En la siguiente columna, escrita especialmente para Pliego Suelto, Jorge Carrión (Tarragona, 1976) nos desvela en un tono distendido y confesional las razones que le llevaron a escribir la nouvelle Los difuntos (Aristas Martínez, 2015), epílogo de la trilogía de novelas Los muertos, Los huérfanos y Los turistas (Galaxia Gutenberg, 2014-2015).
Escribí Los difuntos porque tienen que cicatrizar tus heridas.
Escribí Los difuntos porque siempre quise viajar a Coney Island en su momento de máximo esplendor y alojarme en su hotel en forma de elefante.
Escribí Los difuntos porque Los muertos era un proyecto transmedia y porque Los muertos era una apuesta al todo o nada por la utopía y porque sí.
Escribí Los difuntos porque necesitamos historias, historias de ciencia-ficción, historias de revueltas populares, historias de naufragios y de atracos a bancos y de títeres y de electricidad en el Lejano Oeste.
Escribí Los difuntos porque Los muertos se merecía una segunda parte, pero como las segundas partes nunca fueron buenas, era sin duda mejor escribir una precuela, la primera parte de la primera parte.
Escribí Los difuntos porque –lo digo muy en serio– no tenía nada mejor que hacer.
Escribí Los difuntos porque Mario Alvares y George Carrington me obligaron a hacerlo.
Escribí Los difuntos porque los nuevos tenían muchos orígenes, pero sobre todo uno: esa revolución de finales del siglo XIX en que decidieron que se llamarían «los nuevos».
No escribí Los difuntos, porque los libros nunca se dejan de escribir.
Escribí Los difuntos porque aparecí desnudo en medio de un callejón encharcado de Nueva York y durante más de cinco años no me moví de ese charco, de ese abismo de ficción, de ese secuestro.
Escribí Los difuntos porque escribir no es una opción, es una maldición; no es una puerta, es un laberinto; no es un fin, sino un sinfín; comienza como deseo y termina siendo cualquier otra cosa, tantas otras cosas, cualquier cosa menos deseo.
Escribí Los difuntos porque George Carrington y Mario Alvares se me aparecieron en sueños y me apuntaron con una pistola (una cada uno) y me gritaron que la trilogía estaba incompleta, que siguiera escribiendo, que nunca dejara de escribir.
Escribí Los difuntos porque tenía dieciocho años, porque escribir te inyecta la sangre y el insomnio y la fuerza exagerada de los dieciocho años, porque uno siempre tiene dieciocho años cuando de verdad está escribiendo.
Escribí Los difuntos porque durante más de cinco años fui una marioneta, un traductor, un esclavo de esa pareja de dominatrices, esos nietos de Paul Celan, esos hijos de Quentin Tarantino, George y Mario, tanto monta, monta tanto, Mario y George.
Escribí Los difuntos porque Los muertos es mi novela sobre la guerra civil y aún no había escrito mi novela sobre la indignación, la segunda parte de la misma función.
Escribí Los difuntos porque tenía que hacerlo, porque en aquellos momentos era importante, fundamental, porque no tenía más remedio, porque hubiera sido una locura no hacerlo.
Escribí Los difuntos, en realidad, no sé muy bien por qué.
Escribí Los difuntos porque, bueno, yo qué sé, porque, ¿para qué escribe uno?, ¿sí o no?, ¿por qué escribe uno?, ¿eh, dime?, ¿por qué un texto y no otro?, ¿no?, ¿de qué materia está hecho ese cordón umbilical, ese ultimátum, esa obsesión que nos doblega hasta hacernos morder el polvo periférico?
Escribí Los difuntos porque durante más de cinco años estuve totalmente enfermo de ficción.
Escribí Los difuntos porque no podía no hacerlo.
Escribí Los difuntos y me curé: eso es todo, amigos.
No escribí Los difuntos, porque en realidad lo hicieron mis alumnos del taller literario «Escribir la pantalla» que dicté en la Universidad Javeriana de Bogotá el año que viene.
Escribí Los difuntos porque, como dijo Azaña, el mejor modo de guardar un secreto en España es escribir un libro.
Escribí Los difuntos para nunca saber por qué diablos escribí Los difuntos.