Con un look que recuerda a Axl Rose, la noche del jueves 27 de marzo de 1997, David Foster Wallace charló por segunda vez, durante media hora, con Charlie Rose, un periodista que durante los últimos veinte años se ha encargado de entrevistar a celebridades de la talla de Milton Friedman y Hunter S. Thompson, pasando por los últimos cuatro presidentes de los Estados Unidos.
Cuando Charlie Rose no lo está interrumpiendo, intentando adivinar para qué lado va a disparar ese cerebro hiperactivo, Foster Wallace balbucea, tardamudea, lo admite, se avergüenza de ello y sigue tropezando con el lenguaje. Su inteligencia, trágica y melancólica, parece jugarle una mala pasada a lo largo de toda la conversación, mientras discurre sobre la fascinación que sobre él ejerce David Lynch. Foster Wallace reflexiona acerca de sus notas a pie de página compulsivas, habla de literatura, de cine, nombra películas de los años noventa que ya hemos olvidado, con una erudición sensible, matizando siempre cada una de sus frases.
«¿A dónde querés llegar?», pregunta Charlie Rose sobre el final del diálogo. «Creo que no explotar sería un buen comienzo», contesta David Foster Wallace. Resulta un tanto amargo escuchar esta entrevista diecisiete años más tarde de que fuera emitida, ahora que sabemos a dónde desembocaría la angustia profunda en la que estaba ahogándose un autor que supo captar y articular la subjetividad de finales de siglo XX, un autor que nos sigue interpelando de una manera muy intensa.