Etapas ni cortas ni largas, es el secreto. Una legua y una hora de descanso,
otra legua y otra hora, y así hasta el final. Veinte o veinticinco kilómetros al día
ya es una buena marcha; es pasarse las mañanas en el camino. Después,
sobre el terreno, todos estos proyectos son papel mojado y las cosas
salen, como pasa siempre, por donde pueden.
Viaje a la Alcarria, Camilo José Cela
El libro de viajes puede ser considerado como una extensión del género epistolar, con el que se solapa a menudo. Cartas finlandesas (1898), de Ángel Ganivet, en realidad es un libro de viajes en forma epistolar, y casi se podría decir lo mismo de la Correspondencia (1847-1865) de Juan Valera, fruto de los muchos viajes que sus destinos diplomáticos le permitieron hacer por medio mundo, y que se iba publicando en revistas a medida que llegaban sus misivas.
Algo parecido ocurre con Diario de un testigo de la guerra de África (1859), de Alarcón, el autor de El sombrero de tres picos (1874).
Pese a ello, el libro de viajes tiene una personalidad propia y una textura que lo hace perfectamente reconocible. El Libro de las maravillas de Marco Polo (1298) es de los ejemplos más notorios de esta literatura. Voltaire, Montesquieu y los ilustrados abundaron en ella.
En el mundo hispánico, los viajes del misterioso Ali-Bey pueden contarse entre lo mejor del género.
Resulta curioso, en el caso español, comprobar que, teniendo la conquista de América que relatar, lo que se escribiera sobre ella fuera tan escaso. Las cartas de Colón y, sobre todo, las cartas de relación de Hernán Cortés a Carlos V cumplirían esa función, aunque se trata de textos de carácter administrativo, sin gran valor literario.
Desde luego, a fecha de hoy no los lee nadie como textos literarios. Hemos de creer que, como observan algunos autores, los españoles eran poco dados a escribir sobre sus gestas. Al morir el portugués Magallanes, Juan Sebastián Elcano, un marinero vasco, fue en realidad quien acabó aquella primera vuelta al mundo: no se conoce que escribiera nada sobre ello.
Más recientemente, con la aparición de la fotografía y el cine, el libro de viajes pierde su carácter de necesidad informativa y se transforma en mero retrato de la sensibilidad del artista, un espejo del alma más que del paisaje. El gusto por la divagación subjetivista será la marca de la casa.
A ese nivel, aunque hay bastante donde escoger, pocos textos han logrado alcanzar la fama y el estatus de clásicos. Es habitual con los géneros menores.
Más que los viajes internacionales, como la Vuelta al mundo de un novelista (1924), de Blasco Ibáñez, a mí me entretienen los viajes de interior de los escritores del 98, y en especial Azorín, que tiene un afán descriptivo extraordinario, como en su ensayo titulado Castilla (1912).
Con todo, mi predilección en este apartado lo encabeza Camilo José Cela con Viaje a la Alcarria (1948), Viaje al Pirineo de Lérida (1965), Del Miño al Bidasoa (1952), etcétera. Sus libros de viajes son la prolongación de un castellanismo de raigambre noventayochista, aunque con tintes menos pesimistas y deprimentes.
Las cosas están siempre mejor un poco revueltas, un poco en desorden; el frío orden administrativo de los museos, de los ficheros, de la estadística y de los cementerios, es un orden inhumano, un orden antinatural; es en definitiva un desorden. El orden es el de la naturaleza, que todavía no ha dado dos árboles o dos montes o dos caballos iguales. [Viaje a la Alcarria, CJC]
Son, con bastante diferencia, las obras que prefiero de este autor.
Creo que tienen un gran valor tanto literario como lingüístico. En ellas, Cela recogía todos los vocablos que se encontraba por el camino. Sus páginas constituyen una auténtica mina filológica para el interesado.
Ha habido pocos escritores con un castellano tan recio. La suya es una savia muy nutritiva. Cela sabía perfectamente que, al final, escribir es cuestión de poner una palabra detrás de otra, y las cuidaba con mimo.
Hay algo especial en sus viajes. Una alegría extraordinaria, contagiosa. Se ve que el hombre disfrutaba plenamente. Era un andarín que se recorrió España de arriba abajo, «un irredento vagabundo», se definía a sí mismo.
Ese deleite en la actividad andariega y en el mundo físico se palpa en sus libros de viajes. Cela era un escritor eminentemente telúrico. Se nota, en estos textos, el tiempo de paréntesis que se daba para escuchar a la gente y filtrar sus impresiones.
Al viajero, como era de esperar, le parece muy bien lo de la merienda. Tiene hambre y en casa de Arbeteta se toma un vaso de leche espesa, de color de manteca, y un pedazo de pan blanco, macizo, tierno, de dos palmos de tamaño. Con la barriga llena, el viajero se torna sentimental. Lo nota y corta por lo sano. [Viaje a la Alcarria, CJC]
Uno de los que ha retomado con más acierto, recientemente, el relevo del Cela viajero ha sido Julio Llamazares, con Lluvia amarilla (1988).