“El miedo es una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad”, escribe H.P. Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura (1927). No por nada los artistas le han dado al miedo un papel central como motivo de indagación en el desamparo y en la fragilidad. Se trata de una emoción primitiva que nos hace sabernos rabiosamente vivos y, a la vez, mortales, demasiado cerca de lo que se quiebra.
Sin embargo, “There is a joy in fear”, escribe la escocesa Joanna Baillie en Orra (1812), obra que explora lo atractivo del miedo a través de una protagonista mujer que se deleita escuchando y leyendo literatura gótica:
When every pore upon my shrunken skin,
A Knotted Knoll becomes, and to mine ears,
Strange inward sounds awake, and to mine eyes,
Rush stranger tears, There is a joy in fear.
El diálogo describe la abrumadora sensación que provoca el temor en la carne apuntando a lo verdadero: a que existe un extraño deleite en el miedo que nos impulsa a arrojarnos a su experiencia con los brazos abiertos y los ojos cerrados.
Edmund Burke, por su parte, en Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1758), se referirá a lo sublime como el gozo que provoca estar frente al peligro sin correr riesgo de padecerlo en el propio cuerpo:
La experiencia del horror en el arte sería, por lo tanto, la de lo sublime, pues es “la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir”.
La historia del miedo en la literatura ha sido fecunda, sobre todo, en el trabajo del horror como experiencia de lo abominable, de lo repulsivo y lo sobrenatural, dejándonos a grandes personajes como la criatura de Frankenstein, Carmilla, Drácula o Cthulhu. La teratología –el estudio de lo monstruoso– nos ayuda a reconocer en los monstruos a un Otro en el que depositamos todo lo que excede los límites imaginarios del cuerpo.
Escritoras contemporáneas como Mariana Enríquez y Ariana Harwicz redescriben, por ejemplo, lo monstruoso femenino –no siempre desde el horror como género, pero sí desde el horror como tema literario– para trabajar con el cuerpo excesivo, desbordado y desalienante.
Algunos de los personajes mujeres de estas escritoras están al borde de la locura –o de aquello que el orden del discurso llamaría el lugar de la locura– y remiten a otros de relatos de miedo clásicos, como la protagonista de “El empapelado amarillo” (1892) de Charlotte Perkins o la de Aura (1962) de Carlos Fuentes.
Y es que en el horror encontramos lo que reprimimos de nosotros mismos y lo que reprimen nuestras sociedades sostenidas sobre tabúes y fobias, pero también el espanto frente a lo desconocido.
El horror cósmico de Lovecraft, ese que se alimenta de lo inconmensurable y de lo incognoscible, no está tan lejos, en este sentido, del horror blanco que plantea Melville en Moby Dick (1850) –una sensación de parálisis ante lo que de tan limpio puede ensuciarse en cualquier momento–, pues ambos son una revelación que enmudece: una bala que entra por los ojos y se aloja en la mente hasta corroer todo el lenguaje.
Poe, padre literario de Lovecraft y de Melville, escribió sobre la zona sin lengua a donde vamos a parar cuando estamos inmersos en el horror. En La narración de Arthur Gordon Pym (1838), su protagonista emprende un viaje terrible a la Antártida, el continente blanco (de allí surgirá la semilla para En las montañas de la locura, 1931, de Lovecraft, ubicada en la Antártida también, y la inspiración para que Melville cree a su enorme ballena albina).
El blanco como un color que anticipa lo abyecto, lo abominable, tiene una interesante tradición en la literatura: los fantasmas, los vampiros, los dientes de la criatura de Frankenstein, el pueblo de Machen, la Antártida y el Ártico como escenarios de lo terrible, el gusano blanco de Bram Stoker… todos son blancos.
Incluso Slenderman, el hombre sin rostro de las creepypastas, tiene en su vacío de cara una blancura perturbadora.
Este color sin colores también remite al silencio, a la más grande ausencia; es decir, al vacío perfecto. Nu-Nu, personaje de La narración de Arthur Gordon Pym, exclama “Tekeli-li” frente al horror de lo innombrable, una palabra que no significa nada: una calavera en el lenguaje.
Lovecraft recogió esta palabra muda de Poe, esta monstruosidad léxica que se niega a sí misma, y la incluyó en su relato En las montañas de la locura para ponerla en boca de unas criaturas y convertirla en la lengua de lo desconocido.
Tekeli-li es, entonces, el sinsentido: la expresión en literatura de lo que ocurre cuando no hay palabras ni entendimiento de lo que acontece.
Cuando la literatura trabaja con el horror explora los límites del lenguaje, respecto a las experiencias extremas del cuerpo y de la mente porque allí donde hay espanto no hay gramática, ni orden, ni sentido, solo asombro –en palabras de Burke–.
Y el asombro es un color sin colores.