La literatura española explicada a los asnos: Antonio Machado

«1912», ilustración de Edu Barbero (2012)

 
Prácticamente cada mañana, nada más levantarme, lo primero que hago es calzarme unas zapatillas y salir a correr una decena de kilómetros por el campo que me rodea. El paisaje, yermo, típicamente mesetario, palidece allí donde el invierno lo cubre con escarcha; verdea tímidamente en la primavera cuando florecen el jaramago, el diente de león, las malvas, los retamares, las zanahorias salvajes; y se agosta en verano, antes de que, al llegar el otoño, se inicie de nuevo el ciclo.

Todo en medio de un sinfín de encinas, con el espinazo de Guadarrama y Gredos al fondo.

A cualquiera que conozca mínimamente España y que contemple este paraje le resulta imposible no pensar en Machado.

Machado se metamorfoseó en campo. Le insufló su aliento poético, incrustó en él su alma.

Machado le dio acentos graves, melancólicos, inconfundibles. A través de su obra, el miserabilismo y la aridez castellanos se transformaron en la personificación misma, dignificada por el arte, de la decadencia española.

Para ello renunció a una lírica más pura —cosa que le echó siempre en cara Juan Ramón—, pero a cambio nos hizo un regalo inconmesurable a sus compatriotas.

Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra…

«A orillas del Duero«

Juan Ramón nunca le perdonó que abandonara sus parajes interiores para abordar nuevos realismos. Pero Machado tenía demasiada conciencia de que se escribe para una colectividad.

Es difícil no escuchar en Campos de Castilla (1912) el eco de esa impresión vital tan profunda, y no convertir la geografía compartida en una forma de comunión, un puente tendido entre el poeta y nosotros.

El castellanismo machadiano es un misticismo para laicos que dignifica, con su omnipresente melancolía, la sequedad y la pobreza de esta tierra.

Y otra vez roca y roca, pedregales
desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
¡Oh, tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!

«Orillas del Duero«

Resulta evidente que el misterioso Machado, como lo calificaba Rubén Darío, fue un ánimo mórbido, obsesionado con el paso del tiempo. Un ser triste y solitario marcado por el fallecimiento temprano de una joven esposa.

Antonio Machado, 1912

De esa zozobra existencial, de su falta de amarre, de esa sensación de que el tiempo se escapa irremediablemente entre las manos –la misma intuición de la que brota el genio de Jorge Manrique– surge este canto hondo que todavía hoy nos estremece.

En el fondo, sus ideas filosóficas no son sino el desarrollo discursivo de esa intuición primera, «¡no mires; todo pasa; olvida: nada vuelve!». El mejor Machado surge cuando se olvida de discursos y se sumerge ingenuamente –todo lo ingenuamente que puede un poeta– en esa sensación original de perplejidad angustiosa por el sinsentido de ese algo indefinible y trágicamente incomprensible que es el tiempo.

Clarea
el reloj arrinconado,
y su tic-tac, olvidado
por repetido, golpea.
Tic-tic, tic-tic… Ya he oído.
Tic-tic, tic-tic… Siempre igual,
monótono y aburrido.

«Poema de un día / Meditaciones rurales«

Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre la mar.

«Proverbios y Cantares«

Pero persigamos raíces.

Las primeras obras machadianas fueron divagaciones solitarias por las galerías íntimas del alma y el recuerdo, caminos laberínticos, sendas tortuosas entre silenciosos parques en flor y en sombra y criptas atiborradas de esperanza y soledad.

En sus paisajes, llenos de hallazgos resplandecientes, luminosos en medio de hondas grutas, se adivinan horas de hastío y melancolía enfermiza junto a la negra caverna de la angustia («esa vieja angustia / que habita mi usual hipocondría»).

Esos primeros poemas eran su fluctuar anímico, el diario íntimo de una «juventud sin amor» donde los dolores, «gusanos de seda que iban labrando capullos; hoy son mariposas negras». Un venero inagotable de emociones líricas y manantial de pureza para saciar la sed de compañía y belleza de almas inquietas, con reminiscencias de San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Jesús, de Jorge Manrique, de Rubén Darío y del modernismo contra el cual construyó su poética.

Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que se dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta al contacto del mundo. [Machado. Prólogo a Soledades]

Si la poesía es esa alquimia verbal por la que el sentimiento del vivir, la esencial emoción humana, se transforma en algo eternamente hermoso, nadie conoció mejor su secreto que Machado.

Machado por Sorolla, 1917

Hombre noble y puro que sonreía desdeñoso a la vanidad del mundo, sabía que la poesía no solo se hace con palabras y que el poeta es una gota en la mar inmensa. Sus poemas han sido, desde hace un siglo, la fuente de la que han bebido multitud de artistas.

Machado era consciente de que entre la palabra usada por todos y la lírica existe la misma diferencia que entre una moneda y una joya labrada del mismo metal.

Pero también sabía que el logro último del poeta es que sus joyas se confundan con monedas corrientes. Y llegará el momento –y esa será su mayor gloria– en el cual se haya olvidado su nombre y en el que sin embargo subsistan en el acervo cultural español un puñado de versos inmortales.

Caminante, son tus huellas
el camino, y nada más;
caminante no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.
Caminante no hay camino
sino estelas en la mar.

«Proverbios y Cantares«

 

Sobre el autor
(Madrid, 1971) Es licenciado en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Madrid. En 1994 quedó finalista del premio Nadal con su primera obra, Historias del Kronen. La novela tuvo una gran repercusión y abrió las puertas a una nueva generación de escritores. Tras su publicación el escritor vivió durante varios años entre Madrid y Toulouse. Actualmente reside en Madrid.
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