En 1978, Herbert Marcuse concedió cuarenta minutos de su tiempo a participar de una serie de entrevistas realizadas por el profesor británico y divulgador Bryan Magee, una especie de análogo anglosajón de Joaquín Soler Serrano. Dichas entrevistas fueron publicadas en forma de texto en un libro titulado Men of Ideas (1978), donde se reúnen diálogos que el inglés mantuvo con Noam Chomsky, Iris Murdoch y Marcuse, entre muchos otros.
Con un imborrable acento teutónico, con un discurso pausado, preciso, Herbert Marcuse evoca admirado los años turbulentos de la República de Weimar que vieron florecer al Instituto de Investigación Social, hoy conocido como la Escuela de Frankfurt, liderado por Horkheimer y Adorno. Para cuando se llevó a cabo la entrevista, Marcuse, que ya lo había escrito todo (moriría unos pocos meses más tarde, en el verano del 79), era una estatua viva del pensamiento continental exportado a Norteamerica, donde había escrito en inglés sus libros más brillantes, como El hombre unidimensional (1954) y Eros y civilización (1955), ensayo en el que conjuga a Marx y a Freud con una lucidez asombrosa.
Bryan Magee está siempre intentando correr a Marcuse un poquito más hacia la derecha, arrastrarlo hacia Occidente, barrer para casa y llevarlo a su terreno. Se concentra en las discrepancias que Marcuse mantiene con el marxismo tradicional, subraya con entusiasmo su heterodoxia. Le pone palabras en la boca a Marcuse que, escandalizado, niega rotundamente suscribir; esboza prejuicios en boca de televidentes hipotéticos o de críticos anónimos y ajenos. Prejuicios que, intuimos, también son suyos. Se nota que estamos en la guerra fría, donde la batalla ideológica era un debate abierto que se ponía en escena. El profesor, a veces, se sobresalta un poco, y sin perder la compostura contraargumenta de forma rigurosa, mientras divulga sus ideas con nivel pedagógico envidiable.
Desde la perspectiva que nos otorga volver a ver esta entrevista en el siglo XXI, la conversación que mantienen, sobre cómo el poder económico parece sojuzgar al poder político y sobre la presunta acumulación de capital que se había estado gestando durante la década de los setenta, no puede más que provocarnos una sonrisa algo amarga.