Allá por septiembre de 1977, hace casi cuatro décadas, Philip K. Dick concedió una entrevista a un tal Yves Breux, un director de documentales francófono del que Google nos dice poco y nada. Con el pretexto del Festival du livre de science fiction de Metz, capital de la región francesa de Lorena, Dick habla sobre asuntos profundamente enraizados en su tiempo, tal vez la década más convulsionada de la Guerra Fría: los tormentosos años setenta.
Aquello sobre lo que más vuelve Dick es la paranoia (tema axial en sus novelas) y su causa histórica y política: la persecución estatal hacia la disidencia, la sospecha permanente ante cualquier atisbo de algo que sonara a «rojo». Dick cuenta anécdotas puntuales sobre los años del gobierno de Nixon, sus temores ante la inminencia kafkiana constante de la detención, los allanamientos y la vigilancia panóptica de sus acciones.
El bloque capitalista, proverbialmente predicado por su presunta libertad de prensa, aparece en las anécdotas de Dick como la materialización de la peor pesadilla distópica imaginable: aquella que había concebido Orwell treinta años antes, quizá pensando en el estalinismo, pero al mismo tiempo presagiando el control y el disciplinamiento furibundo de las consciencias también presente en occidente.
En Les règles de l’art (1992), el sociólogo francés Pierre Bourdieu detalló como se producen luchas dentro del campo literario, es decir, el espacio en el que intervienen los agentes sociales que se dedican a la literatura (editores, críticos, autores, traductores). Estas luchas suelen estar relacionadas en cierta medida con la imposición de aquello que Bourdieu denominaba el «gusto legítimo», una forma de poder que a veces es simbólico y otras veces, económico. Una de estas luchas reside en la imposición de cuáles son los géneros literarios legítimos, véase «válidos», para una época determinada.
Autor de obras exquisitas que participan de la ciencia ficción de la segunda mitad del siglo pasado, fuente inagotable de gran parte de la producción cinematográfica que se involucró de alguna manera u otra con este género durante las últimas décadas (desde Blade Runner de Ridley Scott hasta Minority Report de Spielberg por sólo nombrar dos casos paradigmáticos); me resulta llamativo hasta qué punto Dick parece heredar ese mismo gusto legítimo impuesto por la crítica académica que a simple vista yo imaginaba que él desdeñaría: aquel prejuicio que insiste en la supremacía cualitativa del realismo literario (la prosa europea seria de grandes nombres que él mismo se encarga de enumerar) frente a géneros como la ciencia ficción. En este sentido, me pareció muy llamativo el orgullo que Dick dice sentir cuando su obra es reconocida por la universidad francesa.
Academia contra mercado, la élite contra las masas, lo aristocrático contra lo plebeyo, lo clásico contra lo popular. En estas tensiones y contradicciones parece situarse el autor de El hombre en el castillo (1962), como cuando menciona el menosprecio hacia el anti-intelectualismo reinante de su propio país: Dick parece reforzar otro cliché, la paremia bíblica que reza que nadie es profeta en su tierra. Como muchas veces hemos visto hacer a Woody Allen, Dick se muestra como el autor al que sólo entienden en Francia, tierra de intelectuales donde sí parecen valorar la ciencia ficción, eso sí, siempre y cuando esté tamizada con el estilo propio del realismo francés.
En este sentido, y más allá de estas cuestiones de géneros literarios, un último punto me parece interesante de subrayar: la pulsión humanista de Dick, su ambición por salir del aislamiento monolingüe en el que se ve inmersa la cultura estadounidense. Escuchémoslo. En Dick se da algo singular: todo lo que dice, así como todo lo que escribe, vale la pena.