicamente estructuradas alrededor de una comunidad de referencia.
Porque no soy una persona desorientada o extravagante que rebusca en el supermercado de las identidades a medida, sino que pertenezco a una república milenaria que a lo largo de los siglos ha defendido su fe en la libertad y la razón: una república humanista, ilustrada, o como se la quiera llamar, que han intentado borrar de nuestra memoria.
A esta República Independiente, con mayúsculas, porque siempre se ha enfrentado al poder, no le falta de nada. Ha tenido sus héroes, como Sócrates, Bruno, Sor Juana Inés, Wilde, Zweig o Jaurès. Sus próceres, como Erasmo, Montaigne, Diderot, Woolf, Arendt o Camus. Sus constituciones, como los Ensayos, el Quijote, Los miserables o La peste. Sus himnos como el “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman, el “Do not go gentle into that good night”, de Dylan Thomas, o el “Càntic espiritual” de Joan Maragall. Sus panteones, como las bibliotecas públicas, los cafés, las tertulias, la naturaleza, o cualquier lugar en el que se halle una sola persona que intente pensar libre y generosamente. E, incluso, sus quintacolumnistas, como el dogmatismo, el miedo o la tristeza. Y sus invasores, como los inquisidores religiosos, raciales, nacionales, sexuales o políticos.
Entendí que era mi deber que mis hijos me oyesen hablar con veneración de esos hombres y mujeres, que me viesen visitar con frecuencia esos tiempos y lugares, y me notasen unido a todas aquellas personas con los que comparto estos valores.
Y que para que todo eso sucediese, yo debía volver a creer y vivir plenamente en las convicciones del humanismo y la ilustración, esto es, que una vida sin examen no merece la pena de ser vivida; que siempre deben tratarse a los demás como fines y no como medios; que el hombre es hijo de sus propias obras; que es posible reformarnos mediante la razón y el esfuerzo; que no hay nadie irreformable; y que nuestro sentido de identidad, en fin, debe basarse en señas de identidad sustantivas, como las que acabo de enunciar, y no en razones adjetivas, como las que llevan a enfrentarse a los fanáticos de turno.
Y me dormí pensando que, si vuelvo a creer en todo esto, mi hijo no necesitará volver a preguntarme qué somos.