Uno de los atributos más peculiares del ser humano es su capacidad para sentirse desgraciado en circunstancias pasables en las que toda la amargura de la vida se reduce a pequeños incordios y vagas insatisfacciones.
Terencio (S. II a.C.) debió pensar en esta suerte tan innecesaria de infelicidad cuando llamó al ser humano heautontimoroumenos, “atormentador de sí mismo”. Ciertamente, ser desgraciado porque se ha sufrido una desgracia parece lógico, a pesar de los estoicos, pero ser infeliz por inadvertencia parece absurdo, y es el pesar de los epicúreos.
No creo que este género de infelicidad hunda sus raíces en profundidades psicológicas o morales, como podrían ser la pulsión de muerte o el fuste torcido de la humanidad, sino que es más bien un humus que nace de las más puras superficialidades cognoscitivas, como son la pereza mental o la estupidez.
Me atrevería a afirmar, incluso, que, en circunstancias normales, nuestra incapacidad para ser felices radica en nuestra incapacidad para saber que ya lo somos, y que, si Epicuro hubiese sido Cristo (cosa que no le hubiese desagradado del todo a Erasmo), sus últimas palabras podrían haber sido:
Perdónales que estén tristes, pues ignoran que son felices.
Nos encontramos, pues, con que la pregunta por la felicidad no es solo una cuestión ética, sino también cognoscitiva. Teniendo en cuenta, con Borges, que somos irreparablemente griegos, un buen modo de empezar a pensar esta epistemología de la felicidad podría ser recordar algunos aspectos fundamentales del sentido y la estructura de la filosofía Antigua.
Tengamos en cuenta, en primer lugar, que la filosofía grecolatina solía dividirse en tres ámbitos: el de la gnoseología o epistemología, que solía ocuparse de cuestiones relacionadas con los modos, límites y fines del conocimiento. El de la física, que solía plantearse la morfología del cosmos y la realidad, así como la inscripción del hombre en su seno. Y el de la ética, que trataba de elaborar una práctica que permitiese alcanzar una buena-vida-buena, esto es, una vida feliz (buena vida) y virtuosa (vida buena), que podía ser concebida, según las diferentes escuelas, en términos de serenidad (escepticismo), de placer (epicureísmo), de virtud (estoicismo) o de libertad (cinismo).
No debemos pensar, como ha sugerido probablemente lo apretado de nuestra exposición, que solo la ética tenía un fin práctico, mientras que la epistemología y la física se limitaban a cuestiones teóricas y especulativas. Lo cierto es que estos tres ámbitos formaban un todo orgánico cuyo fin último era esa felicidad-virtuosa de la que hablábamos más arriba.
Así, pues, las afirmaciones gnoseológicas o físicas no eran meramente teóricas, esto es, gratuitas desde el punto de vista ético, sino que eran vistas como medios para propiciar estados o prácticas tendentes a la felicidad. En este aspecto (y quizás solo en este aspecto), la filosofía antigua se diferenciaba de las autoescuelas, pues consideraba que la mejor práctica era la teoría.
Tal sería el caso, por ejemplo, de los escépticos, quienes estimaban que el mejor camino para alcanzar la felicidad era practicar un cierto relajamiento o abandono cognoscitivo (akatalepsia), que no solo debía dejar en suspenso (epoché) las grandes preguntas metafísicas, del tipo “¿tiene la existencia un sentido?” o “¿habrá un más allá?”, sino también otras preguntas más concretas, como “¿qué piensan los demás de mí?”, “¿me querrá realmente?” o “¿valgo realmente como escritor?”.
Lo mismo sucedía con el ámbito de la física, donde las teorías acerca de la naturaleza tampoco tenían como objetivo describir la realidad en términos científicos, sino, antes bien, propiciar en el practicante un estado de espíritu propicio para la felicidad.
Así, cuando Séneca y Epicuro hablan sobre el origen de los ríos o la morfología del cosmos, lo que realmente buscan es incorporar un tipo de mirada cosmicista que sepa contemplar al hombre sobre el escenario infinito del tiempo y del espacio, pues saben que esa perspectiva lleva a la felicidad, pues genera un cierto asombro agradecido ante la milagrosa excepcionalidad de estar vivo, contribuye a relativizar las angustias particulares y multiplica los modos de experimentación existencial del universo.
Quizás ahora nos sea más fácil comprender que la felicidad no es solo una cuestión ética, sino también epistemológica, y que nos interesa enfrentarnos a la paradoja de que el obstáculo principal para nuestra felicidad es nuestra condición olvidadiza de que, de hecho, ya lo somos.
Pero, ¿lo somos realmente si no lo somos por no saber que lo somos? La cuestión es compleja, y no es extraño que numerosos filósofos y escritores hayan quedado atrapados en este círculo vicioso. En uno de sus raros arranques de optimismo, Dostoievski afirmó que “aquel que sepa que es feliz, lo será en seguida, en el mismo instante” (Los demonios, 1872). Pero ese tipo de afirmaciones son como las impresiones, que te cuesta menos el aparato que los recambios.
Sin ánimos de ser sistemáticos, hablaremos primero de los principales obstáculos que nos impiden reparar en nuestra felicidad, y luego nos centraremos en algunas de las prácticas filosófico-literarias que se han propuesto a lo largo de los siglos para tratar de salir del laberinto transparente de la infelicidad innecesaria.
En lo que respecta al primer punto, nos encontramos con que el principal obstáculo para saber que somos felices es que ya lo sabemos de algún modo, hecho que nos impide, a su vez, darnos cuenta de que no lo sabemos del todo. Y es que sabernos felices de un modo teórico nos impide sabernos felices de un modo práctico.
Como dice el Cardenal Newman, en su Gramática del asentimiento (1870), una cosa es el asentimiento nocional y otra muy diferente el asentimiento existencial. Todos los hombres, por ejemplo, sean jóvenes o ancianos, saben de forma nocional que el hombre es mortal, pero solo los segundos lo saben de forma existencial, pues lo han incorporado a golpes de muertes y renuncias. Por eso, de todas las cosas que ignoran los jóvenes, la más grave es que no saben que lo son (y de todas las cosas que ignoran los ancianos, la más grave es que no saben que aún son).
Nos encontramos, pues, que el segundo gran obstáculo que nos impide saber que somos felices, y con ello serlo, es que no nos damos cuenta de que lo éramos hasta que hemos dejado de serlo. El tiempo es ese carterista en cuya presencia reparamos solo cuando ya se ha perdido en la multitud. Todo momento es propicio, es cierto, pero la desatención nos impide notar que, en cualquiera de nuestros futuros, este presente será ese pasado que siempre fue mejor.
No es improbable que el encanto de la primera frase de Cien años de soledad (1967) resida en su capacidad para captar esta costosa ignorancia, pues, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento de la vejez, todos nos daremos cuenta de que no nos dimos cuenta de lo felices que fuimos en su momento. En definitiva, sabemos y no sabemos que somos felices, como aquel testigo que en un juicio respondía a todas las preguntas del fiscal diciendo: “Que yo sepa, no sé.”
Veamos a continuación qué tipo de prácticas filosófico-literarias se han propuesto a lo largo de los siglos para enfrentarse a esta ignorancia radical. He dicho prácticas filosófico-literarias porque la literatura es, precisamente, una de las vías fundamentales para pasar del asentimiento nocional al asentimiento existencial. Ciertamente, una de las funciones esenciales de la literatura es la de la expresión e incorporación de la idea de felicidad.
Pensemos, por ejemplo, en la descripción del escudo de Aquiles, verdadero epicentro de la Ilíada, en la que Homero nos ofrece la imagen tantálica de una felicidad sencilla y natural, que, aun estando al alcance de cualquiera, nadie es capaz de darle alcance, como muestra todo el resto de la obra, atravesada de violencia y dolor (véanse al respecto las felices páginas de Marcel Conche, en sus Essais sur homère, 1999).
Pensemos también en el “carpe diem” horaciano, que no es, como tantos han creído, un modo galante de lograr vencer las resistencias de una dama, sino un ejercicio filosófico de corte epicúreo que busca convertir en verdad existencial la verdad teórica de que el único tiempo oportuno es el aquí y ahora.
Pensemos, finalmente, en el memento mori, que no busca tanto desvalorizar la vida, como mostrarnos su carácter milagrosamente excepcional en un universo en el que domina la nada y conspira la muerte.
Sospecho que el olvido de esta función psicagógica de la filosofía y la literatura es una de las principales causas de la anemia literaria y filosófica que caracteriza nuestra época.
De un lado, la filosofía tiende a contentarse con el conocimiento meramente teórico, y siempre que aspira a convertirse en práctica, por no contar con la ayuda de la literatura, es confundida o devorada por la psicología, la autoayuda o la neorreligión.
Del otro, la literatura, al haberse desconectado de la filosofía práctica, por no haber sabido pasar entre la Escila de la pedagogía y la Caribdis de la mercancía, ha quedado relegada a mero pasatiempo, cuando, como saben muy bien los niños, uno de los principales encantos de la ficción es ofrecer herramientas que aumenten su sensación de poder hacer cosas, que es como Spinoza definía la alegría.
Personalmente, no creo que exista demasiada diferencia entre las fórmulas mágicas, las técnicas de caza o las informaciones geográficas que hinchan la garganta del niño que las escucha de noche en la cama porque piensa que podrá aplicarlas al día siguiente en la escuela, y las intuiciones poéticas y las doctrinas filosóficas que nos prometen libertad, alegría y valor.
Finalmente, en la literatura podemos aprender a ejercer la rara capacidad de reconocer la felicidad al vuelo. Tomemos, por ejemplo, el siguiente fragmento de Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), de Mark Twain. Huck, el vagabundo, y Jim, el esclavo fugado, se hallan escondidos en la isla Jackson, en pleno Misisipi. Refugiados en la boca de una caverna, cenan en silencio mientras observan cómo la tormenta agita las aguas del río. De repente, Huck dice:
Jim, esto es bonito. No quisiera estar en otro sitio más que aquí. Dame otra tajada de pescado y pan caliente. [Huckleberry Finn]
Las posibilidades son muchas. Podemos decir que se trata de una escena claramente racista, pues un blanco le da una orden a un negro. Podemos decir que es un pasaje machista, pues la idea de aventura y libertad parece reservada exclusivamente a los hombres. Podemos decir que es un fragmento burgués, pues la búsqueda de la libertad se lleva a cabo en un plano meramente individual. E incluso podemos apuntar que el ambiente está impregnado de una tensión homoerótica.
No es inverosímil que todos esos comentarios tengan su parte de razón, porque el mundo es lo suficientemente complejo y diverso como para que todas las teorías acierten, pero lo que me parece que ninguno de ellos capta es que, a pesar de todos los pesares, Huck y Jim están siendo intensamente felices.
En este sentido, pienso que aprender a leer es aprender a vivir, porque cada fragmento de nuestra existencia admite un comentario que nos permita, a pesar de todo, reconocer que somos felices.