Entre el cine y la literatura: La figura del monstruo y sus derivaciones

El hombre elefante, David Lynch, 1980

 
En la infinita variedad de conexiones temáticas entre cine y literatura, es tal vez el concepto de monstruosidad y sus derivaciones uno de los más fructíferos en obras y perspectivas. La plasticidad del medio cinematográfico ha conectado siempre de forma natural y directa con la recreación de la deformidad, sea como componente poético de primer orden o con lo que de alegórico tiene la anormalidad biológica o psicológica.

El fantasma de la ópera. Ya en las primeras décadas del cine, desde su época silente, la adaptación de obras de género y de raigambre tardorromántica con el monstruo como protagonista se convierte en un fenómeno de público hambriento de emociones nuevas. Tal es el caso de la novela de Gastón Leroux, El fantasma de la ópera (1910), que fue llevada a la pantalla por vez primera por Rupert Julian en 1925, con Lon Chaney encarnando al fantasma enamorado de la cantante Christine, para la que creará su música desde las catacumbas de la ópera Garnier.

Lon Chaney, 1925

La versión cinematográfica mantiene las constantes folletinescas y sentimentales de la novela de Leroux, pero mientras en el texto se hace hincapié en el conflicto espiritual del artista atormentado, el film potencia deliberadamente los aspectos románticos de la obra: la relación imposible entre el músico deforme y Christine, para la que construye compulsivamente un papel protagonista en el Fausto de Charles Gounod.

Este es uno de los aspectos simplificadores del cine con respecto al texto literario del que se alimenta. La fealdad no es tanto una manifestación externa de una perversión moral, sino el punto de partida para la casuística amorosa y las restricciones que la cultura impone a la pasión fuera de norma. En este sentido, el cine es un arte con un componente moral y morboso que delimita el alcance de la obra literaria en la que se inspira. Sin embargo, no siempre el monstruo es un trasunto de la debilidad y la victimización del débil o el diferente ante el amor.

Drácula. La literatura gótica aportó al cine un modelo de monstruo nuevo, entre lo humano y lo quimérico o lo mitológico. Al trazar personajes que trascienden o pervierten la naturaleza biológica y moral del hombre (en Drácula de Bram Stoker, novela que vio la luz en 1897, o en obras anteriores, como Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, publicada en 1818), generando criaturas inmortales o creadas ex novo, se alimentó también posteriormente en el cine un nuevo tipo de horror.

Andy Warhol, 1974

En el caso del Drácula (1931) de Tod Browning, el vampiro se estiliza y elimina su carácter de noble medieval que atraviesa océanos de tiempo para trasmutarse en algo totalmente distinto: una manifestación psicoanalítica de la erótica de la dominación como forma catártica de gozo sexual, en una sociedad que salía de las brumas del puritanismo decimonónico y se encontraba de bruces con la primera crisis global del capitalismo.

Esta visión plástica del vampiro como amante que procura placer a través del dolor se potenciaría más tarde en los filmes de la productora inglesa Hammer protagonizados por el mítico Christopher Lee o en el Dracula (1992) de Coppola, al servicio de un personaje que había matizado el carácter sombrío y de violencia sublimada de la obra original de Stoker para hacer de la hemoglobina una forma insospechada de éxtasis, una comunión de la muerte y lo orgásmico.

El mito vampírico dio también para alimentar incluso el subgénero setentero y dirigido al público afroamericano de la blaxpoitation (Blacula, 1972) o experimentos formales y pop como el conceptual Blood for Dracula de Andy Warhol (1974).

William Crain, 1972

En las dos últimas décadas, se ha pretendido renovar o actualizar el vampirismo literario con aproximaciones más cercanas a la literatura de masas. Así, la existencialista Anne Rice con sus Crónicas vampíricas (1976-2014), centradas en la biografía inmortal y sufriente del inquietante Lestat. O la saga Crepúsculo de Stephenie Meyer (2005-2010), con desiguales resultados en su traslación cinematográfica. De la ampulosidad barroca y meditadamente perversa de Entrevista con el vampiro (Neil Jordan, 1994) a la serie de películas Crepúsculo, con guion plano y arquetipos adolescentes a través del atractivo risible de vampiros que rechazan la sangre humana, en un alarde de neoconservadurismo encubierto que hermana virtud y castidad, destruyendo la erótica clásica del mordisco.

Frankenstein. El caso de la figura de Frankenstein supone también un paradigma de perversión del concepto literario original, al hacerlo bascular desde el conflicto entre religión y ciencia que plantea Shelley en su obra hasta una visión más cercana a lo sentimental: la bondad del ser deforme, la contraposición de materia y espíritu como motor de la tensión dramática. El monstruo es aquí el producto de un determinismo anómalo, alterado por las aspiraciones de trascendencia del científico, marcando así los límites de la voluntad humana en las limitaciones que la naturaleza impone a su carácter y a su capacidad intelectiva.

The Munsters, 1964-66

El sustrato erótico de lo terrorífico se elimina en pos de la ternura y la piedad que propicia la repulsión en la figura de un Boris Karloff hierático y sufriente, y que más tarde retomaría Tim Burton en su poética y estilizada revisión del mito, un Eduardo Manostijeras (1990) en el que el encanto del personaje ha virado hacia un elogio de la diferencia como catalizador de la crítica a la sociedad aborregada, a la vida tediosa en los suburbios norteamericanos de la clase media blanca. Una inversión del concepto de monstruo que termina traspasando su fealdad o su anomalía a aquéllos que antes señalaban admonitoriamente su excepcionalidad.

De hecho, el cine generó un antagonismo evidente entre vampiro y figura prometeica que no se desprende de un hipotético estudio comparado de sus génesis literarias. Nuevos subproductos del cine de género de serie B o Z jugarían la baza del maridaje imposible entre ambos, en el que el cine español aportó también su propia versión disparatada, Drácula contra Frankenstein (Jesús Franco, 1971), o la deriva humorística en series televisivas como La familia Addams o Los Monster,  o las películas de humor familiar de la pareja formada por Abbott y Costello, una vez agotado el filón del monstruo clásico en la Norteamérica posterior de entreguerras.

Robert L. Stevenson, 1886

Doctor Jekyll y Mr. Hyde. Pero es quizá en la concepción de la monstruosidad entendida como deformidad moral donde la simbiosis de texto e imagen ha alcanzado sus mejores logros. La interpretación clásica atribuye a la obra de Stevenson, El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886) un poso alegórico referido a la ambivalencia moral de la época victoriana, que hacía convivir en el mismo individuo y de forma alterna al virtuoso profesional y al ser perverso en la esfera privada.

Los componentes de represión psicosocial se hacen muy evidentes en la obra de Stevenson, especialmente en la perfecta descripción de los corsés culturales impuestos en la Inglaterra de la época por una burguesía ambiciosa que imita los modos y usos de la aristocracia decadente a la que suplanta en preminencia social.

Quizá la más fiel adaptación para la gran pantalla fuera la de John S. Robertson en 1920, con un John Barrymore en estado de gracia que consiguió, sin apenas maquillaje, la transformación física y la trasgresión moral en la ambivalencia Jekyll-Hyde. Posteriormente, un cineasta como Jean Renoir, precursor de la Nouvelle Vague, se inspirará muy libremente en la obra de Stevenson para rodar El testamento del doctor Cordelier (1959), aportando una visión metafísica del mal como excrecencia inevitable de las contradicciones de la sociedad contemporánea, ya muy alejado del mito de la dualidad moral que la obra literaria proponía en la figura del “mad doctor”, al que el castigo de la marginación se le impone por su atrevimiento cientificista contra natura.

H.G. Wells, 1897

El hombre invisible. También en esta corrupción moral a través de la alteración física podríamos incluir El hombre invisible, de H.G. Wells, publicada en 1897, y su primera adaptación a la gran pantalla, de 1933, de la mano del director de Frankenstein (1931) James Whale. Al igual que en su particular visión del nuevo Prometeo, la formación teatral de Whale se entrevé en la creación de atmósferas, que proyectan la desmaterialización de Jack Griffin, otro “mad doctor” que busca la soledad y el anonimato en sus quimeras investigadoras al límite.

Como en la novela de Wells, la progresiva pérdida de la razón del protagonista tiene su correlato físico en la invisibilidad, una alegoría poética del abandono de la normalización y (de nuevo) la disolución del hombre que se entrega a demenciales retos contra las limitaciones que Dios impone a sus criaturas.

Los filmes de la Universal durante la década de los años 30, añadiendo también otras figuras más propias del imaginario colectivo popular que de la literatura, como el licántropo o la momia rediviva, nutrieron de pesadillas las tardes y las noches de los cines de sesión doble de medio mundo.

En definitiva, el cine ha fagocitado, en sus sucesivas adaptaciones, la corriente genérica que hacía de los conceptos de deformidad, monstruosidad o alteridad el punto de partida para lecturas psicoanalíticas o sociológicas más profundas. Gritaba, angustiado, Joseph Merrick en El hombre elefante (David Lynch, 1980):

¡Yo no soy ningún monstruo, no soy un animal, soy un ser humano, soy un hombre! (El hombre elefante)

Era quizá la voz sin tiempo de los que fueron expulsados al margen de la vida socializada, el grito del que literatura y cine se hicieron eco para teorizar acerca de los límites de la normalidad y de quién se sitúa a uno u otro lado del espejo.
 

Sobre el autor
(Granada, 1974). Desde 2002 desarrolla su labor literaria y docente en Madrid. Ha publicado la novela Las manos (Candaya, 2014) y es autor de diversos volúmenes de cuentos. Su obra ha recibido numerosos premios de narrativa breve y ha sido incluida en algunas de las más relevantes antologías y compilaciones del género.
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