Decía Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) que la medicina era el arte de acompañar al enfermo hasta la muerte, consolándolo con palabras griegas.
Yo no me he inventado un término griego, pero sí que he acuñado un concepto que podría acompañarnos durante este último episodio de fiebre identitaria que estamos sufriendo en Cataluña, en particular, y en España y Europa, en general: el síndrome de Sarajevo.
Pues bien, según “el síndrome de Sarajevo”, cuando una sociedad celebra por todo lo alto la multiculturalidad es altamente probable que dos décadas más tarde se produzca en su seno una confrontación étnica o nacionalista.
Existen numerosos ejemplos del “síndrome de Sarajevo”. Piénsese, por ejemplo, en La Exposición Universal de París, de 1889, en cuyos apabullantes pabellones, los diferentes países europeos celebraron que el mundo se les había vuelto pequeño, y que culminó en esa orgía de patriotismo que fue la Gran Guerra de 1914.
Piénsese también en los Happy twenties, y en la Viena de Freud y de Wittgenstein, que culminaron en el inicio de la Segunda Guerra Mundial, en 1939. Piénsese, en fin, en los XIV Juegos Olímpicos de Invierno de Sarajevo, que tuvieron lugar en 1984, y acabaron precipitándose en las guerras de los Balcanes, de 1991 a 2001.
Y, ahora, traten de no pensar en la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona de 1992 (el Fórum de las Culturas también en Barcelona, en 2004, ya nadie se lo creyó), dos eventos de los que justo se acaban de cumplir veinticinco años de su celebración…
Ciertamente, por aquel entonces, las cosas eran de otra manera. Los chicos no querían volver del Erasmus, las parejas mixtas inundaban las calles, se adoptaban millares de niños chinos y rusos, y el más provinciano decía tener más nacionalidades que Ramón Mercader1.
Como la posmodernidad había declarado la abolición de los metarrelatos y la objetividad, todo era relativo, y las identidades eran constructos culturales múltiples, móviles, ambiguos y fluctuantes. Parecía que pronto no habría géneros, ni razas, ni naciones, ni clases, y todo era una fiesta de la multiculturalidad, la libertad y la indeterminación.
¿Por qué apenas veinte años más tarde la ambigüedad cotiza a la baja, y cada vez se oyen más voces que piden emplumar al indeciso, al dudoso o al equidistante? ¿Por qué los mismos que exaltaban la mezcla y la indefinición gritan ahora aquello de “porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Apocalipsis 3, 16)?
Pero no nos asustemos, que no es el fin. Si atendemos al “síndrome de Sarajevo”, veremos que el mundo no expira, sino que espira, porque la historia respira entre aquellas épocas en las que domina la libertad, pero falta el sentido, y aquellas otras en las que domina el sentido, pero falta la libertad.
Como si fuesen dos vasos comunicantes, en las épocas de mayor libertad se produce una cierta desorientación, que las clases poderosas buscan magnificar para que las ovejas regresen al redil. Mientras que en las épocas de mayor sentido los niveles de libertad bajan drásticamente hasta el punto de que el individuo es devorado por sus circunstancias. De este modo, la historia pendula entre la claustrofobia del sentido y la agorafobia de la libertad.
Así, mientras en la Edad Media, los individuos apenas tenían libertad, pero sabían perfectamente quiénes eran y qué lugar ocupaban en el cosmos, durante el Renacimiento, la movilidad social, económica, religiosa o geográfica supuso al mismo tiempo un aumento de la libertad y un desdibujamiento del sentido y la identidad.
Paradójicamente, esta tensión trágica fue captada por el líder de un movimiento que solemos asociar al Renacimiento, pero que también fue, a su manera, “contrarreformista”. Me refiero a Lutero, líder de la reforma protestante, quien, en un ataque de humanismo, le disparó a Erasmo: “Lo que le das a los hombres, se lo quitas a Dios”.
Con todo, los humanistas siempre consideraron que salían ganando con el cambio. Ya en el siglo XV, Pico della Mirandola celebró la incipiente libertad del hombre moderno con un hermoso mito que deberíamos contarle cada noche a nuestros hijos. Tras crear el mundo, el demiurgo decidió otorgar un atributo a cada animal. Hizo valiente al león, cobarde a la oveja y astuto al zorro (creo que el cuento no decía nada del oso hormiguero). Pero al tocarle el turno al ser humano, se encontró con que no le quedaba ningún atributo libre que asignarle. Entonces decidió dárselos todos, solo que en potencia, de modo que fuese cada individuo el que escogiese con sus propios actos aquello que quería llegar a ser.
Según Pico della Mirandola, quien mereció que Tomás Moro (1478-1535) escribiese su biografía y que llegó a ser conocido como “el Príncipe de la Concordia”, la dignidad del hombre reside, precisamente, en su indeterminación, ya que, a diferencia de los animales y de los dioses, a los cuales también supera, ningún ser humano está condenado a ser lo que es por nacimiento, sino que tiene la libertad de elegir su identidad.
Este derecho de indeterminación, que es también un deber de autoindeterminación, pues, a diferencia de Felipe II (1527-1598), sí que hemos venido a luchar contra las circunstancias, ha sido el pilar del credo humanista, cuyo primer verso podría ser la célebre frase de MIguel de Cervantes, según la cual “el hombre es hijo de sus propias obras”.
Pero este dogma de fe del humanismo no debe ser solo creído, sino también practicado, puesto que exige concretarse en políticas sociales y educativas que nos aligeren de los condicionamientos de la pobreza o la ignorancia, para que seamos realmente nosotros quienes nos podamos determinar.
Y ahí está el problema, porque, tal y como aprendimos leyendo a José Antonio Maravall, a finales del siglo XVI y principios del XVII, la monarquía, la nobleza y la iglesia se aliaron para atacar ese culto a la libertad y a la movilidad, el cual amenazaba el Antiguo Régimen.
De este modo, tras la descompresión renacentista de Erasmo y Montaigne, llegó la Contrarreforma (1545-1648), que fue como una madre furiosa que ordena la habitación de sus hijos tirando los juguetes a la basura. Sin olvidar el angustiado repliegue de Pascal (1623-1662), quien llegó a considerar que toda la desgracia del hombre provenía de salir de su habitación, léase “de sacar los pies del plato”.
Lo mismo sucedió cuando, tras el embate ilustrado, llegaron los lamentos de los románticos, que se pasaban el día balando deprimidos por el monte, provocando que el rebaño le cogiese terror a la libertad. Y algo muy parecido fue lo que sucedió tras el momentum libertario de los años sesenta del siglo XX, y esa filosofía glam que fue la posmodernidad (reconvertida luego en la lógica cultural del capitalismo tardío), que ahora lleva a muchos a gritar: “¡Veis que no era una buena idea el cuento de la libertad y la indefinición! ¡Tiremos al niño con el agua sucia del baño!” .
Así, desde el “all coherence gone”, de la Anatomía del mundo (1611) de John Donne, hasta los lamentos por la disolución de las pequeñas culturas nacionales en el guacamole multicultural, pasando por el “si dios ha muerto, todo vale” y las fantasías utópicas y apocalípticas de todo pelaje, la reacción –económica, social, nacional, genérica– ha logrado asustar al personal. Es el cuento de Pedro y el lobo. Solo que el lobo de la libertad nunca llega, mientras que el miedo que infunde su nombre le ha enseñado al rebaño a balar el “vivan las cadenas”.
Vivan las cadenas de las religiones oficiales, que nos dicen cuál es nuestro lugar exacto en el cosmos. Vivan las cadenas de las ideologías dogmáticas, que simplifican un mundo complejo, y nos ahorran la dura tarea de pensar y dialogar. Vivan las cadenas de las fronteras nacionales, que nos protegen de un mundo extraño y ajeno, en general, y de los inmigrantes, refugiados y regiones pobres, en particular.
Nos seguirá doliendo, sí, pero quizás nos consuele pensar que esta fiebre identitaria que nos aqueja no es más que uno de los síntomas del “síndrome de Sarajevo”, que no es mortal, sino periódico.
Que no nos suceda, entonces, como a los habitantes de “La biblioteca de Babel” (Borges, 1941), entre los cuales, “a la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva”.
Guardemos cama, pues, que pronto nos tocará volver a levantarnos, y habrá sobre nuestras mesas un montón de trabajo atrasado.