A mi juicio, el poemario más poderoso, más patético y hondo de toda la historia de la literatura española son las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique (1440-1479). Sin ser una temática original, ni sus ideas especialmente novedosas (todas las imágenes, está estudiado, son tópicos del convulso siglo XV), nunca nadie había dicho las verdades esenciales, que todos comprendemos, con tan sencilla y desolada convicción.
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.
Pues si vemos lo presente
cómo en un punto s’es ido
e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
por passado.
Non se engañe nadi, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio…
Todos los lectores debiéramos aprendernos estas estrofas de memoria, de la primera a la última, y recitarlas a lo largo de los años para reconciliarnos, en lo posible, con el sentido de la vida.
Si la poesía es un decir las cosas esenciales, pocas veces en la historia se han expuesto con tanta naturalidad, con un lirismo tan desnudo y convincente, la fugacidad del vivir, la futilidad de la existencia y la terrible belleza del mundo.
Puede que, en otros idiomas, las obras de François Villon, de John Donne o de Leopardi, por ejemplo, se le acerquen, no lo sé. En todo caso ninguna de ellas le llega a uno como lo hacen estos versos reciamente castellanos de Manrique. Para bien o para mal, la lengua materna nos acaricia en lo más hondo del córtex.
La sensación que se tiene, al cabo de un tiempo, después de mucho releerlos, sigue siendo la misma. No mienten. No fallan. No hay ninguna trampa, ninguna falsedad. Ningún momento de dubitación.
Son la verdad hecha palabra, el fruto inteligible de uno de esos momentos de lucidez absoluta donde, de repente, se le cae el velo a la existencia y contemplamos el rostro desnudo del mundo.
Caídas las máscaras, uno se enfrenta con el semblante sin maquillar de la muerte. Y como el sol no se puede mirar fijamente, se aguanta lo que se puede, antes de apartar la mirada y posarla en otras cosas.
Pero esa mirada, al volver a la vida, nunca volverá a ser la misma. Ya solo ve fantasmas.
Si la poesía es un sentir profundo, la mejor quintaesencia de la poesía en castellano estaría, para mí, en estas cuarenta coplas. Si tuviera que llevarme una obra a una isla desierta, me llevaría esta. Si tuviera que desaparecer el resto de la poesía, incluso de la literatura, y hubieran de quedar unos pocos versos en castellano, me quedaría con estos. Y los mandaría grabar en piedra.
son las cosas tras que andamos
y corremos,
que, en este mundo traidor
aun primero que muramos
las perdemos…
Dezidme: la hermosura,
la gentil frescura y tez
de la cara,
la color e la blancura,
cuando viene la vejez,
¿cuál se para?
Las mañas e ligereza
e la fuerça corporal
de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega el arrabal
de senectud.
Quien dé más, que hable ahora o que calle para siempre.