Suele considerarse que el teatro moderno arranca con La Celestina, un texto netamente híbrido. ¿Obra de teatro o novela? Muy difícil de decir. Y la cuestión no hace sino resaltar el parentesco y la promiscuidad histórica de ambos géneros.
La novela fue siempre extremadamente permeable, y entre los lenguajes que ha canibalizado tradicionalmente destaca el teatro, con el que tantos puntos en común tiene. La dramatización siempre fue uno de los componentes básicos de la ficción novelesca. El cómo por encima del qué. La musculatura que cubre la estructura ósea. Y las dos artes mimetizan el habla cotidiana.
Publicada a poco de la toma de Granada, la obra de Fernando de Rojas es el punto a partir del cual bifurcan tanto el teatro de Lope de Vega como la novela de Cervantes, los dos conocidos adeptos de La Celestina.
El drama lopiano pugna por una libertad total en la composición que ya está en la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Y si la esencia de la novela es ser un lugar de encuentro de diferentes idiolectos y sociolectos, entonces La Celestina es tan novela como el Lazarillo o el Quijote, donde a fin de cuentas la mayor parte de la obra es un dueto dialogado de la pareja de protagonistas.
En medio del marasmo de creaciones didácticas y alegóricas típicamente medievales, La Celestina ocupa una posición clave en el advenimiento de los géneros modernos. No por la trama o por sus tipos (cogidos del teatro clásico latino), sino por la profundidad realista de los personajes y por la manera, exclusivamente dialogada, de presentarlos.
Por supuesto que antes ya había personajes realistas y se utilizaba el diálogo.
Pero ni los personajes eran tan crudamente realistas, ni el diálogo tan perfectamente polifónico. Cada diálogo en La Celestina es la expresión autónoma, creíble, de un yo redondo que permanece fiel a su propia lógica. Y el conjunto nos sumerge en la beligerancia verbal de la vida.
En el texto oímos cómo se rozan y se violentan entre sí las diferentes conciencias.
El prólogo ya lo anuncia con una cita de Heráclito: la vida es un continuo estar en guerra. El verano nos agrede con su calor, el invierno con su frío. Todo en la naturaleza es de temer: terremotos y torbellinos, naufragios e incendios, el mar y los truenos. Las especies se devoran unas a otras. El león devora al lobo, el lobo a la cabra, el perro a la liebre. Los peces, ídem. Y sobran las aves que viven de la rapiña.
¿Pues qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién relatará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentos? ¿Aquel mudar de trajes, aquel derribar e renovar edificios, e otros muchos afectos diversos e variedades que desta nuestra flaca humanidad nos provienen? [La Celestina, prólogo]
La visión del mundo no podía estar más definida y la Tragicomedia le sirve de ilustración: las conciencias verbales están en guerra las unas contra las otras desde la primera página hasta la última.
Habrá tragedia a mansalva. Por el contrario, la comedia que anuncia el título yo no la percibo por ninguna parte. No hay ningún personaje gracioso, ninguna situación chistosa ni nada que sirva de contrapunto a este universo desoladoramente agresivo en el que nos movemos.
Más que negro, el tinte celestiniano es de un gris pobre, vacilante, sin esperanza, corrompido: ni siquiera en el cromatismo hay integridad. Nadie se salva del naufragio. Ni los criados Sempronio y Pármeno. Ni su amo Calisto, supuesto seductor. Ni tampoco la hermosa Melibea.
Ninguno resulta realmente simpático. Son todos mediocres, vanos, fatuos, torpes, tontos. Nadie consigue afirmarse plenamente ni tener consistencia real. Son seres inseguros y fluctuantes, como somos todos en la vida. Cambiantes en función de las circunstancias, los obstáculos, los roces con los deseos y los intereses de los otros.
El retrato resulta demasiado humano y terroríficamente real.
No hay glamour, grandeza, altura. Todo es bajeza moral, intereses espurios. Ni siquiera hay oscuridad, puesto que queda meridianamente claro que somos animales de instintos que luchamos por satisfacer natural o perversamente.
No somos, para el autor, mejores que los perros.
El odio es la emoción más característica de La Celestina, la que impregna hasta el tuétano cada auto.
Odio de los criados hacia su amo, del amo hacia su amada, de la amada hacia la vieja alcahueta que busca sacar provecho de la venta de su honor («¿(…) llevar tú el provecho de mi perdición? ¿Perder y destruir la casa y honra de mi padre por ganar la de una vieja maldita como tú?»), de los criados hacia la vieja que les está privando de parte del provecho, y etcétera ad náuseam.
Ese odio animal que anida en los personajes es el que va a provocar que acaben entrematándose. Porque todos mueren de una u otra manera. Y lo peor: no se les echa de menos.
Melibea es la única que me da lástima, cuando dice en el penúltimo auto: «De todos soy dejada. Bien se ha aderezado la manera de mi morir. Algún alivio siento en ver que tan presto seremos juntos yo y aquel mi querido y amado Calisto. Quiero cerrar la puerta, porque ninguna suba a me estorbar mi muerte».
No conozco otro texto de la literatura española tan corrosivo. Nada humano, en La Celestina, parece valioso. Hay en ella un cinismo brutal y crudo, profundamente nihilista.
La Celestina
Es raro tanto desapego, tanto descreimiento, tanta negatividad. Ni siquiera en la novela picaresca, donde la corrupción nunca es absoluta. Siempre hay una ventana abierta a la esperanza y una fundamental compasión.
Sentimos, en muchos casos, el desprecio total del autor por los personajes. Estamos lejos del humorismo cariñoso de Cervantes. Se palpa una desesperanza real e insoslayable, una sensación de inseguridad existencial que según quienes han estudiado la obra se explica por la condición de converso del autor.
Yo eso no lo sé. Pero sé que esta falta de sentido de la vida es algo ya perfectamente moderno.
La sucia reina de este submundo de depravación y degradación, es, desde luego, la Celestina, una profesional de su oficio que goza rebozándose en la porquería humana. Ella se siente orgullosa de ser quien es. Lo explica el criado, Pármeno:
¿Y tú piensas que es vituperio en las orejas de ésta el nombre que la llamé? No lo creas; que así se glorifica en le oír, como tú, cuando dicen: «Diestro caballero es Calisto». Y de más, de esto es nombrada y por tal título conocida. Si entre cien mujeres va y alguno dice: «¡Puta vieja!», sin ningún empacho luego vuelve la cabeza y responde con alegre cara. [La Celestina]
La Celestina lucha con ferocidad en todo momento por una reputación que es, al final, lo único que le importa.
Es la alcahueta por excelencia. Y si a lo más que puede aspirar una figura de ficción es a convertirse en antonomasia (que se pueda decir «un Quijote» o «un don Juan», y todo el mundo sepa lo que signifique), esta vieja, cada vez más reivindicada, forma, junto con don Quijote y don Juan, parte de esa terna de personajes que es la mayor aportación arquetípica española a la literatura universal.
La Celestina es una de las encarnaciones más verosímiles, más reconcentradamente humanas, de la maldad. La vemos haldear como una araña, de casa en casa. Tejiendo engaños. Maniobrando a diestro y siniestro. Disfrutando con el ascendiente y el poder que le dan sus tretas.
Ella misma se defiende, antes de que la asesinen:
¿Quién soy yo, Sempronio? ¿Quitásteme de la putería? Calla tu lengua, no amengües mis canas, que soy una vieja cual Dios me hizo, no peor que todas. Vivo de mi oficio, como cada cual oficial del suyo, muy limpiamente. A quien no me quiere no le busco. De mi casa me vienen a sacar, en mi casa me ruegan. [La Celestina]
Conocer a la Celestina es entrar en contacto con uno de los personajes más singulares de la literatura de todos los tiempos.