Entrevistamos al escritor, profesor universitario y crítico Bruce Swansey (México DF, 1955). Hablamos con Swansey sobre su última obra, Edificio La Princesa (UNAM, 2014), de la polifonía, de Mijaíl Bajtín, del valor literario y social de la voz humana, de la otredad, de Juan Rulfo, del concepto de la muerte en México, de Octavio Paz y de su lugar de residencia: Irlanda. Swansey es autor de Del fraude al milagro. Visión de la historia en Usigli (2009), Humpty Dumpty (1991) y Prosas para el boudoir (1988).
Has combinado la crítica literaria y teatral con la docencia. ¿Cómo compaginabas estas actividades y qué te ha aportado cada una de estas facetas?
Solía hacerlo, pero 2009 para mí fue nefasto. Ese año perdí mi empleo como profesor universitario, que disfrutaba enormemente. Pensé que era el mayor desastre de una vida malgastada y que solo me quedaba abandonarme a un túnel. Durante ese tiempo, en el que me sentí como si me hubiera atropellado un tren a toda velocidad, me propuse hacer lo que siempre había deseado sin atreverme a llevarlo a cabo: escribir a tiempo completo. Lo había perdido todo –un empleo es también una cierta seguridad y una identidad– y decidí que para evitar ahogarme e hilar mis días, dándoles forma y coherencia, lo único que tenía a mano era la escritura. Cada mañana que pasaba me alejaba un poco más de ese discurso que exigía validar la intuición del lector –para mí lo más valioso— y que lo agobia bajo un aparato crítico destinado a probar que se ha leído mucho.
De manera que, en mi caso, la escritura “creativa” o ficcional se inició como una lucha contra la catástrofe. Antes había escrito cuentos, e incluso publiqué un libro pequeño titulado Prosas para el boudoir (1988) y otro de poesía que llamé Humpty Dumpty (1991), pero siempre había sido una escritura intermitente, hasta cierto punto, robada del “trabajo”, del tiempo “productivo”. En cambio, desde hace seis años escribo textos alejados de mis antiguos intereses, aunque reconozco su huella y me he prometido terminar un par de proyectos de crítica literaria que, como mi libro Del fraude al milagro. Visión de la historia en Usigli (2009), combinen el gusto de la escritura con la información. Los libros puramente académicos suelen ser áridos y, con frecuencia, estériles.
Edificio La Princesa se presenta como una nouvelle o una novela cuentística y refleja distintos perfiles sociales, que se expresan a través de diversos tipos de habla. ¿Qué te llevó, en primer lugar, a hacer este ejercicio estilístico y, en segundo lugar, a escoger este formato narrativo?
Supongo que siempre me he sentido más a gusto utilizando la primera persona del singular, aunque también he usado la voz del narrador que se transforma en director de escena. Hace muchos años leí con gran interés el texto de Bajtín sobre Dostoievski en el que habla de la novela polifónica. Allí el crítico ruso dice que Dostoievski es el creador de la novela auténticamente moderna porque introduce distintas voces realmente independientes del narrador tradicional. Creo que lo mismo podría decirse de Cervantes, cuyos personajes se expresan con voces y giros que les son únicos e intransferibles.
Recuerdo que las reflexiones de Bajtín sembraron en mi ánimo la aspiración de crear voces autónomas y la idea de que de esos registros surgirían los personajes, que son su habla. El grano de la voz es único. El tono, el vocabulario, las inflexiones, nos entregan lo esencial de un ser humano. Creo que todos morimos dos veces. La segunda es cuando el grano de nuestra voz se disipa.
Para mí escuchar es, por lo tanto, fundamental. A veces me detengo entre quienes esperan abordar un autobús para oírlos. Y lo mismo me ocurre en los cafés. Mi imaginación no sólo es visual, sino también sonora. La historia de una persona vibra en su voz. Basta con escucharla para determinar su origen geográfico, su posición social, quizá incluso su oficio y su carácter. Me fascina escuchar conversaciones e imaginar a partir de la voz una historia. Soy un voyeur acústico.
Como dices, en tu novela, casi todas las voces se expresan en primera persona y desde distintos idiolectos. ¿Cómo trabajaste las diferentes voces?
Mediante la mezcla de la memoria y la imaginación. En esas voces hay personas que escucho como si hubiesen vuelto a vivir. Son el hilo conductor de las historias. Creo que todo comienza con un registro, que es la cifra del personaje y de lo que define su entrada en el escenario de la conciencia.
Cada uno de los once relatos o capítulos se iniciaron mediante el encuentro de ese registro a partir del cual surge la voz libremente para contar su historia, que modifica la anterior como otra cara del poliedro. A partir del registro construyo el personaje. Una vez que escucho ese diapasón, el tema se desenvuelve, así como la forma de resolverlo.
Durante toda la lectura, se lleva a cabo un viaje entre el pasado y el presente, donde se mezclan los testimonios de los vecinos del edificio. ¿A qué responde tu interés por la estructura coral?
A que me reconozco como un individuo expulsado de los deberes que constituyen la “normalidad” de la mayoría de las personas satisfechas dentro de los cauces establecidos por generaciones anteriores y por la relativa tranquilidad que da mantenerse dentro de una zona de confort. Quizá por eso viva tan lejos de mi país de origen y me guste viajar y saberme extranjero. Construirse a partir del anonimato, fuera del círculo social, es muy estimulante. De hecho, forma parte de un ejercicio de libertad.
La estructura coral da la impresión de que todos forman parte de una comunidad, pero si escuchamos sus voces con atención descubrimos que la pertenencia es otra ilusión y que entre los ladrillos del edificio social hay serias resquebrajaduras. Tal vez ese coro está allí para afirmar su diferencia, de la que paradójicamente depende su pertenencia. Pero, además, está el hecho de que el edificio asegura un vínculo espacial y temático que da unidad al libro.
¿Crees que la polifonía contribuye a visibilizar la subjetividad y los recuerdos de los personajes?
Me gustaría pensar que la polifonía sirve para subrayar esa subjetividad. La fuerza y el misterio que Edificio La Princesa pueda tener los debe a esa subjetividad. Es mediante la subjetividad que nuestra capacidad para percibir y para reaccionar se activa y encuentra un camino personal. Sin la subjetividad el mundo ofrecería la resistencia de un cuerpo opaco, indescifrable. O de un ejército en marcha.
Las dos detonaciones que escuchan los vecinos configura el punto de partida o de llegada de los relatos, lo que da cierto halo de misterio. ¿Es una manera de hacer partícipe al lector de esta rememoración o un motivo que permite recoger estas voces?
Creo que es una forma de provocar en el lector una reacción similar a la que experimentan los personajes, una manera de introducirlo en el ámbito misterioso del edificio, de transformarlo en otro inquilino. Mi propósito es que escuche esas detonaciones, que se sienta tan sobresaltado y tan inquieto como los personajes y que como ellos inicie su propio proceso de respuesta ante lo que en última instancia es inexplicable. Quizá su reacción, que sucede y resuena en una dimensión interior, produce otra voz que se une a la estructura coral implicándolo, convocándolo al centro del misterio.
A lo largo del recorrido por las plantas del inmueble, se van confundiendo los límites de la realidad y se intuye que todos los personajes están muertos. ¿Qué te motivó a jugar con esta ambigüedad? ¿Se trata de un legado de la propia cultura mexicana, ya presente, por ejemplo, en Rulfo?
Definitivamente. En México se dice que nos hablamos de tú con la muerte, siempre presente en la vida cotidiana a través de muy diversas manifestaciones. Quizá esto se deba a un carácter que disfraza su desamparo y su melancolía, como decía Octavio Paz, con los fuegos artificiales de la fiesta y la carcajada, en la que puede advertirse un eco del aullido.
Los personajes que habitan Edificio La Princesa han muerto, pero siguen enfrascados en las tareas que desarrollaban en vida. Juan Villoro ha observado que se trata de una “Comala vertical”, como corresponde a un espacio urbano. En cierta forma, el edificio es un cementerio. En realidad, cualquier inmueble antiguo lo es porque dentro de su ámbito la gente se ha afanado hasta atravesar el umbral. Pero estos muertos no desaparecen ni tampoco se alejan. Entre las dos realidades hay un espacio liminal, un dintel en el que aguardan para manifestarse.
Ocurre algo semejante en los sueños, donde el tiempo y el espacio se colapsan sin que al soñador le parezca extraño. Como sucede con el arriero camino de Comala, la distancia entre los cuerpos es arbitraria, de pronto tan cercana que parecen ir hombro con hombro y súbitamente tan lejana que parecen hablar desde otro mundo.
Los inquilinos de Edificio La Princesa aparecen y desaparecen, los sentidos están divorciados porque mientras unos ven los otros escuchan sin que ninguno pueda advertir la presencia del otro con la claridad de la materia iluminada a pleno sol. La hora incierta los convoca para contar su historia. Como escritor, soy el conducto mediante el cual se manifiestan.
Eres mexicano de nacimiento, aunque vives desde hace algunos años en Irlanda. De hecho, se puede apreciar cierta correspondencia con el último relato en el que un escritor vuelve a sus orígenes después de un largo exilio. ¿Cómo lo relacionas con tu experiencia?
Así es. Vivo en Irlanda desde 1997. El país me encanta, entre otras cosas, por la calidad de su luz contrastante, que a muchos les parece sombría, y, sobre todo, cuando algunas mañanas la niebla obliga a interpretar el mundo porque no es posible distinguir los perfiles de cuanto habita más allá de la ventana. Me gusta también porque encuentro que en México y en Irlanda hay espacio para la superstición, esa forma ingenua y arcaica, y acaso más auténtica, de la religión como manifestación de la fe. Ninguno de los dos países conoció la modernidad en el sentido de revolución industrial. Todos parecemos haber sido transportados súbitamente desde el siglo XVIII hasta la posmodernidad.
Lo menciono porque para mí el exilio se ha convertido en una forma de vida y acaso tenga que ver con que debido a mi nombre, en México, siempre fui percibido como extranjero, y en Irlanda lo soy. Soy el extranjero. Y lo noto cuando regreso a México y paso frente a mi casa en Coyoacan, a la que no puedo entrar porque está alquilada, y cuando camino en una ciudad que es la mía y que, sin embargo, ha cambiado. Quizá escribir Edificio La Princesa obedezca a ese anhelo por cuanto se ha desvanecido en el tiempo.
Creo que uno jamás deja atrás los orígenes sino que estos definen el presente y se proyectan sobre el futuro, como ocurre con la historia de un pueblo. Con ello quiero decir que uno no vuelve a las raíces sino que estas nos constituyen, habitándonos, y se vuelven más fuertes mediante la distancia. Pero también creo que para percatarse de ello es necesario abandonar cuanto nos era familiar, que para encontrarse es forzoso perderse.
Para terminar, ¿nos podrías adelantar algunos de los proyectos en los que estés trabajando?
Aparte de esperar la publicación de una micronovela gráfica, Devuélvanme mi nombre, actualmente trabajo en un libro de relatos cuyo título es Prohibido asomarse. Está separado en dos secciones. La primera reúne historias divididas en capítulos mínimos que intentan lograr la concreción fulgurante de una escena autónoma a la manera de los fragmentos o de los aforismos, pero hilados por un tema: la búsqueda de lo absoluto, el fin del veraneo, la peregrinación que un hombre de fe emprende a Roma para allí desengañarse, un crucero por el Mediterráneo en el que la frivolidad no impide acciones extremas, una cena de Navidad permanentemente asediada por cuanto intenta disimular, una vieja fotografía familiar (que se abre a las historias de quienes posan para la lente en un día lejano de mediados del siglo XIX), el odio como epidemia que se extiende en un país corroyéndolo. Son algunos de los temas que atraen la atención de estas “instantáneas”.
La segunda parte de Prohibido asomarse (titulada «Insolación»), se divide en escenas breves y, hasta cierto punto, autónomas; relámpagos cuya luz lívida exhibe cuanto se hubiera preferido ocultar, revelando en cada iluminación un abismo bajo la superficie de las relaciones humanas, de las leyes que las rigen. Sostenido en el umbral de lo que es posible y de lo que no debería ser, el relato concentra su poder evocativo mediante la ambigüedad. Estas bagatelas quieren ser orfebrería.