Y tiene que ser un inventor, un hombre de ciencia, el que ponga los puntos sobre las íes al respecto de lo que puede significar la creación artística: “El genio es un 1% inspiración y un 99% transpiración”. Y Edison, sin quererlo, da luz a la bombilla de lo que es en realidad el trabajo literario.
La segunda parte de la reflexión anterior merece ser diseccionada, pues quizá en ella encontremos algunas claves para reconocer los contornos de la simiente de una idea que pueda concretarse más tarde en una obra literaria: sudar, caminar, observar, transpirar mundo mientras se recorre su superficie.
Sirvan para ello las obras de tres autores capitales del siglo pasado en las que la codificación del mundo exterior y sus accidentes configura con brillantez el carácter y la psicología de los personajes, de una época entera, del spleen de los tiempos que al escritor le corresponde vivir.
En El paseo (1917), novela del escritor suizo Robert Walser (1878-1956), el propio título es ya definitorio, no sólo del carácter de la obra, sino de la naturaleza particular de su autor. Estructurado en torno a la idea simple del poeta que abandona su estudio y se lanza a la calle a pasear, Walser encadena las observaciones de su personaje a modo de cenefas de un discurso unitario que va más allá de la mera sucesión de estampas. Es una reivindicación de la inspiración literaria a partir del acto físico del paseo, como así lo explicará el protagonista:
Abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle. (El paseo, Robert Walser)
La materia cotidiana de paseantes, encuentros casuales, panaderías, estafetas de correos o voces que entonan melodías sirve como excusa metaliteraria para su conversión en materia de escritura vívida. De esta manera, la sencillez de un recorrido anodino por la ciudad deviene en manos del sagaz observador que es Walser en un procedimiento creativo de primer orden.
Para Raymond Queneau (1903-1976), sin embargo, la experiencia del mundo exterior no es una mera estampación de lo visto por sus personajes. En Los últimos días (novela más convencional que sus arriesgados experimentos estructurales en la órbita del OuLiPo), un grupo de personajes divaga y deambula por el París eterno del Barrio Latino, los bistrós y la Sorbona. Aquí, los personajes son observadores y observados, principales y secundarios a un tiempo, de tal manera que en ese tablero complejísimo de sus idas y venidas está la clave para entender un universo en apariencia cambiante pero que no deja de ser un bulevar que repite cada tarde los mismos paseos, conversaciones y rostros.
Queneau poetiza París a través del pespunte de los pasos perdidos de sus personajes, que mientras se deshacen en una ciudad que malbarata sus días van tejiendo a la vez la biografía de los otros como si sólo al ser observados tuviesen una entidad definida, una existencia digna de vivirse.
El arte de la contemplación del mundo alcanza su apogeo en Tierno bárbaro (1973), brillante ejercicio de estilo con el que el checo Bohumil Hrabal (1914-1997) honra, en una escritura trufada de lirismo y ensoñaciones de carácter surreal, la memoria del pintor y poeta Vladimir Boudník, amigo personal del autor. En una ciudad ocupada por el ejército soviético tras el fracaso de la Primavera praguense, mediante el empleo de una primera persona nunca omnisciente pero sí dueña de una conciencia interpretadora de lo real, Hrabal describe las andanzas con su amigo entre visitas a cervecerías, conversaciones sobre arte o anécdotas extravagantes y mundanas.
La singularidad es aquí el tratamiento que el checo otorga a esos paseos: Boudník es reinterpretado, merced a un estilo desbordante y metafórico, como una suerte de demiurgo en manos del cual todo acontecimiento mínimo de la vida diaria, toda pequeña fatiga cotidiana alcanza el rango supremo de acto divino mediante la conversión de la realidad vivida en realidad apenas soñada, intuida, premonitoria de un deseo imposible de trascendencia que debería ser afín a toda actividad artística.
Walser, Queneau y Hrabal no hacen sino proponer en sus obras las claves para una concepción diferente del quehacer literario. El escritor no observa el mundo y da cuenta de él. Ni siquiera inventa otras realidades que circulen en paralelo a la existencia cotidiana. Deja a sus personajes caminar con o sin rumbo, y su papel es básicamente el de un oficiante dominical que reúne a su rebaño y reconduce su avance errático: cualquier paseo no debe ser otra cosa que la transfiguración mística del agua de las calles en el vino nuevo de la materia escrita.
Un libro en el que los personajes caminen, conversen y observen es también la voz profética que parte en dos el Mar Rojo de las anécdotas de barra de bar para urdir un sonido desde el otro lado de la pared, casi soñado: el de seres y enseres cuando no hay ojos ni oídos que consignen su paso por el mundo.