Al sentarme ahora a escribir un tercer artículo sobre distintos tipos de campos de concentración en la literatura, me he dado cuenta de que en ningún momento, en los dos textos anteriores, he intentado delimitar el tema. ¿Qué es un campo de concentración? Tal vez sea una pregunta que he tratado de evitar de manera inconsciente en las anteriores entregas, pues tan sólo pretendía centrarme en los campos de exterminio nazi y en el Gulag soviético. Sin embargo, a la hora de buscar más ejemplos históricos y literarios, me he visto obligado a dar una respuesta a qué son estos campos.
Entorno a los campos existe tan variada casuística que es difícil a simple vista establecer un concepto absoluto. En principio, parece más sencillo diferenciar los campos de concentración de otro tipo de campos. Los de prisioneros son los que más pueden asimilarse a los de concentración. Las condiciones de vida en uno y en otro pueden ser muy parecidas. Sin embargo, en los campos de prisioneros, los reclusos siempre pertenecen a un ejército enemigo en el desarrollo de un conflicto bélico. Los soldados capturados y aquellos que se han rendido tras la batalla –protegidos por la Convención de Ginebra sobre el trato a los prisioneros de guerra– son los destinados a ocupar este tipo de campos.
Los campos de exterminio nazi y el Gulag soviético no fueron campos de prisioneros. Pertenecían una categoría mucho más amplia en la casuística de los campos. Una categoría en la que pueden entrar desde los campos de exterminio, pensados para la sistemática destrucción de la vida, hasta los de trabajos forzados. Allí, los reclusos no habían formado parte de ningún ejército enemigo, sino que eran parte de la población civil. Esta es la principal característica de los campos de concentración: el acoger reclusos civiles, en muchos casos ciudadanos del mismo Estado que los recluye. Y la población civil, indefensa, siempre es el eslabón más débil en cualquier tipo de enfrentamiento. ¿Quién va a defender a los civiles? ¿Quién va a denunciar su suplicio? De ahí que muchos de aquellos que sobrevivieron a los campos acaben obsesionados con la idea de recordar y dar a conocer su experiencia.
Si la terminología puede resultar dudosa, el interés de algunos Estados por no reconocer su existencia lleva al uso de diferentes eufemismos: campos de reubicación, de internamiento, de detención, etc. Todos pretenden disfrazar una misma realidad.
Los campos de concentración nacieron en las colonias españolas con otro nombre. Es cierto que los rusos ya habían ensayado antes algo parecido, pero fue Valeriano Weyler, al cargo de la capitanía general de Cuba, quien creó los denominados campos de reconcentración. El hecho se recoge en la novela Las guerras de Artemisa (2010) de Andrés Sorel. Durante la guerra de Cuba (1895-1898), el apoyo de la población civil a los rebeldes independentistas no dejó de ser un verdadero dolor de cabeza para las autoridades españolas. Por este motivo, la idea pareció obvia: había que aislar a los civiles para, de este modo, privar a los insurgentes de la ayuda que recibían.
El nombre de “campo de concentración” vino poco tiempo después. El término concentration camp fue utilizado por primera vez durante la guerra de los bóers (1880-1902). Fueron los ingleses, quienes en Sudáfrica confinaron en campos a la población bóer, con el mismo objetivo con el que lo habían hecho los españoles en Cuba. Las consecuencias fueron similares.
Quien más quien menos, hasta los mayores amantes de la libertad tienen cadáveres que esconder. Que tire la primera piedra quien esté libre de pecado. Estados Unidos y Canadá también tuvieron sus propios campos de concentración. Ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El enfrentamiento con Japón convirtió en potenciales espías a miles de norteamericanos de ascendencia nipona. Se crearon varios campos a lo largo de la costa Oeste, principalmente en California. El más recordado por la literatura es el campo de Manzanar, a los pies de Sierra Nevada.
Hasta este campo se encaminan de forma trágica los pasos de los personajes de Mientras nieva sobre los cedros (1994) de David Guterson. Aunque éste no era el tema principal de la novela, el choque de dos culturas tan alejadas como la occidental y la oriental, acaba conduciendo a un desenlace trágico, con el campo de Manzanar como decorado de fondo. No podemos comparar las condiciones de vida de Manzanar con aquellas de otros campos contemporáneos –como los soviéticos y nazis vistos en las dos entregas anteriores–. Sin embargo, tampoco puede eximirse a sus responsables de figurar por derecho propio en la historia de la infamia.
La crónica más acertada sobre la vida en Manzanar son las memorias de Jeanne Wakatsuki, Farewell to Manzanar (1973). Una niña californiano-japonesa que en 1941 vio como ella y su familia eran enviadas a 225 millas de Los Ángeles a este campo en medio del desierto. Privaciones, enfermedades y la pérdida de la dignidad retratan el día a día de los reclusos. Elementos comunes en la literatura de los campos de concentración están también presentes en el testimonio sobre Manzanar, incluido el típico motín que es reprimido por medio del uso de la violencia.
En mi opinión, es en uno de estos aspectos comunes donde realmente reside la distinción entre unos campos y otros, si tratáramos de realizar una clasificación de los campos. Este aspecto es la pérdida de la dignidad. La maquinaria represiva, con la creación de estos centros de reclusión ha puesto muchas veces de manifiesto su intención de exterminar, ya no sólo una etnia, o una ideología, o una determinada concepción vital, sino también la dignidad de todos aquellos allí condenados.
No hay nada más que echar un vistazo a las fotografías de Agustín Centelles (1909-1995) en el campo francés de refugiados de la guerra civil española en Bram para darse cuenta de que no se trataba de cobijar a los vencidos, sino de ir mucho más allá. ¿Quién puede hablar de dignidad tras ver las fotografías de las letrinas en este campo de refugiados? Todas las vivencias del fotógrafo fueron recogidas, no sólo de forma gráfica, sino también en un libro de memorias titulado Diario de un fotógrafo (2009).
La China comunista también ha tenido sus propios campos: el laogai, red de campos de trabajo. La represión de la Revolución Cultural (1966-1976) fue contada de manera magistral en Cisnes salvajes (1991) de Jung Chang. Sin embargo, sobre los campos de educación que todavía existen en China –donde seguramente acabaron los responsables de la que ocurrió en la Plaza de Tiananmen en 1989– la mejor manifestación literaria son las memorias de Harry Wu, tituladas Vientos amargos (1994).
La lista de otras geografías con sus propios campos podría seguir y seguir, desde Korea del Norte hasta Chile. Sin embargo, sólo voy a añadir un último ejemplo, tal vez por haber sido el más inmisericorde y despiadado caso desde el fin “la solución final” nazi: los campos de los jemeres rojos. El mundo occidental conoció estos campos gracias a la odisea de un periodista recogida en un artículo del New York Times, publicado en 1980, así como en una película estrenada en 1984. Tanto el artículo como la película compartieron nombre: The Killing Fields. También hubo en este caso supervivientes que se atrevieron a relatar su paso por estos campos en crudos libros de memorias, como la camboyana de apellido portugués Denise Affonço en El infierno de los jemeres rojos (2005).