Hubo un tiempo en el que las utopías eran el medio a través del que uno podía cebarse contra el mundo. Ahora, en cambio, el mundo entero echa pestes de las utopías. Quizás la culpa de todo la tenga el filósofo y teórico de la ciencia Karl Popper (1902-1994), quien con su obsesión por desechar cualquier sistema en el que hubiera un solo elemento discordante se dedicó a destrozar –o eso creía Popper que hacía– los sistemas filosóficos de Platón y Marx, como si ellos fueran los responsables directos de los planes quinquenales, el Gulag y la estepa siberiana.
Más allá de la manía del austríaco en tildar de “pseudocientíficas” a todas aquellas propuestas que despreciaba, lo cierto es que a la utopía –y me centraré en su vertiente colectivista, también la más popular–, tanto en su encarnación literaria como en la política, no le ha quedado más remedio que mutar, reformularse e, incluso, convertirse en algo sustancialmente distinto. La eclosión de una ingente cantidad de sensibilidades sociales y ecológicas la han obligado a ello, amén de ciertos intereses espurios que han tratado de desacreditarla apriorísticamente por no defender con suficiente vehemencia la libertad individual. El caso es que ha sobrevivido, así que empecemos con lo básico.
El concepto de utopía nace como un juego de palabras. El padre de la criatura, Tomás Moro (1478-1535), era un tipo cachondo y quiso darle dos sentidos al término: por una parte, el de “eutopia”, o sea, el de “buen lugar”; por otra, el de “outopia”, que significa “no lugar”. Por lo tanto, utopía es un “buen –pero inexistente– lugar”. Así fue al menos durante el Renacimiento, desde la fundacional Utopía (1516) del propio Tomás Moro hasta La ciudad del sol (1623) de Tommasso Campanella (1568-1639) y La Nueva Atlántida (1627) de Francis Bacon (1561-1626).
Las tres obras mencionadas, además, comparten la muy utópica característica de ubicarse en lugares aislados del mundo. Es decir, las utopías son islas hermosas en un océano de ominosa maldad y corrupción. Se trata de criticar el mundo, así que lo idóneo es confrontarlo a un paraíso sin vicios ni intoxicaciones, por lo que la isla lejana o secreta es el (no) territorio ideal.
Sin embargo, el estatus ontológico de la utopía cambia a lo largo del siglo XIX –de mera idea pasa a ser potencia y, algunas veces, incluso acto– gracias al socialismo utópico. En este sentido, los falansterios que idea Charles Fourier (1772-1837), por ejemplo, están pensados para existir en la realidad: comunidades autosuficientes de más de mil personas en las que el concepto de propiedad no tiene ningún sentido.
La idea tuvo su momento de gloria, como lo demuestra la Colonia San José, en la República Argentina, que se convirtió en esa comunidad ideal desde 1857 hasta 1916. Desapareció al fallecer Jean Joseph Durando, el propulsor de la iniciativa y, desgraciadamente, el único pilar en el que se asentaba el proyecto.
La desdicha de estos maravillosos experimentos sociales es que acostumbraban a depender de algún filántropo –y digo “acostumbraban” en pasado porque ya no hay filántropos como aquellos; los de ahora lo único que saben hacer es donar dinero a sus propias fundaciones para pagar menos impuestos al fisco–. Aun así, los ecos del falansterio se han dejado oír más allá de su tiempo en las ecoaldeas o en el municipalismo libertario de Murray Bookchin (1921-2006).
La otra gran ruptura ontológica con la utopía clásica vino de la mano de Edward Bellamy (1850-1898). En este caso, fue el aislamiento lo que explotó con Mirando atrás (1888), su obra de cabecera. Quizás suene un poco bélico eso de la explosión, pero es que la utopía de Bellamy era una apología extrema de la militarización norteamericana. Es natural: si cada vez hay menos territorio en el que pueda construirse una utopía, esta debe ocupar todo un estado-nación, y si la utopía es un estado nacional, debe armarse hasta los dientes, no sea que una potencia extranjera mande un ejército y destruya el maravilloso estilo de vida de los ciudadanos y tal.
Quizás esta última propuesta es la que menos nos suene (estamos muy abducidos por Moro y Fourier en Europa), pero en los EEUU triunfó hasta el punto de que empezaron a proliferar los Bellamy Clubs por todo el país, e incluso llegó a fundarse en 1891 un partido político de marcado perfil bellamyano: el Partido Populista. Duró menos que el falansterio argentino, eso sí.
Con todo, es el marxismo quien concede a la utopía el gran salto cualitativo que predominará durante todo el siglo XX. Primero, porque al fin se parte de experiencias populares reales (los consejos obreros) para configurar una sociedad ideal. Dicho de otro modo: la utopía ha existido y/o existe en este mundo, y lo que toca ahora es hacerla medrar, consolidarla y extenderla por todas partes; y segundo –partiendo de esta última idea, la de extender la sociedad ideal por todos los recovecos del planeta– la utopía se convierte en algo mundial.
La obra pionera en este último aspecto fue Una utopía moderna (1905), del excelente escritor británico –y militante del socialismo fabiano– H. G. Wells (1866-1946), historia que transcurre en un mundo duplicado del nuestro, aunque más allá de la estrella Sirio. Pero no fue la única: Estrella Roja (1908), del bolchevique Alexander Bogdánov (1873-1928) –también conocido por mantener una vehemente trifulca con Lenin en un congreso del partido que por poco no gana; quizás habría cambiado el rumbo de la historia de Rusia y del mundo de haber salido vencedor de aquello–, que además ahonda en la democracia obrera cuando los marcianos socialistas deliberan entre todos si es mejor trasladarse a Venus o emigrar a la Tierra y, de paso, acabar con la humanidad por estar ocupándola de forma irresponsable.
Luego vendrían Astronautas (1957) de Stanislaw Lem (1921-2006) y La Nebulosa de Andrómeda (1957) de Ivan Efremov (1908-1972), en la cual el socialismo es ya tan intergaláctico y está tan arraigado que incluso los diálogos costumbristas están trufados de materialismo dialéctico. No obstante, la utopía ecuménica que cierra el ciclo es la verdadera joya literaria de la corona: Los desposeídos (1971), de Ursula K. Le Guin, que trata los límites de una revolución anarquista –con marcado carácter campesino– en el satélite Anarres, mundo al que emigra una colonia de humanos para huir del capitalismo dominante en el planeta Urras.
Es a partir de ese momento, los años 70, cuando la utopía muta sustancialmente. Seguramente por el rechazo visceral a la URSS y los demás países de la órbita socialista, a nadie le apetece ya la quimera de una sociedad perfecta y uniforme, así que los ideales políticos occidentales se desplazan de lo utópico a lo heterotópico (vertiente que será el objeto de la próxima entrega de esta serie de artículos).
Los utopistas que quedan, sin embargo, eligen el aún no transitado sendero de la post-escasez –en el que todo individuo tiene las necesidades cubiertas y puede elegir hacer lo que quiera cuando quiera–, al que yo denominaría hipermaterialista, al supeditar la emancipación de las clases subalternas al descubrimiento y la popularización de alguna forma de producir energía infinita o algo por el estilo.
El primer representante de esta última tendencia es J. P. Hogan (1941-2010), quien en su Viaje desde el ayer (1982) imagina una colonia de niños en el sistema estelar Alpha Centauri que carece de propiedad privada –porque en un mundo superabundante no hace falta que los seres humanos se maten por algo que hay de sobras como el techo o la comida–. Se ha de reconocer que la utopía de Hogan es muy heinleniana y de marcado tufillo yankee.
Otro cantar es la serie La Cultura (1987-2012), del socialista escocés Iain M. Banks (1954-2013), en la que la superabundancia convierte a los humanos en seres hedonistas, quienes incluso se resfrían aposta o construyen naves kilométricas –con nombres como El tamaño no lo es todo, Desde luego que te sigo queriendo o Pensé que él estaba contigo– solo para divertirse. Recomiendo vivamente la serie completa, la cual pronto estará absolutamente descatalogada.
Así que, en respuesta a la pregunta que planteo en el título: la utopía no ha muerto, aunque yazca marginada en las estanterías de ciencia ficción y filosofía política, o lo que viene a ser lo mismo, en algún lugar recóndito de nuestra imaginación. En realidad, siempre estuvo ahí, en nuestra mente, pero nunca tan olvidada.
A menos, claro, que consideremos que “San Junipero” responde a nuestros más altos ideales, por lo que la utopía estaría viviendo su enésima –y esta vez muy triste– juventud gracias, en este caso, al memorable capítulo de la tercera temporada de la serie Black Mirror.
Continuará…