Diario de un hipster pobre: El mundo según Instagram

Instagrams de seguidores de la revista Kinfolk

 
Uno, de tanto en tanto, se pasea el domingo al mediodía por los cafés y bares de moda de Barcelona para enterarse de cuál es la cotización real de la marca de su city. Más que nada por si ya es hora de empezar a vender acciones o recoger dividendos. Uno ha invertido mucho en el branding local y sería letal para el capital simbólico acumulado que de un día para otro los especuladores se mudaran a Hospitalet o a Tallin sin que uno se hubiera enterado.

No basta con leer el Time Out, hay que bajar al parqué de la calle Parlament en busca del brunch, la cerveza artesana, el sifón o el batido de té verde para comprobar, presencialmente, cómo está la cosa de los activos y los aperoles evitando a toda costa el apalancamiento de la carne, del espíritu y de la cartera de valores. La fe, como dice la misma expresión, es profesión y como tal hay que practicarla, en sus capillas, templetes, cafés y demás santuarios consagrados a ella.

Federal Café, BCN

Paseaba, como decía, por el cogollo del ocio y la restauración local cuando me decidí a entrar en el Federal, el café pionero de la zona en su reencarnación dosmilera tardía. Me senté a la grupa del murito que separa el establecimiento de la acera, pedí un pastel de zanahoria con un café latte cremoso y observé admirado, en las mesas de pino escandinavo del interior, la riqueza de posturas –entre laxas y semicodificadas– que los clientes adoptaban para comer, hablar o interactuar con sus dispositivos móviles y portátiles. Progresivamente, fui notando como todo bajaba de revoluciones, los cuerpos se reblandecían y la atmósfera adquiría la esponjosidad cromática y lumínica de un filtro Toasted o Slumber.

Andaba yo embebido por este ambiente slow, pastel y algodonoso. Reclinéme, el flequillo apartéme y percatéme de que si bien Oscar Wilde había señalado acertadamente que la naturaleza imitaba al arte, ahora también podría afirmarse que el mundo imitaba a Instagram. En concreto al Instagram de revistas de lifestyle como Kinfolk, Apartamento o Wallpaper. Este es un fenómeno que no es exclusivo de los bares y cafés más modernos, of course. Es una especie de zeitgeist, de metereología de la sociocultura contemporánea. Un reality show generalizado que se siente en todas partes y que hace tiempo ha desbordado su hábitat tradicional televisivo.

Kinfolk Magazine, Instagram

Se trata de un proceso a gran escala mediante el cual el mundo –con sus zonas ciegas, irreductibles, y con todas sus singularidades y densas saturaciones– es sustituido por una imagen codificada de sí mismo, lista para circular y ser intercambiada como información a nivel global. El mundo quintaesenciado, diríamos. Sus rasgos más llamativos y convencionales, convenientemente estilizados e hiperbolizados, sintetizados en un modelo mediáticamente manejable y estereotipado.

Pero el proceso no acaba aquí. Una vez modelada esa imagen de síntesis, se inicia un proceso tautológico, un bucle autorreferencial, en el que el mundo, con todos sus objetos, personas, cafés, ciudades y paisajes, empiezan a parecerse cada vez más a los modelos que el propio mundo había generado. Y así, es posible ver en el Federal a una chica –cuyo look parece salido de Instagram– fotografiarse y colgar a continuación el selfie en su cuenta de esa misma red social. Una fotografía que realimenta progresivamente las sutiles variaciones con que se actualizan los modelos que ella misma y otros imitan, para de nuevo volver a fotografiarse, y así.

Luna Miguel, Instagram

Extrañamiento total, por otro lado, para el mirón impenitente que es uno, el contemplar, en tiempo real, el cambio súbito de expresión que, al fotografiarse, sufre el rostro de la chica en el tránsito de la pose muñeca-con-sonrisa-cicatriz al instante posterior al clic. Momento de ruptura, montaje por corte entre dos realidades yuxtapuestas ya para siempre inextricables.

Momento epifánico que nos da la clave, la diferencia fundamental entre la visión de Wilde y los tiempos de Instagram. Mientras que en el primero existía aún una distancia entre el mundo y su representación –y el arte se constituía en doble de aquel, en su abismo trascendente– en los tiempos de Instagram ambos momentos se han fusionado en una realidad integral y homogénea en la que el proceso reflexivo y dialéctico queda anulado en favor de una exposición, transparencia y extraversión totales. Diferencia que resumen, respectivamente, los términos imitación y simulación, donde el segundo es un proceso en el que la reproducción o el facsímil tiene siempre el afán secreto de suplantar al original.

Librería Calders

Salgo automáticamente expelido de este bucle mental hacia la cercana librería Calders. Que no solo de fotografías de hamburguesas veganas, selfies y tattoos vive el hipster. Hay que demostrar que también se lee. Después del fiestón de los noventa y principios del dosmil, las librerías se han convertido en los nuevos afterhours, para mayor disfrute del hedonismo letrado. La letra con resaca entra, que diría aquel. Hay que leer. Leer y posar, claro está, junto a libros de Silvia Plath, John Fante, Clarice Lispector o D.F. Wallace. Con Instagram es fácil, cuantificable y divertido.

Busco el libro de Oscar Wilde entre los estantes de la Calders, “una librería especializada en libros”, como reza su (otra vez) tautológico eslogan, planteada a la vez como escaparate y espacio de co-working para los autores. Encuentro The Decay of Lying (1889), probablemente el ensayo sobre estética más famoso de Wilde, donde enuncia –no sin cierto retintín, ser dandi obliga– la tesis de que la naturaleza imita al arte.

En efecto. ¿De dónde, si no es de los impresionistas, tenemos esas maravillosas nieblas cobrizas que se deslizan por nuestras calles, empañando las farolas de gas y tornando las casas en sombras monstruosas? ¿A quién, si no es a ellos y a sus maestros, debemos las encantadoras neblinas plateadas que se ciernen sobre nuestro río y que adoptan formas evanescentes de puentes y barcazas oscilantes? El cambio extraordinario que se ha producido en el clima londinense durante los últimos diez años se debe enteramente a una particular escuela de arte.

 
Wilde reconoce, a continuación, que la niebla ya estaba allí, obviamente, pero ha sido el arte el que nos la ha hecho ver de determinada manera. Eran tiempos en que el mundo circundante necesitaba superarse mediante la visión reveladora del artista, quien era capaz de asomarse al otro lado del espejo y proyectar al individuo más allá de la prosaica y áspera vida cotidiana. Mr. Hyde, monstruos de la razón, lo reprimido freudiano, dobles, fantasmas, todos ellos articulados a partir de una relación que, a pesar de las palabras de Wilde, aún distinguía nítidamente entre el plano de la realidad y el de la representación, entre la platea de espectadores y el escenario, entre reality y show.

La culturización de la cultura satura. Necesito un vino. Me acerco al Celler Vinito, una bodega de toda la vida convenientemente adaptada a los gustos del siglo XXI, con sus enormes toneles a la entrada, donde la gente exhibe, se diría que casi obscenamente, la alegría de poder estar de pie y arrejuntadita: la soledad urbana se conjura mediante el hacinamiento voluntario y regulado, no hay más que verlo.

El ambiente, aquí, es extrañamente pintoresquista, entre postaurino y marinero, un remake soft de las pinturas negras de Goya y la poesía de un Jean Genet arrabalero. “Él vino en un barco…”, tarareo leyendo una frase impresa en un cartel vintage. El vino, lo castizo, lo auténtico y lo legendario cobran un valor diferencial inaudito en tiempos de Instagram. Sin noticias de Baco ni rituales dionisíacos, eso sí.

Abandono la calle Parlament con la sensación de que la marca Barcelona se mantiene en alza. Puede que no guste a todo el mundo o que algunos crean que nos hemos dejado algo por el camino. Puede que en tiempos de Instagram no haya ya lugar para mitos consistentes, ni para aquellos abismos trascendentales en los que nos sumía el arte, con sus reflexiones y juegos de dobles y espejos. Puede que, al fin y al cabo, aquello fuera una manera, incluso más distorsionada si cabe, de mistificar el mundo, desdoblándolo, y que, como decía Baudrillard, solo nos queden los abismos superficiales. Abismos superficiales por los que actualmente navegamos instigados por la seducción perenne de los ciclos de la moda, la extraversión generalizada, la lógica del escaparate, el cálculo de probabilidades y la hegemonía del lifestyle.

La magia blanca de la sociedad de consumo, el auténtico y único mito en los tiempos de Instagram.
 

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