«El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto», advierte proféticamente el inicio del Neuromante (1984), de William Gibson. La pantalla como símbolo, como horizonte, como crimen, escenario de batalla de la filosofía posmoderna. Metáfora del último grito en la verbena intelectual cuando, al contrario, reinstaura un régimen conservador que tiene aproximadamente 2.500 años de existencia. No sorprende que se hayan preocupado por ella, o al menos hayan pretendido dominarla, totalitarios como Manuel Castells o Giovanni Sartori.
El pixel, la unidad mínima de la pantalla ―no solo del televisor―, se engloba en lo que en informática se llama «imagen matricial». La superficie de la imagen está formada por una rejilla vacía, sin contenido. La rejilla se rellena de luz que ha sido previamente codificada como información. La información proviene de la matriz y está escrita en lenguaje binario: cada color y cada movimiento que se reproduce en la pantalla es la traducción en luz de cuanto la matriz emite. Esta imagen se actualiza, de modo convencional, entre 50 y 60 veces por segundo (Herzios), siguiendo una secuencia denominada rasterización (del inglés «raster» y del latín «rastrum», rastrillar). No hace falta ponerse apocalíptico para comprender que las 24 verdades por segundo de Godard, en alusión a la cantidad de fotogramas que se pasan en cine, ha quedado ya obsoleta, del mismo modo que para él los 18 fotogramas del cine primitivo eran menos verdaderos.
La formulación más acabada de la idea de matriz está en la Explication de l’Arithmétique Binaire (1703), de Leibniz, que tiene como presupuesto la constitución del universo en lenguaje matemático (mathesis universalis). Este principio recupera nociones también Antiguas: el cosmos, el orden, como oposición al caos, y por ende la construcción inteligente del universo, que de ningún modo puede ser el resultado de un azar porque el azar es cruel, pues no queda nunca sujeto a las facultades de comprensión humanas al escaparse en una sucesión infinita de excepciones.
No es extraño que la voluntad de hacer regulares los fenómenos del mundo provenga de una secta, la pitagórica, que ha triunfado en la metafísica occidental a través de Platón. En otras palabras: la pantalla es una entidad platónica, algo que consuena con las políticas moralistas que se encargan de censurarla y domesticarla.
Acceder a la codificación de la matriz y verla caer como una cascada ―Neuromante, Ghost in the Shell (Oshii, 1995), Matrix (Wachowski, 1999)― es el símil cibernético del éxtasis religioso y la revelación. Siguiendo la metáfora de la línea (Platón, La República, IV), las imágenes pixeladas se hallarían en el nivel más bajo, son burda imaginación (eikasia), engaño y opinión, mientras que el lenguaje matemático que las compone es conocimiento puro (nóesis).
El informático es el nuevo filósofo y en un Estado ideal debería gobernarlo todo. Pero la estética pixel que recientemente se ha recuperado como guiño a los años 80, reivindicando una ingenua desaceleración del progreso tecnológico, es más bien una broma que desacredita cualquier delirio platónico, a pesar de hackers mediáticos como Julian Assange y Chema Alonso. Tratar los datos numéricos fundamentales como mera parodia o como videojuego pone en su lugar a quienes confundieron la realidad con la matriz con el mismo gesto con el que un agnóstico tilda de palabrería el debate entre ateos y monoteístas.
VJ Entter utiliza, por ejemplo, dos imágenes religiosas. El papa Francisco aparece como típico final boss de juego de recreativa, de lo que en jerga de entonces se llamaba matamarcianos. Su perfil invade la mitad de la pantalla mientras lanza cardenales como si fueran compinches de una mafia. También recupera el vanitas del Barroco, expresión de la fugacidad de la vida y de los placeres mundanos; del poder igualador de la muerte que se lleva inmisericorde a ricos, pobres, reyes y obispos.
No hay que sobrevalorar el pixel art porque no pasa de una ocurrencia que funciona exactamente el mismo tiempo que dura la broma, pero se agota enseguida. El pixel art nace como consciencia de los límites del soporte tecnológico: es un revival de los videojuegos paleodigitales y es en ellos donde tiene su auténtica aplicación. Contrasta en un sentido estético con la carrera hacia el hiperrealismo que hasta hace pocos años había caracterizado la evolución del sector. Pero también en el plano social y económico, se vuelve un recurso barato, cercano al amateurismo, que ha convertido la reflexión sobre el medio en el fundamento del mercado independiente. Y la apariencia es lo primero que se pone en cuestión.
Basta un ejemplo. El bitmap (suma de pixels) o sprite (bitmap con movimiento) del Mario Bros. de 1983 se muestra de perfil porque, como en el arte egipcio o el minoico, señalados por E. H. Gombrich, lo que importa es lo significativo de la figura humana más que lo percibido en perspectiva. Por lo demás, Shigeru Miyamoto, su creador, le puso bigote para diferenciar la nariz de la boca, gorra para no tener que inventarse un peinado, patillas para separar la oreja de la cara y mono para distinguir brazos de tronco ―además utilizó el rojo y el azul, alejados en el espectro cromático, para marcar mejor las partes.
Lo que en 1983 se hizo por necesidad en 2010 se escoge por voluntad. El protagonista de VVVVVV, Captain Viridian, no tiene rasgos faciales, solo tres huecos que representan los dos ojos y la boca, y está compuesto de un solo color, el azul. No importa que apenas tenga elementos figurativos porque lo que persigue su autor, Terry Cavanagh, es plasmar el bitmap y no la iconicidad. El grado último de abstracción es Thomas Was Alone (2010), de Mike Bithell, cuyo protagonista es un rectángulo.
El pixel es la unidad mínima pero también la finalidad. En esto se parece a la primera vanguardia, al puntillismo o al divisionismo, no porque estén hechos de pinceladas ―toda pintura es pincelada―, sino porque estas se expresan como cuerpo y como tema, porque es el estilo y representación que ellas producen con un evidente efecto de agregado lo que importa. Pero si puede considerarse como vanguardia a los videojuegos indies es porque el medio –como señalaba Peter Bürger en Teoría de la vanguardia– se ha hecho enteramente disponible y se abre al diseñador en todas sus variaciones históricas. La pixelación puede ser al mismo tiempo una reflexión conceptual. Fez (2013), de Phil Fish, es el ejemplo más cabal.
Phil Fish necesitó cerca de cuatro años en terminar el desarrollo del juego, expresión de una paciencia monacal y un idealismo suicida, modelo de programador solitario en la línea del emprendedor heroico de Schumpeter. Según cuenta el mismo autor en Indie Game: The Movie (Lisanne Pajot y James Swirsky, 2011), cuidaba al máximo todo detalle visual hasta cargar de significado los ladrillos que componen las paredes, haciéndolos semejantes a las piezas de Tetris.
Fez es un plataformas en dos dimensiones, como Mario Bros., que consiste en saltar y avanzar y en conseguir llaves para abrir puertas que se ubican en sectores separados del mapa. En apariencia tiene la misma linealidad: se va de adelante atrás y de arriba abajo. Sin embargo, se caracteriza por aprovechar una imperceptible tercera dimensión, de profundidad, para plantear algunos problemas. En un vídeo se observa sin dificultades. Un ejemplo: si el personaje no llega a una plataforma que está demasiado lejos, haciendo girar la perspectiva esa misma plataforma se coloca cerca porque la percepción que se tiene de ella se altera modificando la posición de la cámara ―por otro lado, siempre fija y central, lo que vuelve el movimiento ambiguo: no se sabe si gira una cámara hipotética o el escenario al completo.
El conocimiento de la tercera dimensión abre las perspectivas de la segunda, o el conocimiento total del medio lo deconstruye y lo inserta en un discurso nuevo. Es, por lo demás, un tópico literario, utilizado por ejemplo en Micromegas (1752) de Voltaire ―el gigante de Sirio que ve en perspectiva lo que el enano de Saturno no alcanza, ambos incomparablemente mayores que los terrestres― o en Flatland (1884) de Abbott Abbott ―una esfera que le describe el espacio a un cuadrado.
Lo que también es significativo es que todos estos personajes transdimensionales son en el fondo moralistas y muestran a sus inferiores aquello que son incapaces de notar. Además de emprendedor, Phil Fish es, como el hacker y cualquiera que tiene acceso a la matriz, un filósofo, un iluminado que enseña al mundo lo que de otro modo no se vería. Pero esto tal vez se escapa de la modestia, no del todo inocente, del videojuego y del pixel art.
Guillermo
19/01/2015
Muy buenas. Quisiera ponerme en contacto con el autor.