Que son pandilleros, que son violentos, que se tatúan (hasta la cara). ¿Qué sabemos realmente de las maras, esos “ejércitos de chicos sin futuro” que habitan en las calles de El Salvador, Centroamérica y también de Estados Unidos? Hablamos con Juan José Martínez D’Aubuisson (El Salvador, 1986), antropólogo, escritor y uno de los más reconocidos investigadores del tema. D’Aubuisson es autor de Ver, oír y callar (Pepitas de calabaza, 2015), una colección de crónicas desgarradoras y anotaciones sobre su trabajo de campo en la colonia Montreal, controlada por la Mara Salvatrucha 13, la pandilla más grande del mundo. Ver, oír y callar es una radiografía del fenómeno de las maras donde se explican los orígenes, las características y su contexto socioeconómico y cultural. Todos los hechos, personajes y escenarios que aparecen son reales.
Al aproximarnos al fenómeno de las maras encontramos aspectos históricos: la guerra civil en El Salvador (1980-1992), la emigración masiva a Estados Unidos, la posterior repatriación de pandilleros salvadoreños a su país de origen y, después, la reconstrucción y multiplicación de sus clicas (células) en medio de la exclusión social a finales de los 90. ¿Qué son las maras?
En realidad, sobre “pandilla” no hay un concepto unificado y aceptado por la comunidad académica. Probablemente, esto se deba a que se entienda (por pandilla) tanto a los chicos de “los grupos juveniles de esquina” como a las bandas criminales muy organizadas. En mi opinión, constituyen una forma de organización, que puede ser definida por unas características universales, relacionadas con el uso de la violencia y la representación y reivindicación de una identidad marginal de sustitución (de la familia, la escuela, la comunidad…).
Las pandillas salvadoreñas son grupos conformados mayoritariamente por jóvenes de los estratos más bajos de la sociedad. Las pandillas tienen su origen en el sur del Estado de California y poseen todo el acervo chicano en sus raíces. Estos grupos se organizan en pequeñas células locales con nombre propio, con un líder (“ranflero” o “palabrero”), y actúan con relativa autonomía. Reivindican una serie de símbolos, valores, normas, historia y organización jerárquica.
El uso de la violencia es fundamental, ya que el punto central de su identidad descansa en el mantenimiento de un sistema de agresiones recíprocas contra la pandilla antagónica. En virtud de este sistema se generan ideas de estatus, poder y reconocimiento, que ellos aglutinan en la palabra «respeto».
Los integrantes tienen que pasar por una serie de pruebas de valor, que guardan relación con este sistema de agresiones y, posteriormente, con un ritual que simboliza la ruptura con su vida pasada y su entrada a una nueva condición. La lógica de las pandillas está atravesada por ideas fundamentales como el sacrificio y el terror, que se expresan, respectivamente, en la forma fatalista de ver la vida y en la imposición de todo un sistema de amedrentamiento, tanto en el interior de las clicas como hacia los barrios en donde habitan.
¿Y qué factores político-sociales contribuyeron a gestarlas?
En cuanto a los factores político-sociales yo enumero tres. Por un lado, las condiciones sociales y económicas producto del modelo liberal agroexportador (El Salvador basó su economía sobre todo en el café desde mediados del siglo XIX hasta principios de los años ochenta) generaron condiciones muy lamentables para la gran mayoría de la población. Este sistema, en pocas palabras, hizo de El Salvador un país de pobres y cristalizó las relaciones de poder de una pequeña élite económica frente a las poblaciones subalternas.
En segundo lugar, el conflicto político-militar de los años 70 y 80 (en buena medida como una forma de subvertir el modelo neoliberal) fue un proceso de profunda transformación sociocultural. La consecuencia fue, no obstante, que el tejido social se vio destruido y las condiciones económicas se volvieron paupérrimas. La guerra, y sobre todo el terrorismo de Estado, hizo que grandes cantidades de personas migraran hacia los Estados Unidos, donde encontraron grupos que los absorbieron, o se vieron obligados a formarlos, como el caso de la Mara Salvatrucha 13. Las deportaciones desde Estados Unidos de salvadoreños pandilleros a principios de los 90, una vez finalizado el conflicto armado en El Salvador, básicamente, facilitaron una “exportación cultural” en donde las pandillas, concretamente la MS13 y Barrio 18, pudieron instalarse e hibridarse con otros grupos.
Y en tercer lugar, hay que tener en cuenta la poca importancia que el estado salvadoreño, la sociedad y la academia concedió al fenómeno en sus inicios. En los años 90, en gran medida, se ignoró lo que sucedía en los barrios con este «ejército» de chicos sin futuro. Los medios, los académicos, los funcionarios y, en general, todos, estábamos más preocupados por las cuestión político-electoral –que es una continuación del conflicto ochentero, pero sin balas– y giramos la cara ante lo que sucedía en las calles con los huérfanos que las balas dejaron.
Un detalle: el Departamento de Justicia de EE.UU calcula que existen por lo menos unas 30.000 pandillas (760.000 miembros, distribuidos sobre todo en Los Ángeles y Chicago). ¿Cómo se explica que la primera potencia mundial se haya convertido en el paraíso de las pandillas desde hace décadas?
En este punto no hay que perderse. En todo caso, creo que lo extraño, lo raro, sería que no hubiesen pandillas en los Estados Unidos. Recordemos que son una forma de supervivencia y reivindicación simbólica de las poblaciones marginales, las cuales abundan en “el norte”. Esos miles de chicanos, migrantes mexicanos, asiáticos, centroamericanos y caribeños no siempre pueden insertarse felizmente en la tierra de “leche y miel”. Además, la hegemonía de las etnias anglo, la falta de empleo y la escasez de vivienda generan mucha competencia y violencia entre estos mismos migrantes.
Por otro lado, como dato curioso, podemos decir que la Mara Salvatrucha 13 ha hecho ya el viaje a la inversa. Es decir, pandilleros salvadoreños han emigrado en los últimos años a los Estados Unidos, han fundado allí sus nuevas clicas, han incorporado a chicos inmigrantes, nacidos ahí y a otros y les han inculcado una forma de ser pandilleros más asociada al “estilo salvadoreño” que a las pandillas históricas estadounidenses. Un boomerang. En pocas palabras, comen lo que cosecharon.
¿Qué elementos fueron determinantes para que decidieras investigar a las maras?
Creo que la academia salvadoreña le debe mucho al país en este sentido. Este trabajo parte de la necesidad de entender uno de los problemas más graves y que más nos afectan como población, que solo podrá sanearse si entendemos en detalle de qué está compuesto.
Ver, oír y callar está planteado como las anotaciones de un trabajo de campo, son reales todos los hechos, personajes y escenarios. Es un libro concebido a través del “método etnográfico”. ¿En qué consiste y de qué manera lo aplicaste?
El libro no debe entenderse como un documento científico. Fundamentalmente, consiste en una trascripción de mi libreta de campo. Por supuesto, hay un ejercicio de adaptación en la escritura. Tomo el estilo de la crónica periodística para narrar sucesos conocidos a través del método etnográfico. Recuerda que esta investigación la realicé con 24 años, fue mi tesis de grado en la Licenciatura, y estaba sobrecogido por una realidad estremecedora, de la cual había sido ajeno toda mi vida.
Entender la vida y la muerte de la gente de la colina Montreal –en el municipio de Mejicanos– me cambió la percepción y me generó un compromiso de vida. Por eso, no quería que toda esa información cotidiana se quedara dormida en mi libreta, como comida para polillas. Este libro tiene que ver con la necesidad de contar a los lectores lo que vi allí arriba, en la última comunidad de la colina.
¿Cuáles son los peligros a que están expuestos quienes investigan in situ, escriben o documentan la violencia urbana en Centroamérica (la región con mayor tasa de homicidios del mundo)?
Trabajar entendiendo la violencia trae consigo riesgos intrínsecos. Sobre todo, si el trabajo implica pisar el terreno y comprender las relaciones sociales ahí donde sucede la violencia. El trágico asesinato del periodista franco-español Christian Poveda (1955-2009), autor del documental La vida loca, nos dejó a todos los que investigamos a las maras un mal sabor de boca y marcó un antes y un después en términos de la investigación de campo.
Por otro lado, también es cierto que a los investigadores nos gusta vernos a nosotros mismos –y que nos vean– como figuras especialmente expuestas y nos acostumbramos a centrar buena parte de los debates en cuestiones asociadas a nuestra seguridad, que se ve comprometida mientras trabajamos por “oscuros y peligrosos senderos”…
La verdad es, sin embargo, que en El Salvador casi cualquier profesión es más peligrosa que la mía. Los chóferes de bus mueren como moscas por problemas asociados con el cobro de las extorsiones sistemáticas de las pandillas. Las mujeres que venden en los mercados (Soyapango, Ilopango, San Bartolo, Quezaltepeque, etc.) están mil veces más expuestas y corren más riesgos que un investigador, que solo entra a los territorios conflictivos en periodos concretos y limitados. Incluso los niños –que para llegar a su escuela deben cruzar territorios controlados por distintas pandillas– se ven amenazados en mayor medida, ya que lo hacen todos los días y arriesgar la vida constituye parte de su rutina.
No me parece decente ni respetuoso continuar hablando de todos los riesgos a los que uno se ve expuesto en el trabajo de campo, pues corremos el peligro de centrar demasiada atención en el investigador y no en los hallazgos de este.
Respondiendo a tu pregunta, te diría que el mayor riesgo que corremos (los investigadores) es creernos que estamos en una condición especialmente vulnerable y que mientras más arriesgado sea un trabajo más calidad tiene. Esto únicamente acaba generando el efecto Indiana Jones de la academia.
En tu opinión, ¿en qué errores de información, tópicos y leyendas urbanas suelen incurrir autoridades, periodistas y “OeNeGeros” cuando hablan del tema?
Hay una infinidad de ellos. Creo que uno de los mayores errores consiste en entender a la pandilla únicamente como un reducto económico. Está claro que ingresar en la pandilla para un chico que no tiene nada incrementará de alguna forma sus ingresos. Se ha hecho una cantidad casi inatajable de estrategias para combatir el fenómeno partiendo del presupuesto de que “son mareros como una respuesta a la falta de dinero”. Esta es una visión en extremo materialista que anula su vertiente cultural (no en el sentido de comprender el fenómeno como algo etéreo, que flota por ahí, sino como el conjunto de valores, normas y concepciones que orientan la vida cotidiana de las personas).
Por otro lado, en este país, y probablemente en toda la región, se cree que las pandillas son un fenómeno únicamente asociado a la seguridad pública. Es mucho más amplio que eso. Implica una trasformación y un cambio sociocultural profundo. Hoy por hoy, la pandilla es quizá la forma más exitosa en lo que a organización social comunitaria se refiere. Desgraciadamente, los barrios se han hibridado con la pandilla que los controla formando nuevas instituciones y nuevos modos de entender la ciudadanía.
Por último, está quizá uno de los mitos más perniciosos: para terminar con un problema de violencia hay que ejercer una mayor. En El Salvador, la matanza, la represión y la tortura parecen ser siempre la única forma de seguridad pública con la que nuestros gobernantes pretenden terminar con el problema. Esta lógica torcida nos hace estar en los peores rankings mundiales de violencia, nos convierte en una sociedad de asesinos, en donde no solo matan las maras. De una u otra forma, matamos todos.
A través de tu investigación has podido observar de cerca el lenguaje subcultural de la MS-13 (vestuario, estética, tatuajes, ritos, música, murales, jerga, códigos de señas y relatos orales). ¿Qué elementos te han llamado más la atención?
Antes que nada quisiera distanciarme de las posturas que entienden la identidad pandillera a través de estas expresiones manifiestas, tal y como lo ha hecho la academia mexicana. Yo creo que, si bien estas pueden parecernos muy llamativas, no son otra cosa que expresiones superficiales de una identidad sociocultural más honda, que tiene su clave en las relaciones sociales (tanto hacia dentro como hacia afuera y respecto a un sistema cultural). Es decir, las pandillas pueden cambiar sus formas de hablar, de vestir, de comunicarse y pueden seguir siendo una pandilla, pero esto no transforma sustancialmente la estructura de sus relaciones sociales.
Concretamente, me llamó mucho la atención el tatuaje que un chico tenía en todo su pecho, estaba en letras góticas y decía “primero nosotros” en alusión a la frase popular “primero Dios”. Me pareció un claro ejemplo de lo poderosos que los pandilleros se sienten. El chico estaba preso, en un penal de mierda, comiendo comida de mierda, durmiendo en catres de mierda, a merced de un Estado cruel. Sin embargo, seguía sintiéndose un Dios…
¿Cuál ha sido la recepción del libro y de tus artículos académicos y periodísticos sobre las maras, publicados en países de América y en Estados Unidos?
Ver, Oír y Callar ha tenido una buena recepción en España y en otros países. En El Salvador quizá son más conocidos mis materiales académicos y las publicaciones periodísticas. Sin embargo, cada vez hay más apertura por parte de la sociedad a la hora de entender los fenómenos socioculturales desde un punto de vista científico y a no entregarse de lleno a los juegos mediáticos o estatales. En general, creo que la recepción es buena y cada vez es mayor.
Finalmente, ¿en qué proyectos te encuentras inmerso?
Actualmente, estoy escribiendo un libro junto a mi hermano Óscar Martínez, periodista (El Faro), sobre la vida y muerte de un sicario de la Mara Salvatrucha 13 a quien entrevistamos y con quien convivimos por más de tres años hasta su asesinato a manos de su propia pandilla en 2013. Además, estamos editando un libro académico sobre pandillas en El Salvador en co-autoria con el analista Luis Enrique Amaya, en el cual pretendemos echar un vistazo general al fenómeno describiéndolo desde sus orígenes hasta el presente. Por último, realizo un trabajo sobre penales en el norte de Centroamérica para la plataforma Insighcrime con sede en Washington y Bogotá.