Cloud Atlas (Tykwer y hermanos Wachowski, 2012), como filme, tiene la peculiaridad de relatar seis historias diferentes que no interesan en absoluto. La duda es si esta pobreza en el fondo es un mérito del guion porque la película aspira a una lectura holística: «la separación es una ilusión», afirma Sonmi-451 (año 2144), una clon programada para ser una camarera improved. «Las mismas fuerzas que hacen girar el mundo, agitan nuestros corazones», poetiza Frobisher (1936), un joven pianista homosexual inspirado por una melodía del futuro. Habrá que pensarla, pues, como totalidad.
Desde Babel (González Iñárritu, 2006), el cine se ha enmarañado en este tipo de narraciones cruzadas que desarrollan vínculos en apariencia fantásticos –se presentan como poco menos que milagrosos– entre un gesto aislado y sus repercusiones en tiempos y en espacios distanciados, una falsa noción de la teoría del caos que dice que el aleteo de una mariposa en China genera un huracán en California.
En principio, el propósito de la maraña es acabar con el etnocentrismo occidental: nada de lo que se haga es inocente y personas desconocidas, alejadas de toda relación imaginable, pueden padecer desgracias como resultado de la falta de conciencia de cualquier acto. Esta es la lógica que se inscribe en la crítica de la división internacional del trabajo: las condiciones de explotación en otro lugar no parecen incumbir a nadie. Es también el emblema del nuevo capitalismo verde: «Think globally, act locally».
«Un océano es una multitud de gotas», exclama el abogado Adam Ewing en Cloud Atlas después de sufrir una revelación filantrópica. «Nuestra vida no nos pertenece, del vientre a la tumba estamos unidos a otros», sentencia una profetisa de 2321.
No es extraño que en estas cosmogonías el montaje cobre tanta importancia, equiparable a otros mitos fundacionales como el del pionero D. W. Griffith (Intolerancia, 1916): tres historias de tiempos distintos que se narran sin tocarse (montaje paralelo).
En Cloud Atlas, la separación es ambigua. Los tiempos permanecen separados pero se afectan como resonancias. Los momentos de clímax coinciden en las distintas historias, encadenándose en pantalla y saltando de un tiempo a otro. Así pues, el montaje paralelo se confunde con el montaje alterno (simultáneo en la narración pero separado en el espacio) y el convergente. A pesar de la distancia, todos tienden a un mismo punto: la correspondencia de los hechos. El montaje subraya la ambigüedad de los hechos que se equiparan.
No obstante, hay una jerarquía de acciones. Las que pueden cambiar el rumbo de los acontecimientos son obra de individuos elegidos. Frobisher o Sonmi-451 tienen un papel esencial en la transformación de la tela del tiempo y del espacio. Esto no contradice la importancia que tiene la interrelación entre sujetos. «Tienes que hacer lo que no puedes dejar de hacer», exclama en un pasaje de la película Luisa Rey, periodista que va a desvelar un escándalo a propósito de la energía nuclear. Sonmi, como una vulgar redentora, exclama: «si hubiera permanecido invisible no habría salido la verdad».
El acto individual lleva consigo una responsabilidad cósmica. Si las fuerzas ocultas son las que son se debe a que algunos sujetos están atravesados por ellas y no pueden evitar mantenerlas en una circulación infinita. Tienen una marca de nacimiento, eso les señala. Una marca que, por lo demás, se parece a la estrella de Oriente. Son seres singulares.
Para el filósofo Immanuel Kant (1724-1804), al sujeto, a través de las categorías innatas del conocimiento, se le presenta la realidad como fenómeno. El fenómeno es aquello que entra en las categorías del conocimiento. O, en otras palabras, la realidad solo es lo que el sujeto capta. Sujeto y objeto no pueden distinguirse.
«Instaurar esta anfibología como principio filosófico […] fue sin duda el acto fallido más funesto de la historia de la filosofía moderna», arguye, frente a la ambigüedad impuesta por el pensamiento kantiano, Theodor Adorno (1903-1969) en Dialéctica negativa (1966). La historia es el acto fallido del sujeto.
Enmarañar –desde la anfibología de Kant a la ambigüedad del montaje– el mundo con lo subjetivo es el resultado de confundir la iniciativa individual con el universo. Bajo la apariencia de humildad frente a la finitud del hombre que nada puede hacer para comprender lo que le rodea, el enmarañamiento justifica el individuo supremo porque su acto grandioso es obra de un principio cosmológico inescrutable.
Todos los actos aislados que no tienen ninguna relación entre sí de repente están enlazados como una constelación virtuosa. El sujeto convierte la apofenia –encontrar patrones en el caos– en una moral barata. El conspiracionismo, hallar pruebas de una confabulación sectaria para dominar el mundo, es el reverso pesimista de este optimismo ególatra, y ambos son igual de irrelevantes.
Las cosas son como son, pero son de tal modo que el sujeto quiere que sean, postula Cloud Atlas. Llevar la primera afirmación hasta el límite significa que es mejor no intervenir porque el destino es inapelable. La segunda afirmación es incluso peor. Lo que uno hace es obra de fuerzas secretas y si alguien cambia el orden del universo es que esas fuerzas han decidido que así sea. El individuo que se presentaba como destronado frente al destino es en realidad su amo: tiene el ejército de la causalidad de su lado.
En esto coinciden el liberalismo, el fascismo y la autoayuda, Ayn Rand, Mussolini y Paulo Coelho.
Es esclarecedor que la crítica que en «On the Poverty of Hip Life» (1972) Ken Knabb hacía a la vida hippie todavía funcione, aunque aplicada ahora a los yuppies. Los primeros creían que todos los horrores del mundo eran producto de malos pensamientos, así que lo mejor era entrenarlos –anulando la polaridad del lenguaje: negar la guerra para afirmar persistentemente la paz– o alterarlos –la experimentación con drogas de Tim Leary es ejemplar– y así la realidad se volvería llevadera. Ken Knabb criticaba la parálisis que esto comportaba con respecto a los males materiales, que se confundían con meros estados de conciencia.
Para el nuevo hombre de negocios, el ego se proyecta hacia la realidad y esta le pide ser transformada. «El universo está contra ti», expresa apesadumbrado Zachry, personaje de Cloud Atlas, antes de asumir su rol de salvador. Si el desasosiego invade al sujeto es porque todavía no ha conseguido violentar lo suficiente el mundo para que se adapte a sí mismo: «Cuando quieres algo, el Universo conspira para que realices tu deseo», teoriza en este sentido Paulo Coelho en su libro más vendido El alquimista (1988).
La pobreza particular de las seis historias de Cloud Atlas revela la pobreza total del neohippismo de Hollywood, una moral de redención perfectamente apta para brokers y hipsters. Aquel acto fallido por el cual el sujeto cree poder conocer el mundo según su percepción y que acarrea forzar la realidad para adaptarla a su entendimiento, deviene, con esta New New Age, el totalitarismo de la conciencia del individuo que cree gobernar el cosmos con un pensamiento.
El sujeto encuentra así en este espiritualismo de saldo su salvación ética.