Chap Chap (una antología confesional) (Blackie Books, 2015) es una compilación de artículos que llevan la firma de Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, 1971), periodista, escritor y co-director del festival Primera Persona. Conversamos con el autor sobre su último libro, en el clima distendido de una terraza de Barcelona. Hace hincapié en torno al concepto del “yo” en la escritura, el periodismo, el humor y la música pop. A lo largo de su carrera literaria ha escrito Eres el mejor, Cienfuegos (2012), Mil violines (2011), L’home intranquil (2010), Rompepistas (2009) y El día que me vaya no se lo diré a nadie (2003).
¿Cómo nace la idea de recopilar tus artículos en una antología?
Todos estos artículos surgen de una voz en primera persona. Cuando empecé, para mí era lo natural y no me paré a pensar si era la apropiada. Soy de educación autodidacta, he ido aprendiendo a batacazos y a fuerza de héroes y mentores. Así que fui viendo cómo funcionaban las cosas y apareció eso que responde a lo que debe tener un columnista: una voz inconfundible. Una forma de escribir artículos que no es tan habitual y que suele ser ninguneada, porque en este país hay un gran problema con la aparición del “yo” en el columnismo y en la crónica. Empecé a ver que había una necesidad de explicar que la integración del “yo” en estos artículos hace una biografía sin querer…
De ahí el subtítulo de “Una antología confesional”…
Exacto. Desde el principio, yo partía de la subjetividad y de incorporar mi vida a cualquier pedazo de artículo o ensayo que escribiera. Eso lo hacía porque era lo que yo leía. En la cultura y en la prensa inglesa siempre había advertido la presencia ineludible de la firma en cada línea. Para mí, no era oprobioso, aunque otros lo consideraban como un rasgo amateur.
Entonces, ¿el “yo” es un punto de partida o de llegada?
Hay veces que una crítica periodística es una excusa para hablar de una historia que a mí me interesa y que tiene cierta confluencia con esa columna que me tocaba escribir. En otros casos, es la historia en sí que me pide ser escrita en forma de artículo. En Chap chap se habla de «columnas camufladas». Es lo que son.
Yo vengo de una cultura oral y lo que importa son las historias, la batallita de la noche pasada, aunque fuera vergonzosa. Todo eso tiene mucha enjundia en mi cultura: el ridículo y la autoflagelación son mucho más importantes que la heroicidad, porque la autoflagelación, el oprobio y el bochorno construyen grandes historias, mucho más creíbles y empatizables.
Creo que todo eso forma parte del esqueleto de mis artículos: la explicación de historias. No hay nada más aburrido que una crítica teóricamente objetiva –nunca lo son– o abstracta de un disco, por ejemplo. Lo interesante es convertirlo en algo memorable, en un cuento divertido que, además, pase por el tamiz de mi experiencia.
De hecho, ahora que hablas de diversión, el humor está muy presente en las anécdotas. ¿Se trata de un arma para la autoexploración?
Sí, el humor es la única muestra no pretenciosa de ingenio. La segunda clave del humor es la desdramatización, que provoca que se cancele y anule el victimismo y el melodrama barato. Incluso si la historia por sí misma tenía tintes trágicos, o provenía de un pesar personal, la tragicomedia o la inclusión del humor la humaniza, le quita afectación y la transforma en algo mucho más compartible. Mis autores favoritos conseguían que la lista de la compra fuese divertida, cualquier cosa tenía que ser así, burbujeante, a la vez que te hacía pensar y te enseñaba.
Considero que todos los artículos que escribo, y los que se recogen en Chap chap, tienen un potencial divertido, si no te sale de esta manera es culpa tuya, no del tema en sí. Guy Browning en The guardian, desde 1999 hasta 2009, escribió una serie de artículos con títulos como “How to shave”, “How to open the door”… chorradas que eran tronchantes. Y de eso extrae dos mil caracteres de farra escrita. Para mí, sacarle punta a un encargo desagradecido es una parte muy chula del trabajo que me ha sido encomendado para crear una historia memorable.
En esta antología seleccionas tanto “los mejores” como “los peores artículos” que has escrito; te disculpas ante ciertas “dádivas” lanzadas contra escritores y contra músicos; casi todos los artículos están glosados… En definitiva, hay un verdadero afán por revisar los textos a la luz del ahora. ¿Cómo te planteaste este ejercicio?
Se puede decir que como escritor he crecido en público porque todo lo compartía. Revisando los artículos me topé con aspectos inquietantes, de totalitarismo enloquecido, de delirios de grandeza, de llamadas al homicidio… Algunos que me dan vergüenza ajena –otros me parecieron la monda, por eso los recopilé, porque habían quedado exactamente como quise–.
Pero hubo dos cosas que me alarmaron especialmenente: una, la cursilería, yo no soy nada cursi, y es para mí uno de los grandes defectos culturales; dos, equivocar tus targets. Es un error terrible y cruel: meterte con una subcultura mayoritaria como los heavys me parece una indignidad, una falta total de comprensión y empatía. Un completo error de cálculo.
En tu primera novela El día que me vaya no se lo diré a nadie hay una frase que parece conectar directamente con esta antología al referirse al personaje de Julián: “Le encantan estos minúsculos detalles en los que nadie repara”. ¿Tu punto de partida son precisamente estos detalles?
En la narrativa, el detalle lo es todo. Más que escribir de forma decimonónica sobre un personaje, lo que hago es explicar un tic de personalidad, una forma de hablar, una sola cosa. George V. Higgins no describe nunca a los personajes, les deja que se describan con su forma de hablar. Yo creo que en los artículos también está el detalle, pero también la comparación inusual, la rítmica (tiene que haber cierta musicalidad), la contención… John Fante, por ejemplo, escribe tan solo dos metáforas en un libro entero y esas dos las recuerdas siempre. Es una escasez, pero muy escogida y muy utilitaria, porque sirve para un propósito muy claro.
Julio Camba siempre le decía a su editor: “te entrego este artículo anormalmente largo”. No es que le faltara tiempo para redactar un artículo corto, al revés, cuando te falta tiempo lo que haces es no editar –eso Manuel Jabois, uno de los mejores columnistas de España, lo sabe muy bien: editar y cortar hasta que aquello sea perfecto y no le sobre ni una palabra–.
La música también es omnipresente en tus artículos. ¿Cuál es tu relación con ella?
De niño, yo era anglófilo sin saber que lo era. Soñaba con la cultura inglesa y leía a Enid Blyton, a Conan Doyle, o a John Wyndham. Cuando crecí, a los 14, descubrí de sopetón la música pop de Inglaterra, una de las grandes invenciones del siglo XX y de la humanidad. Con su carga de belleza comunica verdades muy gordas, pero muy comprensibles, de una forma muy divertida y, además, te hace bailar. Contiene todo lo que le pediría a un artefacto artístico: el potencial de catarsis y el potencial de cambiar vidas. El pop fue una gran ventana porque yo no venía de un ámbito artístico, sino de un entorno semiindustrial del extrarradio de Barcelona, no particularmente pintoresco ni paisajístico.
El pop también poseía otro factor importante: articulaba ideas precoces que yo había sido incapaz de elaborar a los 15, o angustias adolescentes o cuitas juveniles. Aquello que te está pasando es de vida o muerte: el primer abandono, el primer gatillazo, el primer divorcio parental, el primer rechazo… son cosas que te parecen insuperables. Y la música pop me explicaba lo que me estaba pasando.
Tu familia y tus amigos aparecen a menudo en tus textos.
Sí, están muy presentes, pero hay una aduana cerebro-dedos que me hace parar siempre un momento. Hay un ochenta por ciento de historias en que me da igual, pero hay un veinte que no. Para mí es un cinturón de seguridad clave para no contar asuntos que van a dificultar la vida de otros (solo porque tú tienes cierto compromiso con la verdad no es razón suficiente). Estás contando un tipo de “verdad verosímil”, pero no es del todo real, pues en el fondo la verdad es insostenible.
Luego, lees a gente como Gary Shteyngart y te das cuenta de que él no busca eso, a él le da igual si como autor te parece un gusano inmundo. A mí no me da del todo igual. Puedo pintarme como un tío ridículo y con un gran potencial para el patetismo, pero quiero parecer alguien que en el fondo te parece entrañable. Hay una parte de cortejo, estás cortejando a tu lector.
Captatio benevolentiae…
En mis novelas, todos mis protagonistas son alter egos más o menos camuflados, pero todos tienen partes de mí. El alter ego es una forma cobarde de escribir primera persona y de hacer «verdad dura». Hay cosas de ti que jamás dirías con tu nombre y apellidos, o que no te admitirías a ti mismo hasta que no lo pones en boca de un protagonista.
Tim O’Brien lo explica claramente. La diferencia entre verdad y verosimilitud es compleja, y la línea es muy fina. Por ejemplo, cuando O’Brien habla de Vietnam, cuenta cosas que no suecedieron, pero que te explican la verdad de Vietnam mucho mejor que la realidad misma.
En Rompepistas hay una escena de la que siempre me acuerdo. Rompepistas y su mejor amigo Carnaval están viendo un partido de rugby mientras beben unas Xibecas sentados en la tapia del campo, en plena lluvia y solos. Eso nunca pasó, pero si me preguntan cómo fue mi adolescencia, diría que fue exactamente así. En mi última novela, Eres el mejor, Cienfuegos, narraba la caída en picado de un cuarentón y de su redención pasajera con el nacimiento de su primer hijo. Eso es claramente mi vida. Lo que pasa es que el relato está lleno de ficción, acaba distinto, hay unas partes proféticas que yo no esperaba.
Harry Crews dice que lo que narra es un núcleo de verdad embalsamado en múltiples capas de mentira, pero parte de una verdad muy gorda, que sale de su vida, de un pesar muy real y muy profundo.
Tus referentes proceden de la cultura anglófona, pero, barriendo para casa, ¿hay algunos autores españoles o catalanes que te gusten especialmente?
Lo que leía en el bachillerato, en los años 80, en español o en catalán pasaba por mí como una ventosidad. La Regenta me pareció un ladrillo, ilegible. O Mirall trencat de la Rodoreda. A los 16 años qué te esperas. A esa edad hay que leer El guardián entre el centeno y cuando el chaval vea que los libros son la pera, entonces se le puede dar La Regenta y dirá «qué guay».
Con el tiempo fui descubriendo otros autores, como la otra cara del 27 (gente como Camba, Jardiel, Gómez de la Serna). No obstante, yo leía todo lo que era inglés o norteamericano, todo lo que traducía Anagrama. Cuando me leí Principiantes pensé: aquí está todo lo que quiero en un libro (subcultura, pandillerismo, jazz, evidentemente la parte romántica y aventuras urbanas).
Cuando empecé a publicar (2003), los autores intentaban copiar a David Foster Wallace, había muchos imitadores que seguían esa estela de narraciones fragmentadas. En esos autores hay tres pesos que marcan su escritura: el modernismo, el posmodernismo y la gravedad de la transición. Parecía que nadie podía escribir nada divertido. Por tanto, mis coetáneos no me gustaban tanto y me ha costado diez años encontrar a gente con la que he acabado confluyendo y que escribe con referentes parecidos a los míos: Carlos Zanón, Carlos Pardo, Fernando San Basilio, Laura Fernández, Santiago Lorenzo… En periodismo me gusta muchísimo Manuel Jabois y Miqui Otero.
Al final, la imitación es siempre el punto de partida…
Claro, claro. Esto que tú dices tan anchamente, que yo también digo tan panchamente, tendría que ser la casilla de salida de toda creación, pero a veces se fomenta lo opuesto. Ves a gente en docencia o en talleres de escritura creativa… Y es un oxímoron, porque esto no se puede enseñar. Se pueden explicar las herramientas, pero el talante novelístico no. Creo que se les enseña (a los escritores noveles o a la gente que tiene deseo de escribir) que copiar es lo peor. Al revés, copiar es el primer peldaño de todo lo que van a hacer. En mi primera novela intenté hacerlo como Richard Brautigan, y lo que me salió no se parecía particularmente. Se ve cierta similitud en los capítulos cortos, pero la intención era aprender copiando.
Después de este ejercicio de casi exorcismo que es Chap chap, ¿te siguen interesando los mismos temas?
Mis novelas hablan de lo mismo. Al final, las obsesiones de un autor son las que son, lo que pasa es que toman distintas formas. En casi todas hay como un sentimiento de orgullo de pandilla, en todas hay culpa no resuelta, hay una violencia de base, que no implica necesariamente violencia física, sino una idea de alienación, de dureza que persiste de una a otra novela. Creo que la narrativa, en general, tiene que ser violenta porque la compasión no es suficiente. Toda literatura está ligada a un conflicto. Si no hay conflicto, puedes tener todas las herramientas, el tono, las palabras, incluso la idea, pero tu novela no va a estar viva.
Siempre me acuerdo de Happiness de Todd Solondz, con una tía que anhela ser escritora y se lamenta de que no la violaran de pequeña… y creo que hay mucha gente que piensa así. El conflicto nace de muchas partes, de muchos choques. Desde luego, nace en los primeros años de tu vida, en la adolescencia y la entrada a la vida adulta. Ahí tienes material para escribir mil novelas.
Y para terminar, ¿en qué proyectos te encuentras ahora inmiscuido?
Me pasé toda la gira «rocanrolera» de Chap chap diciendo que no quería volver a escribir una novela. No sé qué me pasó porque no soy un tío de obsesiones, pero me obsesioné con que no quería volver a encerrarme durante dos años, porque, claro, una novela no es una decisión baladí. De vez en cuando vas a hacer una. En general, son tres años, tranquilamente. Pero me di cuenta de que ahora tengo ganas de escribir una novela, de volver al cubil, o sea, que en el fondo estuve mintiendo como un bellaco durante un año, para luego darme cuenta de que lo que quiero es escribir otra novela.