En el profundo del abismo estaba
del no ser encerrado y detenido
sin poder ni salir fuera,
y todo lo que es algo en mí faltaba:
la vida, el alma, el cuerpo, el sentido;
y en fin, mi ser no ser entonces era;
y así de esta manera estuve eternamente,
nada visible y sin tratar con gente…
Le gustaba a Azorín esta canción de Fray Luis de León (1527-1591). En realidad le gustaba cualquier verso castizo en que apareciera ese «doloroso sentir», que decía Garcilaso. Así, también cita en Castilla (1912) el famoso poema de Ramón de Campoamor en que se afirma que vivir es ver pasar: «Y bien pensado al fin, ¿qué es en la esencia / más que un juego de nubes la existencia?».
Creía Azorín que el dolor es bello («él da al hombre el más intenso estado de conciencia; le hace meditar; él nos saca de la perdurable frivolidad humana». La voluntad, 1902) y, dado su carácter, resulta natural que le atrajera el misticismo. Pensaba que en los místicos castellanos se palpa mejor que en nadie la conciencia dolorosa del implacable pasar del tiempo, algo para él profundamente vinculado a lo castellano.
Unamuno insiste en una idea parecida, cuando escribe: «Por su mística castiza es como puede llegarse a la roca viva del espíritu de esta casta» (En torno al casticismo). Él busca la explicación de esa comunión entre el alma castellana y Dios en este yermo y hosco paisaje que nos envuelve en Castilla.
No hay aquí comunión con la naturaleza, ni nos absorbe esta en sus espléndidas exuberancias; es, más que panteístico, un paisaje monoteístico este campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre, y en que se siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma. Unamuno
De ahí, según este autor, que el krausismo, una de las corrientes filosóficas de la época, inspirada en el pensamiento del alemán Krause y divulgada por Giner de los Ríos y la Institución Libre de Enseñanza, arraigara tan fácilmente en España: porque contenía, dentro de su filosofía de la historia, una componente mística profundamente afín al carácter peninsular. Entendían los krausistas que en lo temporal alentaba lo eterno y que la misión de cualquier historiador, artista o filósofo, consiste en descubrir detrás del vaivén histórico una esencia más o menos divina.
A mí, todo esto me plantea un problema. Nunca he sido demasiado religioso (de hecho, a menudo me defino como un idiota religioso) y no acabo de sentirme atraído por el misticismo.
Siendo sincero, hasta el propio concepto de misticismo me resulta problemático. Leo en mi enciclopedia Larousse que Dionisio Areopagita define la mística como un perfecto conocimiento de Dios que se obtiene por ignorancia y en virtud de una incomprensible unión que se alcanza cuando el alma, dejándolo todo y olvidándose de sí misma, se une «a la claridad de la gloria divina». A la ignorancia, al conocimiento intuitivo y al desprendimiento de lo terrenal se le añade, pues, una componente inefable de la experiencia.
Más prosaico y menos técnico es Manuel Seco en su Diccionario del español actual: «tendencia a una religiosidad o una espiritualidad muy profundas». Eso lo entiendo mejor. ¿Es algo propiamente castellano? Yo creo que no. Me parece que hay tanta o más devoción en Andalucía, por ejemplo. Por no hablar de la importancia que ha tenido siempre la religión en el País Vasco o en otros países: el puritanismo inglés, el fanatismo luterano, etc.
No tengo la impresión de que el misticismo sea algo vinculado necesariamente a un carácter castellano que, tal y como yo lo comprendo, es terrenal, hosco, duro, realista, de pocas palabras y poco pensamiento y, en el fondo, más telúrico que espiritual. A mi entender, el Lazarillo, Machado y Velázquez son tan castellanos o más que el Quijote, Santa Teresa o el Greco.
En realidad, no me parece que haya habido muchos más poetas místicos aquí que en cualquier otro país de tradición cristiana. Una poetisa tan intensa y visceral, tan desollada, como Santa Teresa (1515-1582) es siempre una excepción, y que haya nacido en España es anecdótico. Ni Castilla explica a Santa Teresa, ni el mundo anglosajón explica a Emily Dickinson, por citar a dos poetisas salvajes, de una intensidad de sentir a mi juicio parangonable.
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di
puse en él este letrero:
que muero porque no muero…
Pero en fin, es algo aceptado que esta es tierra de místicos. He citado a Santa Teresa porque su poesía, con toda su religiosidad, resulta absolutamente inteligible. Cristiana o no, cualquier persona la entiende. Todo en estos versos es sentimiento, pasión. La emoción literaria traspasa el ideario y basta un mínimo de sensibilidad para vibrar con ellos.
del amor que yo vivo
ha hecho a Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero…
A diferencia de San Juan de la Cruz (1542-1591), aquí sobran los comentarios. Para entender a Teresa lo único que hace falta es quedarse un rato mirando una noche estrellada, a ser posible desde algún refugio aislado en lo alto de la sierra de Gredos.
En cambio, para entender a Juan necesitamos un manual completo.
Quizás sea esto lo que más me moleste de San Juan. Su aspecto hermético, críptico, diríase, si no fuera un anacronismo, casi gongorino. San Juan es un autor excesivamente intelectual, con muchas referencias a una cultura religiosa de la que desafortunadamente carezco. Aun así, en honor a su renombre universal, citaré los versos que más me gustan de su Cántico espiritual. Aquellos que le dedica el alma a su famoso «esposo».
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Pastores los que fuerdes
allá por las majadas al otero,
si por ventura vierdes
aquel que yo más quiero,
decilde que adolezco, peno y muero.
Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.
Pregunta a las criaturas
¡Oh, bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!,
¡oh prado de verduras,
de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado.
En un fragmento así, el santo se olvida de su armadura intelectual y abre un resquicio por el que brota una emoción sincera. Se palpa el desasosiego de la pérdida, la angustia. Es un chispazo en medio de tanta opresiva oscuridad que nos hace vibrar, y esa vibración es la única guía por la que uno puede fiarse en materia de poesía.