No quiero continuar esta sección sin hacer una mención especial de Umbral. Umbral es alguien a quien hay que echar de comer aparte en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX.
Hoy nadie cuestiona sus méritos como articulista. Creo que se pueden contar con los dedos de una mano los escritores capaces de mantener una columna diaria y que resulte refrescante, que no se repita, que mantenga el interés.
Umbral tenía ese tremendo ingenio que necesita el escritor de periódicos para sobrevivir. No se puede hacer siempre lo mismo, como observa la abeja de la fábula de Iriarte. Lo más difícil, llegado un momento, para un autor con público, es sorprender y no aburrir. Ahí Umbral se excedía a sí mismo.
Su registro era vastísimo. Conseguía renovarse en cada frase. Siempre encontraba un retruécano, una combinación rara, novedosa, imprevisible. Alguna palabreja que se había inventado o que sacaba del cheli. Algún adjetivo deslumbrante.
El suyo era un decir bonito, único, denso, poético, a veces también incómodo y surreal. Fue un fabuloso creador de palabras, de ideas, de paisajes y, como suele ocurrir, solo nos hemos dado cuenta de lo alargada que era su sombra cuando se ha muerto.
Pero su obra trasciende al articulismo y cobra, como memorialista, en el sentido más amplio, unas dimensiones espectaculares, cuando se la contempla en su conjunto.
No siendo la adscripción de género su fuerte, Umbral comprendió muy pronto que estaba, como diría Cela, «en el gozoso y saludable camino de entender la literatura como un temblor íntimo y fable que se desentiende de ropajes, marbetes y otras suertes de constreñidoras policías». Lo suyo era escritura salvaje, a borbotones, un flujo continuo e incapaz de encorsetarse en ningún molde.
Es el río del idioma lo que se pone en movimiento cuando me siento a la máquina. El mundo se expresa a través de mí…
Un buen ejemplo sería Trilogía de Madrid (1984), una mezcla de articulismo y ficción donde se atrevía hasta a entrevistar a escritores muertos, como Valle Inclán, poniéndolos junto a personajes vivos como Lola Flores y componiendo con todo ello un retrato fantasioso y muy plástico de su época.
Es difícil decir si eso era nuevo periodismo o literatura periodística, o literatura a secas.
La mayoría de sus lectores, aun así, coincidirán conmigo en que su obra cumbre es Mortal y rosa (1975). La evocación de la crisis que atravesó a raíz de la muerte de su hijo de seis años tiene fragmentos de una intensidad existencial, de un lirismo acongojante. Hay una sensibilidad a flor de piel, palabras e imágenes hirientemente confusas, disparadas a quemarropa con una hosquedad que esconde mucha ternura doliente:
Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un sol solo que apenas los roza, y me mira tu ausencia desde todas las paredes, encarnas en fotografías cuando halago el tacto de la nada. No estás.
Y en otro lugar leemos:
Estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo menudo que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tictac. El mundo hace tictac cuando juega un niño. El universo es un tictac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma…
Es el Umbral más desesperado.
Pero insisto en que Umbral era un todo. Cada artículo y obra suya contiene párrafos donde acaba tocando algo, una intuición, una luminosidad. Están repletos de hallazgos. Había leído lo mejor que se ha escrito en castellano: Valle, Azorín, Cansinos, Ramón, Ruano, Juan Ramón, Cela, Delibes. Se nutría de todos y era un perfecto ladrón, como lo hacen los artistas de verdad. Tenía esa extremada facilidad de asimilación y luego lo regurgitaba todo.
Resultaba extraordinario lo perceptivo que era.
Cuentan quienes lo frecuentaban que parecía como si no estuviera contigo, despistado, pero luego escribía y no se le había escapado nada.
Se decía que era como los gatos. Su amor estaba lleno de zarpazos.
Si te encontrabas con él, la cosa dependía de cómo anduviera ese día. A lo mejor llevaba un güisqui de más y se mostraba intratable. Todo el mundo recuerda la que le montó a Mercedes Milá, en la televisión, con aquel «¡Pero yo he venido a hablar de mi libro!».
Era curioso, el tipo. Podía estar en un programa así y no perder la dignidad. Andar con ese atuendo de dandi desfasado, con fular, bastón y gafas de culo de botella, y no parecer ridículo. Ni siquiera cuando posaba desnudo detrás de su máquina de escribir en portada de un magazine.
Podía cobrar. Pero no se vendía.
Él mismo se definía en sus últimos años como un ser de lejanías. Tenía un pie en esta vida y otro en el Olimpo. «Escribir es la manera más profunda de leer la vida», dijo.
Asurbanipal
01/06/2014
Increíble sensibilidad la de este escritorazo, que me hizo vomitar con ”Madrid 1940”. Excelente artículo, parece mentira que lo firme el autor de ”Soy un escritor frustrado”. Pero el tiempo lo cambia todo, y a veces para bien. Gracias.