Este artículo es un pequeño homenaje de Pliego Suelto a Francisco Umbral en el décimo aniversario de su muerte, el 28 de agosto del año 2007
Decía Umbral que “la frescura del pensamiento se pierde en un par de folios” y que “si la cosa es más larga, hay que dejarlo, volver sobre ello, añadir, forzar”. Tal vez lo dijera para justificar su incapacidad para adaptarse a géneros de más largo aliento o, quizá, porque realmente pensaba que la escritura consistía en ese par o tres de folios diarios que un autor puede llegar a producir, más o menos espontáneamente, y que dan la “medida temporal que puede soportar la mente evolucionando sobre un tema fijo”.
No lo sabemos. Lo cierto es que siempre se rebeló ante la idea de que la suma de esos dos folios diarios, con el paso de los meses, acabara encorsetando y violentando la escritura mediante la introducción de la “prótesis argumental” de la novela en su quehacer como escritor.
Por eso, sus libros, como los de otros escritores sin género, como Josep Pla o Ramón Gómez de la Serna, están hechos de fragmentos, impresiones e instantes. Y si, en todo caso, la escritura de Umbral se mira, aunque sea soslayadamente, en alguna clase de novela, puede que sea en aquella itinerante, de viajes, como la novela picaresca o, salvando las distancias, el Quijote, que “son mejores novelas porque dan la marcha casual de las cosas”.
Es posible que Umbral muy pronto comprendiera, tal y como hizo su admirado Ramón en los cafés de Madrid, “que no es nada una novela, un drama un poema, que estamos lejos de que uno de esos actos limitadísimos merezcan reputación” y que es preferible dar “una idea de la vida deslavazada y hecha de instantes” (Pombo, 1918).
Con todo, Umbral apenas viajó, ni falta que hacía. “Yo he vivido más en la literatura que en la vida”, afirma en el prólogo de Las palabras de la tribu: de Rubén Darío a Cela (1994), una recopilación de breves semblanzas literarias a través de las cuales el autor elabora su particular canon de escritores españoles y latinoamericanos.
Umbral viaja sobre todo en su memoria, que está hecha en lo fundamental de libros y literatura, para construir con el telón de fondo de otros escritores su propia biografía.
Un ejercicio que, por otro lado, estuvo realizando ya desde el primer libro que publicó, Larra, anatomía de un dandi (1965). Umbral reconoce mientras rememora la escritura de esa particular biografía: “perfilando a Larra, me iba a perfilar yo, no tanto por afinidad, quizá por disparidad” porque “había que definirse, tener una imagen” y, para tal fin, como escritor novel, “eso lo da mejor otra clase de libro que una novela” ya que “novelas salían todos los días” (La noche que llegué al café Gijón, 1977).
En este sentido, Umbral, como él mismo admite, siempre ejercitó “una especie de control seguro sobre la propia biografía”. Biografía entendida en tanto que vida atravesada por la literatura. “Un género variadísimo y riquísimo” donde la sinceridad no tiene ningún valor por sí mismo, y lo que se le exige, como género, es que “sea verdadero literariamente”.
He vivido el mundo intensamente, pero literariamente. Escribir es solo la exteriorización de esa actitud y de una óptica. El escritor va por dentro. (Mortal y rosa, 1975)
Además de ametrallar desde su Olivetti una miríada de artículos para la prensa, Umbral utiliza esos dos o tres folios diarios para dar vueltas sobre su biografía, reencontrarse con sus obsesiones y volver, una y otra vez, a sus escritores predilectos. Gran parte de lo que leemos en Umbral nos da la sensación de déjà vu, de ya dicho, de regurgitación y reelaboración de figuras, ideas y juicios que nos son familiares.
Puede que la repetición sea una limitación intrínseca del autor o que, por el contrario, sea una virtud, pues como él mismo reconoce en La noche que llegué al Café Gijón “no sé si hay repeticiones en mi libro, pero casi me gustaría que las hubiera”, ya que así la escritura adquiere “el tono mareado y giratorio de la vida en el café, aquella vida encerrada, loca de conversaciones”. O porque, como añade en otro sitio:
Belleza es reiteración y lo que se reitera es bello por repetitivo, porque está ocurriendo sobre el fondo de otra vez que ocurrió, porque la memoria lo enriquece como eco. (Francisco Umbral)
La mitología personal de Umbral hunde sus raíces en la idea del genio romántico y el poeta maldito del siglo XIX, con Baudelaire y Larra como figuras destacadas. De Ramón y Neruda, Umbral extrae el fondo lírico, vanguardista, denso y barroco que tanto aprecia. De Pla y d’Ors absorbe el gusto por el detalle, el lirismo sensitivo y la mirada a la vez irónica, lúcida y escéptica.
Todos ellos, junto a Ruano, Aldecoa, Proust, Quevedo, Torres Villarroel o Valle-Inclán, entre otros, sirven a Umbral para incorporarse a una tradición en la que se reconoce y con la que se diría que desea fundirse a toda costa.
Ramón me atraía tanto, me había impresionado tanto casi desde la infancia, que pasé años resistiéndome a esa influencia, temiendo ser absorbido por ella, anulado. Era como subir a un volcán y tirarse dentro de cabeza. Pero de tarde en tarde me compraba algo de Ramón. (La noche que llegué al café Gijón, 1977)
No obstante, para dar un perfil bien delineado, muchas veces es más útil marcar distancias con ciertos autores que dispensar un trato reverencial hacia otros. Llama la atención, en este sentido, la obcecación con que Umbral se ensaña con algunos escritores y el escarnio público al que los somete.
De su “detestado Azorín” ha dicho todo lo malo que se pueda afirmar acerca de un escritor. Para Umbral, Azorín representa la falta total de imaginación, “la perfección ahogante, asfixiante, paralizante, esterilizante”. Un escritor «cobarde» cuyas «limitaciones estilísticas» le llevan «a convertirse en un escritor de derechas» (Las palabras de la tribu, 1994).
Otros de sus blancos favoritos son Galdós y Baroja. Del escritor vasco aborrece la acumulación desordenada de materiales y “chismes”, que nunca llegan a nada, así como su escritura “intolerable” y su sintaxis deslavazada. Por no hablar de la nómina de autores menores, hoy totalmente olvidados, que a modo de comparsas y palmeros aparecen en sus libros. Jesús Acacio, Eladio Cabañero, Leopoldo de Luis, Juan Pérez Creus… nombres de escritores que por acumulación y amontonamiento acaban desustanciados, muñequizados, en manos de Umbral.
A todos ellos los somete Umbral a “la rosa y el látigo” con que ha sido definido su estilo o, directamente, los sentencia mediante la literaria técnica de la “metáfora en la nuca”. Se trata de escritores que sirven a Umbral como decorado sobre el cual destacar su propia figura y, por qué no decirlo, para realizar “ejercicios de tiro”, tal y como él mismo denominó en alguna ocasión a la actividad del articulista. Parafraseando a Umbral, algo de sangre siempre anima la prosa.
Por lo demás, si bien es cierto que Umbral hacía gala de esa escritura intensa, fragmentaria, barroca, dispersa e hilada siempre por la fina y punzante aguja de la biografía y las memorias literarias que caracterizaba al autor, no es menos cierto que, como muchos otros escritores, aspiraba secretamente a ser reconocido por un tipo de obra para la que quizá no estaba mejor dotado.
«Yo era un señor que estaba escribiendo un libro» afirma en tono tranquilizador cuando por fin le encargan la biografía de Larra. Umbral necesita, al fin y al cabo, un «libro en marcha que ponga argumento a la vida, que generalmente no lo tiene» porque «si no parece que la vida se deshilvana». Un libro que le dé sentido a su vida y que además dote de unidad a la dispersión de su escritura:
Ya no era solo ese ser fragmentario que escribe un artículo en un cuarto de hora y se dispersa aquí y allá. Era un señor con una obra en marcha. Era un escritor que estaba escribiendo un libro. (La noche que llegué al café Gijón, 1977)