Antiguos y modernos, Renacimiento y Barroco, clasicismo y romanticismo, tradición y modernidad. (Nietzsche hablaba de lo apolíneo y lo dionisiaco, dos mismos collares para el mismo perro). Coloquemos estas antinomias históricas en la misma ecuación, y parece natural concluir la identidad de los diferentes conceptos. Y, sin embargo, no resulta fácil elevarse por encima del magma anecdótico histórico para conseguir una macrovisión de conjunto del arte.
Eugeni d’Ors fue de esas raras águilas que alcanzó ciertas alturas
Si volvemos a los símiles alpinistas, lo suyo en Lo barroco (1936) sería la coronación del pensamiento estético de la modernidad artística española, uno de esos ochomiles que acostumbraba a conquistar Ortega y Gasset.
Y ese fue el problema: que cuando coronó la cima se encontró con que había allí otro tipo.
A d’Ors le pasó como al explorador británico R.F. Scott, quien al alcanzar el polo sur se topó con que ya ondeaba la bandera noruega. En nuestro caso, una bandera hispanoalemana. D’Ors fue un príncipe intelectual que, cuando llegó a Madrid, se encontró con que la figura de Ortega lo eclipsó, a veces justa y otras injustamente.
Con todo, Lo barroco es uno de los mejores ensayos sobre estética que se han escrito nunca en España.
En el texto se da cuerpo a la concepción tan personal y poética que tiene d’Ors del Barroco. Un Barroco cósmico, que navega a la altura de los grandes buques de la filosofía de la historia o de la historia de las ideas estéticas, de los Hegel, los Vico, los Wölffin, y pese a ser más ligerito de peso (son 160 paginitas) no les va a la zaga en cuanto a profundidad de comprensión.
El Barroco, según d’Ors, es una sicología perversa, una mujer fatal, un arte que no sabe lo que quiere, que es contradictorio y que prospera en la confusión.
Siempre que encontramos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, el resultado estilístico pertenece a la categoría del Barroco. El espíritu barroco (…) no sabe lo que quiere. Quiere, a un mismo tiempo, el pro y el contra. Quiere –he aquí estas columnas, cuya estructura es una paradoja patética- gravitar y volar. Quiere –me acuerdo de cierto angelote, en cierta reja de cierta capilla de cierta iglesia de Salamanca– levantar el brazo y bajar la mano. Se aleja y se acerca en la espiral. Se ríe de las exigencias del principio de contradicción. [Eugeni d’Ors]
Un arte vital y decadente a un tiempo, tan recalcitrante a la tiranía del buen gusto como al imperio de la razón, espontáneo e inclasificable, irregular, extraño y a menudo grotesco, de una originalidad informe, como las perlas que adjetiva en el idioma portugués al que remite su etimología, que se aparta de manera chocante de la regla común.
Una especie de dialecto salvaje de la cultura, según Burckhandt. Un modo de perversión y de fealdad, dirá Croce. Un ornitorrinco artístico, maldito y polimorfo, disperso en multitud de esquemas multipolares, que puede ser sucesivamente romántico, gótico o rococó, pues aspira a entroncar todas esas manifestaciones históricas.
No importa la realidad. D’Ors busca la esencia eterna del momento, el eón en cada una de sus manifestaciones históricas.
Estamos muy alejados, pues, de una mera taxonomía.
De hecho, toda concreción sobra, dado que el Barroco de d’Ors es fundamentalmente ideal. Por eso es tan escurridizo. Puede ser un momento en una evolución de un artista, un detalle de una obra…
Cualquier cosa, ya que ni siquiera se circunscribe al arte.
Todos, por ejemplo, tenemos que escoger en algún momento entre lo vital y lo que d’Ors considera lo eterno.
Cada hombre, cada productor espiritual, cada artista, cada escuela, cada país, cada época, reproducen en su propia conciencia el mito de Fausto y se encuentran frente al pacto propuesto por Mefisto –que es Pan– en las agonías de una noche de Pascua primaveral. [Eugeni d’Ors]
Cualquier concepto, por caduco que sea, resucita y se transforma en cada nuevo contexto. Y así, el Barroco dorsiano va cambiando, camaleónico, de paisaje en paisaje, de época en época, de artista en artista, rebozándose en el barro de la erudición del autor.
Si uno de los objetivos de la poesía es hallar analogías escondidas entre las cosas, este libro es eminentemente poético, en el más alto nivel.
El Barroco dorsiano es un concepto transhistórico, un macroconcepto que, bien utilizado, se convierte en una herramienta utilísima, como prueban los análisis dorsianos de Poussin y Watteau.
Pero Lo barroco es además el relato de una aventura intelectual, la “novela” de una vivencia estética, el descubrimiento de un concepto crucial que habita en cualquier realidad, y el mérito de d’Ors está en hacernos partícipes de una aventura casi sicoanalítica, en hacernos vivir el apasionante relato de las sucesivas reapariciones de este personaje, tan huidizo, en su conciencia.
El barroco, como idea, se mueve, se agita y se estremece ante nuestra vista. Nos resulta tan intrigante como al propio narrador.
La composición narrativa realza el interés literario del ensayo y lo convierte en un texto mucho más moderno que los de Ortega, más atractivo a la sensibilidad postmoderna actual.
Es un híbrido escapado de la casilla paradójica clásica.
No podía un libro sobre el Barroco ser un libro límpido y claro, sino que tenía que ser misterioso, tortuoso y tan seductor como esas sirenas de cuyos cantos se protegió este catalán universal, atándose firmemente al mástil de la razón.
Todo el encanto del libro, al final, está en la maniera. Una maniera, que encima, tiene recompensa. Es como un misterio policiaco, con un secreto por descifrar. Y al final ese secreto –el secreto de d’Ors– merece la pena.
De pronto surge la duda: ¿Será posible que el precursor del Noucentisme, uno de los raros y más capaces adalides de la razón durante el siglo XX, tuviera una naturaleza…barroca?