El premio Nobel 2015 pilló a casi todo el mundo desprevenido. A mí me cogió en la calle. Me enteré curioseando por el escaparate de la librería Visor de Madrid. La misma tarde en la que se falló el premio, rápidos en el marketing literario, los chicos del local habían improvisado una solapa que anunciaba el galardón al único volumen de la escritora bielorrusa, Svetlana Alexeivich, traducido al castellano por el momento. Me sorprendió, no por lo desconocido de la autora, sino porque hacía unos meses había estado hojeando aquel mismo libro atraído por su título: Voces de Chernóbil (2006). No necesité saber mucho más, entré y me lo llevé.
Todo lo relacionado con el accidente en el reactor número cuatro siempre me ha fascinado: el desarrollo de los acontecimientos que condujo a la explosión, los trabajos de extinción, la evacuación de la población de la zona, la limpieza del tejado de la central, el trabajo de los liquidadores, la construcción del sarcófago. Sin embargo, resulta curiosa la escasez de libros sobre el tema. Por lo menos en nuestro idioma.
En el medio televisivo, mucho más cercano al morbo y al amarillismo, se han producido bastantes documentales de diversa calidad sobre el asunto. Algunos rigurosos, otros alarmistas. Sin ir más lejos, en nuestra televisión patria han tocado el tema tanto el ubérrimo Iker Jiménez, como el narcisista Jon Sistiaga.
Internet siempre ha encontrado en Chernóbil una fuente inagotable de contenidos. Google Maps, ese ojo todopoderoso que todo lo puede ver desde el cielo, nos puede llevar vía satélite hasta Prípiat, la ciudad fantasma, y hasta la mismísima central. Se puede navegar por la zona de exclusión e imaginar cómo el bosque ha ido devorando los vestigios de humanidad en la zona.
Sin embargo, una web que hace años me hipnotizó fue esta. Aquí, una chica ucraniana, Elena Filatova, narra cómo recorre la zona de exclusión en su moto, armada con un dosímetro y una cámara de fotos. Por aquel entonces, principios del tercer milenio, puede que todos fuéramos más inocentes, o puede no nos hubiera llegado tanta información, pero lo cierto es que aquella web corrió como la pólvora por todos los foros con profusión de enlaces y comentarios.
Las fotos de Elena impactaron a una joven generación de internautas, y casi como un vestigio arqueológico de un tiempo ya pasado, en el que los diseños de la web eran otra cosa, todavía pueden seguir contemplándose esas imágenes como si estuvieran detenidas en el tiempo: como la ciudad de Prípiat. Después, como en los desengaños de nuestra juventud, nos enteramos de que, en realidad, aquella chica no era hija de ningún científico ni recorría libre con su moto la zona, sino que, como todo hijo de vecino, había visitado el lugar en el marco de una ruta turística programada.
Porque existen visitas turísticas a la zona de exclusión. Hasta este punto llega el morbo y el afán de enriquecimiento de nuestro mundo capitalista. Así es la naturaleza humana. Como quien visita Disneyland, o mejor, como quien visita el parque temático de Bansky, por un módico precio, se puede realizar un tour por el área del desastre. El colofón del recorrido es la llegada hasta la central nuclear de Chernóbil donde se puede admirar el gran sarcófago que se está construyendo sobre el reactor cuatro. Todo esto con la garantía de las mayores medidas de seguridad para los visitantes.
Sin embargo, tras tanta frivolidad, el libro de Svetlana Alexeivich nos aporta, por fin, el punto de vista serio y trágico que merece uno de los sucesos más importantes de los últimos cincuenta años. La visión del libro es polifónica. Se reúnen decenas de voces, cada una con su verdad sobre el incidente: desde los campesinos que se vieron obligados a abandonar todo lo que tenían hasta los políticos y científicos que lidiaron con la catástrofe, pasando por familiares de afectados por la radiación, niños que vivieron la catástrofe, liquidadores enfermos que no pueden dejar de recordar aquellos días, aldeanos que se negaron a abandonar la zona…
El tratamiento de las entrevistas realizadas por la bielorrusa es magistral. En ellas la voz de la autora ha desaparecido, convirtiendo las conversaciones en verdaderos monólogos, con apenas alguna acotación, pero con toda la carga dramática de quien conoce la literatura oral y sabe reproducir las diferentes voces del pueblo.
Los testimonios son aterradores. El libro denuncia el desconocimiento que se tenía en todas las instancias ante una catástrofe de esta naturaleza. La gente no entendía por qué tenía que abandonarlo todo si no se veía ningún peligro. Tan solo, tras la explosión, algunos charcos adoptaron colores extraños, poca cosa para el éxodo masivo que se decretó. Los políticos tampoco entendían la necesidad de crear una alarma social injustificada. Los científicos, los únicos que podían comprender lo que ocurría, fueron tachados de traidores y se sintieron impotentes ante una catástrofe a la que tenían que enfrentarse sin medios.
Tras la lectura de Voces de Chernóbil sigue resonando el lamento de un mundo que confiaba en el átomo y que sigue sin entender cómo pudo desatarse aquella plaga bíblica.