Los versos del grito y del dolor: literatura y experiencia de la fragilidad

«Tres estudios de figuras al pie de una Crucifixión», Francis Bacon, 1944

 
«Un grito que se estira y se transforma es un poema»

 
El dolor y el horror extremos confluyen en una misma expresión de lo inarticulable: el grito. Allí donde el grito ha existido hay un cuerpo y una experiencia que excede al verbo.

Quizás por ello, como apunta Cristina Rivera Garza en su libro Dolerse. Textos desde un país herido (2012), “suele ser difícil escribir sobre el dolor” y, sin embargo, hacerlo también es una necesidad que responde a nuestro terror a la soledad. El verso “Estoy a solas con la idea del suicidio”, de Leopoldo María Panero, es devastador no tanto por la idea del suicidio como por ese “estoy a solas”.

Queremos compartir lo que nos duele y queremos entenderlo a través de que otros lo entiendan con nosotros. Queremos poder decir “Estamos juntos con la idea del suicidio”, estamos juntos en el padecimiento y en el miedo, porque decirlo alivia nuestro dolor y nuestro espanto.

En este sentido, la poesía –y el arte en general– se ha enfrentado siempre al silencio de lo que resulta abrumador, desde los famosos versos que Homero pone en boca de Príamo, derrotado, besando la mano del asesino de Héctor para recuperar el cuerpo del hijo:

Pero, respeta a los dioses, Aquileo, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; que yo soy todavía más digno de piedad, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal en la tierra: a llevar a mi boca la mano del hombre matador de mis hijos. [Canto XIV, Ilíada de Homero]

Hasta el verso de Juan Gelman que incorpora la palabra inventada “deshijándome” para intentar expresar el dolor que le produjo el asesinato del suyo.

Deshijándote mucho/deshijándome/
o sea buscándote por tu suavera/
paso mi padre solo de voz/pasa
la voz secreta que tejés/paciente

como desalmadura de mi estar/
¿niñito que pasás volando por
los trabajos grandísimos de vos?/
¿atando?/¿desatando?/¿atando para

que no me quepa en vos?/¿me fuese afuera
de este dolor?/¿a dónde?/¿qué país
sangrás/para que sangre carnemente?/
¿por dónde andás/tristísimo de tibio?

Poema VII, De palabra de Juan Gelman

Bajo la lluvia ajena, 1984

Por eso, un grito que se estira y se transforma es un poema.

Por eso un grito palabrado que mantiene su potencia solo puede ser un poema.

El beso de Príamo en las manos del asesino de su hijo nos conmueve porque podríamos ser nosotros: como Gelman, a nosotros también nos podrían «deshijar», y como Príamo, nosotros también besaríamos la mano del asesino de nuestro hijo con tal de abrazarlo por última vez.

Hay algo colectivo en esas experiencias aparentemente individuales, y allí descansa el sentido único de la literatura. La poesía que palabra el dolor emerge, entonces, desgarrada de las mandíbulas del grito, escapa de sus dientes y arrastra sus pies hacia la comuna. Su escritura es más que un testimonio: es un estremecimiento, un golpe en la boca del estómago, un fragmento de nuestra irreducible fragilidad. Una pieza de sensaciones que tiene la facultad de conectar experiencias múltiples y de unirlas. Un ejercicio de sentidos y de empatía.

Y así como hay poemas que hacen de lo individual algo colectivo, también existen los que hacen de lo colectivo algo profundamente nuestro: “Fuga de la muerte” de Paul Celan (1920-1970) y Canto a su amor desaparecido (1985) de Raúl Zurita palabran el grito de la pérdida en medio del genocidio. No se ha escrito jamás versos más macabros y, a la vez, más esperanzadores que “cavamos una fosa en los aires, no se yace allí estrecho” y “todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar y a las montañas”.

Abada Editores, 2017

Los paisajes –el aire, las rocas, el mar, las montañas–, con su sobrecogedora belleza, se convierten en el lugar que abraza los cuerpos que ascienden en forma de humo o se estrellan lanzados desde una avioneta. Esta poesía no trata de hacer que la muerte sea bella, sino de mostrarnos cómo la belleza, en palabras de Zurita, hace que el asesinato sea más asesinato, que el crimen sea más crimen, a través del contraste entre la más extrema delicadeza del arte y la más extrema violencia del mundo.

 
En el poema “La reclamante”, Cristina Rivera Garza incluye declaraciones de padres que buscan a sus hijos desaparecidos en México. Esas palabras ajenas se convierten en versos que dialogan con los suyos propios. No es un poema de una voz que intenta hablar por el dolor de otras voces, sino voces que hablan –y muy en alto– de su propio dolor.

Se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo.
Y yo sólo quiero que se haga
Justicia, y no sólo para mis dos niños

Los difuntos remordidos, los fulmíneos masacrados, los fúlgidos perdidos

Sino para todos. Justicia.

Encarar, espetar, reclamar, echar en cara, demandar, exigir, requerir, reivindicar

¡No me diga “por supuesto”, haga algo!
Si a usted le hubieran matado a un hijo,
Usted debajo de las piedras buscaba al asesino

Debajo de las piedras, debajo de las piedras, debajo de…

Fragmento de “La reclamante”. (Lo dicho por los padres está en negritas, el resto fue escrito por Cristina Rivera Garza)

Enrique Lihn, 1989

Diario de muerte (1989) de Enrique Lihn y Veneno de escorpión azul (2007) de Gonzalo Millán son libros que poetizan sobre el sufrimiento del cuerpo, la enfermedad y la muerte.

El grito del terror ante la precariedad, evadida durante siglos en el arte frente al diseño del paraíso de lo eterno, es el signo del arte contemporáneo. Para Zygmunt Bauman (1925-2017), el arte moderno consistió en la deconstrucción de la mortalidad, mientras que el arte posmoderno en la deconstrucción de la inmortalidad.

Hoy, junto a la Venus de Botticelli tenemos a la Mujer I de De Kooning, y junto a la Crucifixión de Miguel Ángel a Tres estudios para una crucifixión de Bacon. Hacemos arte con lo efímero –body art, land art, performance– porque ya no nos interesa la eternidad, sino la conmovedora, y por ello intensa, mortalidad. La fragilidad de lo que no perdura.

La nariz llora por mí, lloran por mí las orejas y mis pestañas.
Las lágrimas se despiden para siempre de los ojos.

Ronco como una bestia herida
que no sobrevive sin aire, estertoro
como el escamoso hijo del abismo
fuera del agua. Estoy frito.
Chicharreo como el pescado
que venden fuera del cementero.

Ahora una muerte/ depende de mí
como una madre, una mujer, una hija

¿Acaso las veneradas imagenerías son empañadas por el aliento de la muerte?

Pensar en dejarte me rompe la columna.

Las olas en patas de centauros me atropellan y revuelcan, y llevan por delante.

¿Quién es el sujeto que muere? A nadie le importa, nos basta una efigie del deudo de consuelo. La idea del nunca más, del nevermore, es un martilleo insoportable en mi mente.

Frente horadada insistentemente por cada gota de plomo líquido. Estoy sujeto a los vaivenes del nivel del mercurio en un termómetro.

Extracto de Veneno de escorpión azul, de Gonzalo Millán

Tal vez por eso, porque gritamos –no sólo de dolor y espanto, sino también de placer–, el arte existe.
 

Sobre el autor
(Guayaquil, Ecuador, 1988) Es autora de la novela «Nefando» (Ed. Candaya, 2016). Master en Creación Literaria y en Teoría y Crítica de la Cultura, imparte clases de Literatura en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Actualmente se encuentra cursando un Doctorado en Humanidades con una investigación sobre literatura pornoerótica latinoamericana.
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