Recuerdo que, en noviembre de 2003, Letizia Ortiz le regaló a Felipe de Borbón un libro por su compromiso matrimonial: era una primera edición de El doncel de don Enrique el doliente (1834), la novela histórica de Larra.
Creo no exagerar si digo que hoy en día resulta difícil encontrar a alguien a quien no le guste Larra.
Eso no deja de ser curioso, teniendo en cuenta que el grueso de su producción fue articulística, un género mal avenido con la posteridad («recuerda –reza un conocido precepto– que tus artículos de hoy servirán mañana de envoltorio a las cajas de zapatos»), y que además fue una voz incómoda y nada complaciente con la sociedad de la época, capaz de censurar la mala educación de los jóvenes, la falta de modales generalizada y hasta los ataques al matrimonio.
Larra fue un azote para las costumbres nacionales. Eso debiera de haberlo convertido en una figura antipática, por mucho que el suicidio lo rodee de un aura que contrasta con sus opiniones.
Las dos circunstancias son excepcionales.
Larra fue, si no el primer periodista profesional de la literatura española, al menos el primer autor cuyos textos periodísticos, recopilados en vida, adquirieron notoriedad y carta de nobleza.
Desde las páginas de la prensa y bajo el seudónimo de «Fígaro», lanzó a la sociedad sus brillantes artículos de costumbres, siguiendo con fortuna un modelo que hacía furor en la prensa europea. Etienne de Jouy, en Francia, y Joseph Addison, en Inglaterra, fueron ejemplos cercanos. Aunque tampoco ellos eran realmente novedosos: la pintura de caracteres remite a una tradición que arranca con Teofrasto y nos llega a través de La Bruyère. Ya lo dice el Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol.
El tono de sus artículos tiene una deuda indudable con la tradición dieciochesca ilustrada.
Consideraba nuestro autor que la literatura había de ser útil y servir para reformar las costumbres. En eso no hay gran diferencia con el proyecto de Cadalso, Feijoo, Iriarte o Moratín, sus mayores por pocos años. Y se le dice satírico, cuando, más que el vitriolo de la sátira, lo que rezuman sus artículos es un humor inteligente; penetrante, sí, pero fino y delicado hasta con lo que ridiculiza.
Larra no es Juvenal. Ni tampoco Quevedo.
Lo que ridiculiza, eso sí, no es poco: la incultura, la chabacanería, el casticismo, los toros, la tosquedad de modales del castellano viejo, la tontería, la ignorancia de los jóvenes, la avaricia de los empeñistas, la farsa carnavalesca social, la pereza nacional, la educación, la sinsustancialidad de la vida madrileña, la pena de muerte, el calaverismo, la importación de modas sin arraigo…
Pese a lo cortés del tono, no deja títere con cabeza, y a cualquier lector nacional le duele la imagen del país que presenta. A nadie le halaga verse reflejado en semejante espejo.
Pero esa fue la misión que se encomendó a sí mismo: azuzar nuestras conciencias para que fuéramos mejores.
Su patriotismo, cuestionado por el afrancesamiento de su familia (su padre, médico, emigró a Francia con José Bonaparte y no volvió hasta que se dictó una amnistía en tiempos de Fernando VII), me parece inseparable de la honda preocupación que demuestra por la sociedad de su época. Nadie dedica tantos esfuerzos a algo que no ama profundamente: a Larra le dolía España tanto o más que a Jovellanos o a Unamuno.
De Larra me gusta el encontrarme en una geografía familiar, como lector de novela decimonónica. Pasearme por las tertulias de café. Por fondas como la famosa Genieys, uno de los primeros restaurantes de comida francesa, o por la Fontana de Oro, que inmortalizará después Galdós.
Me gusta el brío y la agilidad de su estilo. Un estilo sorprendentemente poco afrancesado para alguien de su educación. A diferencia de Azorín, quien supo trasladar el espíritu analítico francés a su prosa –en ese sentido, Azorín es el más francés de nuestros escritores–, Larra se deja arrastrar por el ritmo queísta castellano y también incurre en vicios peninsulares, como el doble hubiera o el leísmo.
Sí percibo, en cambio, afrancesamiento en cierto uso del presente verbal, y en algún tramo de ritmo entrecortado, demasiado staccato, sobre todo en los cierres de artículos:
«¡Qué nube! ¿Es algo más? ¡Qué reticencias! ¡Qué medias palabras! ¡Qué exacto justo medio!»
«¡Después de todo esto, haga usted comedias!»
«Un año hizo ayer de la muerte de Carlos; su familia, sus amigos, le lloran todavía»
«¡He aquí el mundo! ¡He aquí el honor! ¡He aquí el duelo!»
De sus artículos más celebrados, mis favoritos son los que le dedica a la figura del calavera, y, por lo patético, «Un reo de muerte» (1835).
También me hacen gracia, entre sus personajes, los sobrinos de Fígaro, y el francés de «¿Entre qué gente estamos?».
Aunque no siempre comulgo con sus ideas, constato que según envejezco empatizo cada vez más con Larra. Me parece que, cuando acierta, lo hace de lleno. Y un buen botón de muestra sería la reivindicación que hace en «Vuelva usted mañana» de la figura del extranjero.
No viene mal recordarlo en tiempos, como los actuales, de creciente xenofobia.
Esta opinión es buena muestra de lo contemporánea que puede ser, aún hoy, la inteligencia de Larra.
Sus retratos costumbristas, la gracia con la que esboza sus viñetas, y al mismo tiempo las reflexiones de altura que va hilvanando sobre la realidad que nos presenta, hacen que la lectura de estos textos sea un auténtico deleite, al cabo de dos siglos, cuando de aquella realidad no queda otra cosa que polvo.