«El cielo azul alejaba las montañas. El viento traía, posaba, llevaba el aroma de la tierra caliente. Y el soldado estaba allí, echado de pecho, contemplando la sombra que hacía su cabeza y el ir y venir de las hormigas, hasta que la voz del sargento le hizo incorporarse y correr, levantando el vuelo de buscapiés de los saltamontes.»
La tierra de nadie
Siempre me ha gustado la manera que tiene Aldecoa de comenzar sus cuentos focalizando en las impresiones de un ser generalmente solitario y a menudo soñador. Quizás por eso dejó escrito Ana María Matute que «a través de los días y los años, en alguna parte habrá un hombre que, leyéndole, sienta dignificada su soledad o su miseria».
Aldecoa tenía esa capacidad especial para conectar con el lector, para reclamar nuestra atención y, sin estridencias ni grandes aspavientos, manteniéndose en un sabio segundo plano, hacernos empatizar con unos personajes que se presentan tan crudamente banales y faltos de aderezo introspectivo que tenemos que hacer un esfuerzo para escuchar el susurro de sus almas.
Su técnica es tan aparentemente sencilla y carente de florituras, que uno tarda en apreciar su maestría.
Su inteligencia discreta no se valora hasta que uno se da cuenta al cabo de varias relecturas de que nunca falla.
Tal vez no haya fuegos artificiales en su prosa. Pero no fallar nunca es más difícil.
Hay escritores de genio errático. Un Umbral, por ejemplo, en un momento puede ser maravilloso, presentar un puñado de hallazgos verbales deslumbrantes, y en la siguiente página cometer un flagrante error de gusto. Aldecoa no. Como Pla, no suscita grandes entusiasmos en primera lectura. Pero en relectura, al comprobar que todos los cuentos son buenos, que no falla, que rara vez dice tonterías, por acumulación de puntos crece nuestra admiración.
La literatura de bajo relieve es como los alimentos básicos: no dan lugar a grandes entusiasmos, pero sí a una larga fidelidad. Un buen vino de mesa. El buen pan. Las buenas nueces. Algo así es Aldecoa. Nutritivo y modestamente grande.
Su estilo, sorprendentemente maduro desde los primeros relatos, mantiene a lo largo de los años la misma rugosa consistencia. Es tremendamente regular. Solo se sienten dubitaciones, en mi opinión, cuando, deslumbrado por los cuentos de Valle-Inclán, intenta salirse de su cauce verbal monocorde habitual.
El verboso Valle fue el único capaz de desestabilizarlo. Y no por mucho tiempo. Es la única influencia malsana que yo detecto en ese estilo seco y cercano, de palabras cotidianas, de pequeños gestos, a menudo objetivista, bajo los que se halla el flujo inefable del sentimiento.
Esa corriente subterránea no verbalizada es el gran tesoro de Aldecoa, que fue, a su manera, un adepto de la estética de la punta del iceberg que preconizaba Hemingway.
Sus personajes son como miniaturas con gran precisión de detalle. Seres introvertidos que rara vez rompen el muro de la incomunicación. Vagamente insatisfechos con una vida contra la que pocos, sin embargo, se rebelan. La noción misma de rebelión parece imposible. Resignados, estoicos, tristes, perdedores o, sencillamente, mediocres. El más exaltado, al final, es un revolucionario de boquilla que, cuando llega a casa, es maltratado por su mujer.
—¿Con que no soy una mujer de las del Dos de Mayo?
—¿Qué, Matilde?
—Te voy a dar una, que va a quedarse atrás de moretones el chico del afilador.
—Mira, Matilde, en tomarse un vasito de vez en cuando no creo yo que haya mal alguno.
—Ni yo, pero sí en empapuzarse de vino como tú, cochino.Y Benito, el loco Benito, el libelista Benito, comenzó a recibir golpes tremendos de los que no se podía defender. («El libelista Benito»)
Por lo general sentimos rápidamente con quién se identifica un autor. Pero en Aldecoa el cristal es tan transparente que parece que no haya autor; está perfectamente camuflado detrás de las voces y vidas que presenta. Es raro una mirada tan limpia.
Si el objetivo del artista es desaparecer y ser invisible pero omnipresente como un Dios repartido entre criaturas y paisajes, Aldecoa lo logra. Hasta cuando se recrea a sí mismo, en alguno de los cuentos, lo hace en tercera persona.
Aldecoa nunca se deja tentar por la narrativa del yo. Como autor, mantiene un distanciamiento que, lejos de ser indiferente y olímpico, tiene el mérito de la equidad y de la empatía repartida por igual entre sus personajes, incluso los más antipáticos.
Aldecoa nos transmite la sensación de que uno podría ser cualquiera de sus criaturas en sus circunstancias. Hasta los objetos y lugares, a los que presta gran atención, siempre sabiamente descriptivo, tienen una dignidad cargada de significado poético.
Son los suyos cuentos en blanco y negro en los que predomina el gris existencial de posguerra. Ese gris «tristísimo de las ratas» y «de los atardeceres de invierno», lo palpamos también en las novelas de sus coetáneos Delibes, Cela, Ferlosio o Matute.
Es un universo de fondas de estudiantes y guardias civiles, de maestros crueles, de chiquillos y perros vagabundos, de boxeadores miserables, de cobradores, camioneros, serenos, provincianos señoritos de café, de coñac y anises, marineros y barcos viejos, de paseos a orillas del Manzanares, de madriles en agosto con algún Seat 600 en el decorado, con los tranvías de época y, pululando por el trasfondo, mendigos, la pobre gente campesina obligada al éxodo, navajeros y maleantes tatuados y pendencieros de los barrios de chabolas, cantantes flamencos, barberos asesinos…
Y algo raro: se le dan igual de bien los bajos fondos que las casas burguesas, las escenas de campo que las madrileñas, los adultos que los niños, los hombres que las mujeres. Tenía el mismo talento para empatizar con todos.
El resultado es una comedia humana en miniatura, tan punzante a su manera como la de Galdós. Una maravilla.