Lo bueno, si breve, dos veces bueno
Baltasar Gracián (1601-1658)
Suelo sentirme cómodo cuando me presento como novelista. Supongo que me avala una trayectoria razonablemente amplia. He publicado una decena de novelas, he pronunciado conferencias y he escrito centenares de textos sobre mi oficio y por consiguiente tengo al respecto un discurso bastante acabado y rodado.
En cambio, el de los aforismos sigue siendo, para mí, un territorio casi virgen.
La primera vez que me metí en este jardín fue por casualidad, hace unos años, cuando cierto pintor amigo mío me pidió un texto para presentar un catálogo. Después de haberme mostrado sus cuadros uno por uno, y de conversar durante horas sobre pintura, consideraba que yo se lo podía hacer.
–Te prometo que lo intentaré- dije.
Lo primero fue tomar notas. Me salieron centenares de pensamientos de los que hice una criba. Me quedé con setenta. Me pareció que concentraba toda la riqueza de sensaciones, emociones e ideas que habían surgido durante las conversaciones tenidas con Franciam Charlot, que así se llamaba el pintor, delante de sus cuadros.
Luego, releyendo las notas, me dio pena desarrollar algo más articulado. Me di cuenta de que para ello habría tenido que renunciar a la mitad del material.
El resultado fue que al final nunca escribí aquel texto sino que quedaron los que estaban llamados a ser, lo entendí más tarde, mis primeros aforismos1, un género al que desde entonces soy fiel.
Yo entiendo que un buen compendio de aforismos es al ensayo lo que un tráiler a una película: los mejores momentos sin escenas de transición. Nunca he estado en una mina de diamantes, pero imagino que lo que sale de allí es rocalla a la que hay que retirar la ganga para que queden los diamantes.
Eso son, en la prosa, los aforismos. Piedras preciosas en la boca de los hombres, dijo un poeta
El diccionario de María Moliner (1900-1981) define el aforismo como una máxima que se da como guía en arte y ciencia.
Algunos entiendo que sí: otros pueden ser una pequeña reflexión o una intuición más desarrollada en forma de microensayo. Entre las Migajas sentenciosas, atribuidas a Quevedo, hay máximas, pero también reflexiones. Las greguerías de Ramón Gómez de la Serna y muchos de los “aerolitos” de Carlos Edmundo de Ory (1923-2010) ni siquiera son reflexiones propiamente dichas, y pertenecen al género.
Eso por no mencionar el pensamiento poético, los haikus y un largo etcétera de semejantes.
Hay que estar muerto en vida antes de saltar a la arena del arte. [Un alma en incandescencia, J.A. Mañas]
El mundo del aforismo es tan variado como el de cualquier otra especie literaria.
Por su parte, Manuel Seco en su Diccionario del español actual (que cada vez me convence más), apuesta por hablar de “sentencia breve y doctrinal”. Estoy de acuerdo con la brevedad. Un aforismo de diez páginas no es un aforismo. Pero doctrinal suena a dogmático, verdad absoluta, y eso me parece lo contrario de lo aforístico.
Pese a su naturaleza lapidaria, la escritura aforística permite, justamente por su condición fragmentaria, atacar un tema desde todos los ángulos. Las diferentes intuiciones son dardos lanzados a menudo desde lugares opuestos. Muchos, en discurso más articulado, serían suprimidos por un prurito de coherencia. Pero no en una recopilación de aforismos.
Quizás esto sea lo que más me gusta del género: que permite contradecirse.
La contradicción se ha dicho alguna vez, debería figurar entre los derechos fundamentales del hombre.
Ayudadme a comprender lo que os digo, y os lo explicaré más despacio. [Juan de Mairena, 1936]
Por lo demás, afirman los entendidos que quince versos bastan para garantizar la inmortalidad de un autor. Eso mismo, referido a pensamientos, estima el autor de aforismos. Es su aspiración. La concentración máxima en un puñado de reflexiones originales, sugerentes y, a ser posible, poderosamente iluminadoras.
Como es obvio, son pocos los que lo consiguen.
En mi caso, son apenas un puñado de aforistas los que me han marcado, pero lo han hecho de tal forma que su huella resulta indeleble. Ese es el objetivo del aforismo. Ser un dardo irrepetiblemente certero, con la suficiente potencia como para ir “al fondo de las cosas”, como diría Schopenhauer.
Yo reconozco esa lucidez y esa penetración en autores españoles como Gracián, Eugeni d’Ors, el propio Juan Ramón en lo estético, Mairena y, ya más cerca de nosotros, en mi coetáneo Roger Wolfe.
Lo hondo que puede llegar a ser mi vínculo con ellos lo aclara una de las reflexiones más acertadas de Roger Wolfe: