La literatura española explicada a los asnos: Juan Ramón Jiménez

Juan Ramón Jiménez, hacia 1957, en una escuela de Puerto Rico

 
Si Machado es un temperamento mórbido y adorador de esa profundidad donde paradójicamente se hermanan los hombres (la angustia nos asemeja), Juan Ramón1 es, por el contrario, la afirmación altiva de la singularidad poética. El autor de Jardines lejanos (1904), de Baladas de primavera (1910) y de las Elejías (1908-1910) nunca pretendió ser médium de nada ni de nadie más allá de su propia sensibilidad.

El mundo es metal del yo y Juan Ramón fue un adepto de la superficie de la sensibilidad –esa sensibilidad a flor de piel que cultivó toda su vida– donde, paradójicamente, todas las vidas son diferentes. Como poeta, recreó con incontables sutilezas la suya. Su vastísima obra es una espectacular colección de momentos poéticos, impactante por la infinidad de matices sentimentales y la plasticidad verbal de los mismos.

JRJ en Mercurio, 2014

Juan Ramón quería ser pintor y sus primeros poemarios son un paisajismo del alma, con singular atención al cromatismo. Sus raíces fueron modernistas. Era anticasticista, universalizante, espiritual, con una aguda conciencia de la capacidad intelectiva del poema.

Su arte nace del rechazo de esa burda realidad peninsular que tanto zahería su sensibilidad. Entre la vaga ensoñación y la cruda fealdad de lo real, Juan Ramón sabía de qué lado estaba:

Le arranco más al sueño que a la vida; porque el sueño es como una vida mejor. [Ideolojía: 1897-1957]

Hasta cuando pretende ser popular (ese pueblo que para él era tan incomprensible como la naturaleza para los románticos y que en realidad siempre estuvo más allá de su sensibilidad elitista y, por supuesto, perfectamente idealizado), lo es a su manera.

Juan Ramón fue una mariposa peculiar, una rosa rara en ese jardín agreste que es la poesía española.

Su poesía juvenil es «como el paisaje» o «como el agua lírica»,

… nada preciso, ni definido, ni inmutable. Lo mismo que su hermana la música tiene a la emoción por rosa y a la divagación por estrella. (…) Vaguedad infinita de formas y de tonos, en donde los jardines ideales, de rosas, de carnes, de almas o de nubes, florecen en una sucesión inextinguible.  [La soledad sonora, 1908]

JRJ, 1916

Pero esos paisajes no son fotografía de la realidad, sino dibujo de un mundo interior tiernamente melancólico («A veces pienso que toda mi vida no ha sido más que un poner algodón en rama entre mi sien y el martillo de la muerte») del poeta. Un mundo envuelto por la «infinita nostaljia» de algo que dé sentido a la vida y que no se encuentra en la realidad visible.

Resulta admirable el conjunto, la completitud de matices, el registro minucioso del más mínimo vaivén sentimental.

Sus libros no son ejercicios de caza mayor. Son la sigilosa captura de frágiles mariposas, «apasionada exposición de las más delicadas y extrañas intuiciones», como precisa, citando a Yeats. Y al mismo tiempo, un abrazo inextricable entre mundo y yo: «¡Esta lucha mía, este querer ver a un mismo tiempo, plena, independientemente y relacionados íntimamente, lo interior y lo esterior!».

¡La otra tarde, se ha llevado
el viento más hojas secas!
¡Qué pena tendrán los árboles,
esta noche sin estrellas!
He entreabierto mi balcón:
—La luna camina muerta,
sin luz de besos ni lágrimas,
amarilla entre la niebla—.
Y he acariciado los árboles,
con miradas de terneza,
que les van abriendo hojitas
verdeluz de primavera.
¿Es que están soñando, así,
con sus pobres hojas secas?

Arias tristes, 1903

Nórdica Libros

Juan Ramón no busca precisar sino sugerir con su musicalidad, con su sensibilidad desmedida: era un claro hiperestésico. El motivo por excelencia de esta primera etapa es el jardín simbolista, lleno de intimismo. Sus versos sensoriales son como obsesivas pinturas del mismo lugar, con diferencias de luz y acento. Estamos ante una auténtica alma en incandescencia, que diría su admirada Emily Dickinson.

Juan Ramón se propone lo más difícil: captar la fragancia inefable de la eternidad en el ahora. Sus composiciones buscan de alguna manera alcanzar el eternamente huidizo presente. Y la frustración se hace inevitable, pues los poemas están abocados a ser un deseo nunca realizado, la juguetona persecución de una belleza fugitiva.

Mariposa de luz,
la belleza se va cuando yo llego
a su rosa.
Corro, ciego, tras ella…
La medio cojo aquí y allá…
¡Sólo queda en mi mano
la forma de su huida!

Piedra y cielo, 1919

Si el arte debe tener «calidad» (esa «carne espiritual» tan difícil y tan rara), Juan Ramón siempre la tuvo. No obstante, de haberse quedado encerrado en sus jardines interiores, no habría pasado de ser un maestro de la sensación vaporosa, del sentimiento sutil, un poeta superficial en el sentido más noble del término.

Pero Juan Ramón crece y profundiza. Lo señala él mismo:

El sentimentalismo se ejercita primero en temas usuales: los niños, las flores, los pájaros; después, en colores, en músicas, en fragancia; más tarde, cuando llegué a la perfección, en sentimientos abstractos. [Ideolojía: 1897-1957]

La juventud lunar da lugar a una plenitud solar. Hay una evolución de motivos, a medida que se agranda la experiencia. Del jardín y del parque pasamos a espacios más amplios: el campo, la vasta mar, el cielo. Son motivos que derivan cada vez menos de la literatura y más de las vivencias.

El poeta no se contenta con la mera contemplación, con recrear en su alma nuevos motivos, sino que pretende nada menos que retirarle el velo de Maya a la realidad. La poesía se convierte en experiencia que tiene por objeto alumbrar instantes de conocimiento absoluto y el Juan Ramón maduro busca, ya no correspondencias, sino el propio ser desnudo de las cosas.

El universo es un enigma cuyas claves, como poeta, está destinado a descifrar. Y para ello necesita la palabra nueva que lo haga visible, que le ayude a penetrar el secreto inefable de las cosas, que le revele el significado profundo de la existencia.

¡Intelijencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
… Que mi palabra sea
la cosa misma
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Intelijencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!

Eternidades, 1918

Paralelamente, su técnica evoluciona. Se purifica, se esencializa.

Vino, primero pura,
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo de no sé qué ropajes;
y la fui odiando sin saberlo.
Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros…
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
… Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.
Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda…
¡Oh, pasión de mi vida, poesía
desnuda mía para siempre!

Eternidades, 1918

Si uno acepta las reglas juanramonianas y lo inalcanzable de su objetivo, goza con la inteligencia, la sutileza y la elegancia de estos versos. Si no, puede pasar de largo ante su belleza como junto a una fragancia demasiado sutil.

No es un buen iniciador para la lectura, pero es el mejor finalizador de una educación estética.

Juan Ramón dedicó la vida entera a perfeccionar el caligrama de su alma, a ir no más lejos, sino «más hondo», como ese auténtico animal de fondo que se preciaba de ser. Perfeccionando su palabra poética. Acariciando esa gloria póstuma que, sabía, le esperaba.

¿Qué canción tuya quedará,
como una flor eterna, corazón,
cuando tú ya no tengas
ni fosa ni memoria;
cuál, entre todas estas flores
de esta pradera mía, verde,
que mueve, ahora, el viento alegre de mi vida?

Piedra y cielo, 1919

Juan Ramón quedará como el poeta por antonomasia, el paradigma de una vida dedicada exclusivamente a la poesía. Él marca, como Lope o Galdós, el máximo desarrollo humano de un género, y su figura durará lo que dure el castellano.

En cuanto a sus «flores», perdurará su plegaria a la inteligencia y, quizás, aquel canto minimalista a la intuición pura tan curioso en alguien que se pasó la vida reescribiendo su propia obra:

¡No le toques ya más,
que así es la rosa!

Piedra y cielo, 1919

 


1Juan Ramón Jiménez (1881-1958) fue Premio Nobel de Literatura 1956

 

Sobre el autor
(Madrid, 1971) Es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid. En 1994 quedó finalista del premio Nadal con su primera obra, Historias del Kronen. La novela tuvo una gran repercusión y abrió las puertas a una nueva generación de escritores. Tras su publicación el escritor vivió durante varios años entre Madrid y Toulouse. Actualmente reside en Madrid.
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