El siguiente texto es la primera parte de dos artículos acerca del procés català, redactados por el escritor y poeta Mario Campaña (Guayaquil, Ecuador, 1959), donde plantea una aproximación explicativa al fenómeno en consonancia con las premisas de su último libro Una sociedad de señores. Dominación moral y democracia (Jus, 2017). El autor sudamericano analiza los conceptos de Nación y democracia además del rol de las élites económicas en la alineación de la población en sus intereses a través de la política y la propaganda. Además, apela a la necesidad de viabilizar una cultura democrática que recupere los derechos perdidos de los ciudadanos de a pie, y en la que tengan cabida sus ideales y aspiraciones.
Como antes, también ahora la lucha por el acceso a las posiciones de poder material se expresa en la arena pública en forma de ideales, aunque estén ya desprovistos de fuerza prescriptiva y contenido real. Una de las características de esta época es la desaparición de los principios que vertebraban tanto la vida política como la anímica.
La sociología no cesa de repetir que hoy los verdaderos resortes de la acción son la rentabilidad y el lucro.
Desvanecidos los conceptos, convertidos en papelería sobre la que cabe inscribir los contenidos más arbitrarios, las piedras angulares del discurso político son el lema y el eslogan. Su práctica partidista regular es lo que corresponde llamar populismo, la forma más socorrida de hacer política en esta época, de derecha y de izquierda, en España y en el mundo.
En la barahúnda de conceptos que deben respirar dificultosamente los españoles de hoy, hay al menos dos que se usan como un mantra y juntos forman un nudo gordiano: Nación y democracia.
Los dos forman parte –junto con muchos otros como “ley”, “soberanía”, “consenso y unidad”– del estado de propaganda en que vivimos.
Nación y democracia son dos conceptos de improbable compatibilidad. El primero se funda en la noción de diferencia y, el segundo, en la de igualdad.
El primero se conjuga en un nosotros que toma distancia del otro, mientras el segundo no admite conjugaciones personales, sino solo modos en los que a un sujeto, a todo sujeto, sin hecho diferencial alguno, se le reconoce un mismo valor moral, los mismos derechos y obligaciones, sin distinciones.
La existencia de la Nación española está consagrada en las primeras líneas de la Constitución de 1978, y su nacionalismo, identificado popularmente como un legendario orgullo, es un lugar común internacional que se hizo famoso en las novelas, la crónica, el testimonio y hasta la filosofía política europea.
La élite española ha preferido imponer a los ciudadanos de todo el Estado –incluidos los catalanes, lógicamente– las más duras condiciones de existencia antes que ceder terreno en su hegemonía y en los vergonzosos privilegios que ostenta, los cuales pretende preservar con mano de hierro y la ayuda de la cultura carpetovetónica.
Por su parte la exitosa burguesía catalana se atrincheró desde el siglo XIX en el ideal de Nación y procedió como todas las élites: hizo una traducción moral de su riqueza y forjó el mito de la superioridad racial, cultural y moral catalana sobre el resto de España, que entonces pasó a ser el otro.
La idea de esa raza, etnia o simplemente Nación superior llega hasta hoy, defendida explícita o implícitamente, y es uno de los fundamentos del ideario político independentista. El historiador Francisco Martínez Hoyos ha hecho un sencillo resumen de esto en el artículo “El discurso de la hispanofobia: racismo y xenofobia en el nacionalismo catalán” (Aportes, 2014).
En Cataluña, la teoría y, sobre todo, la práctica del nacionalismo han impedido que se consolide la noción de ciudadanía y en su lugar se distinga al nacional catalán que ostenta un linaje puro, reconocido como superior en valor y en derechos y situado siempre en las antípodas del otro, que es generalmente un bárbaro, un andaluz, murciano o sudamericano, polaco, ucraniano o rumano, por ejemplo: “inferiores y peligrosos”, excepto si asumen como propia la cultura catalana, si se despojan de sí mismos y así dejan de ser otros para convertirse en una parte del ser nacional que lo “acoge”.
De allí la doctrina que se resume en el lema: “un solo pueblo”, made in Cataluña. Efectivamente, para la burguesía y pequeña burguesía independentista catalana, no hay sitio para otro pueblo que el catalán. A los españoles llegan a llamarlos colonizadores y hasta miembros de una fuerza de ocupación, mientras que los sudamericanos han sido oficiosamente identificados como “el mayor problema de Cataluña” y llamados “colonizadores involuntarios”.
Es un error creer que vivimos un enfrentamiento entre catalanes y españoles o castellanos. Los protagonistas de “la rebelión catalana” no son “los de abajo” ni el pueblo, entendido como el grupo que ocupa un lugar opuesto al que detenta el poder: son, mayoritariamente, las clases acomodadas y medias, los catalanes que forman parte de ese “un solo pueblo” ideado por la doctrina burguesa.
Los otros, que integran la mitad no independentista de la población de Catalunya, esperan sin mayores esperanzas. A esos trabajadores ‘de abajo’ ni el independentismo de derechas ni el que se autodenomina de izquierdas les hace promesa alguna.
Y tampoco es el pueblo español el que contesta con puño cerrado al independentismo. Es la soberbia de la oligarquía española la que se niega a reconocer que el formidable estatus alcanzado le da al competidor catalán el derecho a cogobernar.
Como en las guerras medievales, la oligarquía castellana y la burguesía supremacista catalana pretenden alinear a toda la población en sus luchas, azuzándola ya no solo a través de los voceros de sus partidos, cada día más incapaces de resolver conflictos que se presentan en una desnudez inédita, sino de sus propios ejecutivos, que más temprano que tarde tomarán las riendas de los problemas y los resolverán detrás de la cortina que por ahora los recubre.
Pero a “los de abajo”, es decir a la mayor parte de la población, tanto de Cataluña como del resto de España, solo les queda luchar por más democracia, por recuperar los derechos cedidos y porque se elabore y se desarrolle socialmente una cultura, la democrática, en la que tengan cabida real sus propios ideales y aspiraciones.
La meta de su acción política debería ser, pues, la ampliación y el enriquecimiento de esa cultura democrática que convierta a las instituciones en plataformas de sustento de una vida de libertad e igualdad.