Hanna Arendt (1906-1975) en Los orígenes del totalitarismo (1951) intenta encontrar las raíces de los dos regímenes totalitarios que marcaron la historia durante el siglo XX: el nazismo y el estalinismo. En la última parte de su exposición, la filósofa alemana señala la importancia que la represión, como instrumento de la ideología, tiene en el afianzamiento de estos regímenes. El Estado totalitario pretende alcanzar la “dominación” de todos los individuos por medio de la implantación de un régimen de terror. Así ya no es necesaria la eliminación física de las personas sino que se consigue su anulación en vida, su eliminación espiritual, el exterminio de las voluntades individuales, organizándolas en obedientes y sumisas colectividades.
El principal instrumento para alcanzar este fin en la Rusia soviética fueron los campos de trabajos forzosos. Puede que no fueran concebidos para la sistemática destrucción de la vida, por lo menos de manera directa, pero su intención era la anulación del individuo, una verdadera muerte en vida que lo convirtiera en un ser derrotado y dócil, como un perro tras ser apaleado. Es decir, la sistemática destrucción de millones de voluntades. Si por el camino fallecían unos cuantos enemigos del Estado por no ser capaces de resistir los métodos de reeducación…, bueno, ese era el precio que se había de pagar por la revolución.
Los campos de trabajos forzados soviéticos recibían el nombre de Gulag. En realidad semejante nombre gutural no era más que un prosaico acrónimo de Glavnoya Upravleniye Ispravitelmo-trudovykh Lagerey –Dirección General de campos de concentración–. Por este motivo, el Gulag no consistía únicamente en los campos, sino que incluía también la administración de los mismos y todo el sistema de trabajos forzados de la Unión Soviética. En el fondo, los revolucionarios de octubre no estaban inventando nada nuevo: el Gulag era heredero directo de los kátorgas, los antiguos campos de trabajo zaristas.
La concepción de campo de trabajo hacía que también a la entrada de muchos de ellos colgara otra cínica inscripción hermana de aquella de los campos de exterminio nazi. Una coincidencia que no es casual y que señala el paralelismo entre ambos sistemas. En la Rusia soviética, el autor del eslogan no podía ser otro que Joseph Stalin (1878-1953), y rezaba así: “Honor y gloria al trabajo, ejemplo de entrega y heroísmo”. Contrastan estas estimulantes palabras sobre el trabajo con la denominación que algunos reclusos le daban a los campos: “los trituradores de carne”.
A pesar de las similitudes con los campos nazis, llama la atención el menor número de testimonios literarios relativos al Gulag, si bien es cierto que también escasean los de los campos zaristas. De esta etapa, poco hay más allá de Crimen y Castigo (1866) o Memorias de la casa muerta (1862) de Dostoievski, esta última escrita por el autor ruso después de los cinco años de trabajos forzados a los que se ve sometido en Omsk (Siberia). La menor intensidad en el ritmo de defunciones, la falta de un ejército libertador que destapase la situación de los campos o la efectividad de los métodos reeducativos que silenciaba a los supervivientes de forma definitiva, pueden mencionarse como las causas de esta carencia de testimonios literarios de los campos de trabajo soviéticos.
Aun así, el Gulag ha estado presente en la literatura crítica con el régimen estalinista. En la gran novela de la Segunda Guerra Mundial que es Vida y destino (1959) de Vasili Grossman (1905-1964), el Gulag es parte de esa realidad caleidoscópica que gira en torno a la batalla de Stalingrado. Aquí, los campos de Stalin no son el tema central de la novela, pero al leer esta suerte de Guerra y paz del comunismo uno se da cuenta de que no podía faltar la presencia de algunos personajes condenados a campos de trabajo. Algo parecido ocurre con la póstuma Todo fluye (1970), donde el protagonista es un exrecluso de los campos de trabajo que pretende recuperar su vida mientras tiene que enfrentarse a la triste realidad del exterminio de los kulaks ucranianos.
Vasili Grossman fue sólo uno de otros muchos escritores –como Boris Pasternak, Mijail Bulgakov o Isaak Bábel– que cayeron en desgracia por sobrepasar los límites de la corrección revolucionaria. Todos estos escritores rusos, que desde Novy Mir –la revista de la literatura comunista por excelencia– comenzaron a traslucir su descontento con el régimen, se enfrentaron a infinidad de problemas con las autoridades: la prohibición de sus obras, el ostracismo y la misma persecución dirigida de forma implacable por las purgas.
Por este motivo, la aparición de un autor como Aleksandr Soshelnitsyn (1918-2008) sólo puede ser celebrada como la más feliz de las inverosimilitudes dentro del régimen soviético. En 1962, tras la muerte de Stalin, se produjo un espontáneo relajamiento en la férrea censura soviética. Este breve y refrescante intervalo permitió la publicación de Un día en la vida de Ivan Denisovich (1962). En el libro se escenifican las duras condiciones de la vida en el Gulag: temperaturas de veintitantos grados bajo cero para construir una central eléctrica, la lucha diaria por una ración mayor de comida, los castigos, la esperanza de los zeks (reclusos), la desesperación, etc.
Sin embargo, poco duró este interludio permisivo. El siguiente intento por mostrar la realidad del Gulag de Soshelnitsyn se topó, ahora sí, con el aparato censor soviético. El primer círculo (1968) fue rechazado en Rusia, tal vez escarmentados los censores por haber dejado escapar la anterior obra de su autor. Aquí Soshelnitsyn nos trasladaba a los campos de trabajo menos duros de todo el sistema, los campos reservados para los científicos. La administración conseguía dos cosas recluyendo de esta forma a los investigadores, en primer lugar que no escaparan a Occidente con sus conocimientos y, en segundo lugar, que trabajaran bajo un férreo control y con más ahínco para terminar sus condenas cuanto antes. Las condiciones en las que se vivía en estos campos poco tenían que ver con las de otros donde se ejercían trabajos más penosos. De ahí el título con resonancias de la Divina comedia, donde el primer círculo del infierno es el más llevadero para los condenados.
Con este planteamiento Solshenitsyn construye una novela con ecos autobiográficos, ya que él mismo, por su formación matemática, fue enviado desde Siberia a uno de estos campos donde la vida era más fácil. Aún así, la obra es mucho más ambiciosa y acaba convirtiéndose en una novela río, con la pretensión de dar voz a todos aquellos implicados en el sistema carcelario, dando entrada a infinidad de personajes, entre ellos, el mismísimo Joseph Stalin.
Casi al mismo tiempo, Solshenitsyn preparó Pabellón de cáncer (1968). Aquí el escritor parecía olvidar el Gulag. La novela se desarrollaba en un hospital y seguía tanto a enfermos como a los encargados de tratar a los sentenciados con cáncer. Nada que ver con los trabajos forzados, desde luego. Pero lo cierto es que la novela funciona perfectamente como metáfora de los campos de trabajo. Puede que no hubiera zeks, pero el aislamiento y la deshumanización a la que son sometidos los enfermos los acercaban a éstos. El resultado parece una mezcla entre Un día en la vida de Ivan Denisovich y un drama médico escrito por el novelista y doctor escocés A. J. Cronin.
Sin embargo, la obra cumbre sobre el Gulag estaba todavía por llegar. Su gestación fue problemática. Para erigirla, Solshenitsyn realizó cientos de entrevistas en las que recogía testimonios sobre un gran número de aspectos del sistema penitenciario, todo en el mayor de los secretos para evitar represalias. Así nació Archipiélago Gulag (1973), donde se describe al sistema de campos de trabajo de Stalin como un grupo de islas disperso por toda la geografía soviética. Su narración es prolija en detalles y resulta casi obsesiva por la cantidad de información que aporta. Describe las detenciones, las delaciones, los interrogatorios, las técnicas para arrancar confesiones, los juicios, los traslados, la vida en los campos, los abusos de los presos comunes sobre los presos políticos, la naturaleza de los trabajos realizados en los campos, las comidas, los barracones, etc. La enumeración completa nos llevaría un artículo entero.
Si de algo se le puede acusar a Solshenitsyn es de pecar de frialdad. Su formación científica le dota de una encomiable obsesión por el detalle pero, a veces, parece alejarse del alma de sus escritos. Y aquí entraría el último de los autores propuesto en este artículo: Varlam Shalamov (1907-1982), otro zek que vivió el confinamiento del Gulag durante casi 17 años. Shalamov consagró su vida, una vez fuera de los campos, a escribir sus Relatos de Kolimá (1978), una colección de 103 relatos breves sobre los campos más duros del archipiélago Gulag, los campos de trabajo de “la tierra de la muerte blanca”, Kolimá, un recóndito lugar en un extremo de Siberia. Una visión del Gulag, impregnada de lirismo, que se antoja mucho más humana que la de Solshenitsyn.
A pesar de sus diferencias, el Gulag no sólo estuvo unido a los campos de exterminio nazis por sus inscripciones y eslóganes relativos a las virtudes del trabajo, sino también por uno de los más insignes inquilinos que pasó por los campos alemanes: Jakov Djugashvilii (1907-1943), el hijo mayor de Stalin, más conocido como Yakov. Paradojas de la historia, a pesar de que Stalin haya sido, posiblemente, el mandatario que más personas ha confinado en campos de concentración, su hijo murió durante la Segunda Guerra Mundial en uno alemán. Cuenta Milán Kundera en La insoportable levedad del ser (1984) que Yakov se lanzó sobre una valla electrificada porque no podía aguantar más aquella vida de privación, porque no podía soportar el tener que limpiar cada día la mierda de las letrinas.