El 18 de febrero de 2009 uno de los letreros más infames de la historia de la humanidad desapareció. Medía 5 metros, pesaba 40 kilos, estaba forjado en hierro y no se entendía bien cómo había podido desaparecer de la entrada del antiguo campo de Auschwitz a plena luz del día. Estaba formado por tres palabras en alemán: Arbeit macht frei, el trabajo hace libre. Pocas frases resultan más cínicas y crueles en la historia de la humanidad. Más coherente hubiera sido en aquel lugar el “abandonad toda esperanza” dantesco de la entrada al infierno. Sin embargo, los jerarcas nazis prefirieron utilizar un eslogan de la República de Weimar. Otro engaño más. Uno de tantos.
En realidad, esta infame bienvenida tiene un origen literario: es el título de una novela de 1873 del escritor nacionalista austríaco Lorenz Diefenbach, Arbeit macht frei. Después, en 1927, un programa para acabar con el desempleo en Alemania por medio de la puesta en marcha de obras públicas tomó este título prestado. Y de ahí a Auschwitz. Y no sólo a Auschwitz, muchos otros campos de exterminio recibían a sus efímeros inquilinos con la misma bienvenida. Los campos de Dachau, Flossenburg, Groß-Rosen, Theresienstadt, Sachsenhausen, Neuengamme, todos prometían la libertad a través del trabajo. Sin embargo, la realidad era muy distinta.
Los campos de exterminio nazi aplicaron métodos industriales al extermino de vidas humanas. Se sustituyó la producción en masa por la destrucción sistematizada de individuos, guiada por criterios de eficiencia y eficacia, como si de la mejor cadena de montaje alemana se tratara. Por este motivo, algunos campos como Treblinka carecían incluso de barracones. Los prisioneros eran conducidos a las cámaras de gas desde los trenes. La esperanza de vida media en el campo era de poco más de una hora. Los métodos son bien conocidos: el uso del pesticida Zyklon-B en falsas duchas, la selección a pie de andén de quienes tendrían que ayudar en la incineración de los cadáveres, la experimentación sobre los límites del sufrimiento humano y su capacidad de recuperación… El catálogo de horrores no tiene fin.
En Las benévolas (2006), la novela que reportó el premio Goncourt a Jonathan Littell –un curioso autor norteamericano que escribe en francés y vive en Barcelona– el exterminio es tratado desde el punto de vista de sus hacedores. En el capítulo denominado «Minueto», se retrata a la burocracia alemana que puso en práctica la Solución final. Eichmann, Himmler o Rudolf Höß, entre otros dirigentes, se pasean por sus páginas debatiendo si sería más correcto el mejorar las condiciones de los prisioneros en los campos de trabajo para mejorar su productividad o, si por el contrario, es necesario acelerar el ritmo del exterminio.
Cuando los aliados descubrieron los campos no podían dar crédito a lo que encontraron. El primer campo descubierto fue el de Majdanek, cerca de la ciudad polaca de Lublin. Fueron enconados los intentos de los alemanes por ocultar las pruebas del exterminio. Sin embargo, había sido tal la magnitud de la empresa que resultó imposible esconder tanta vileza. Los juicios posteriores sacaron a luz todo tipo de atrocidades, conmocionando a la opinión pública.
Estupor, incredulidad, repulsión, así se sentía el protagonista de El lector (2000), de Bernhard Schlink, al descubrir el terrible pasado de su amante. Y así se siente el espectador de cualquier representación de La indagación (1965) de Peter Weiss. Esta obra de teatro del autor de la archiconocida Marat-Sade se basa en las actas del juicio de Frankfurt, donde se procesó entre 1963 y 1965 a 23 responsables de Auschwitz. Sin concesiones, basada en la frialdad objetiva de los procesos judiciales, la obra es un duro golpe asestado por la maldad humana, como si de un mazo se tratara, donde sucesivos testigos van describiendo a lo largo del proceso el mayor catálogo de atrocidades concebido por el hombre.
Dentro de la literatura de los campos, Auschwitz es el campo que más atención ha recibido. Tal vez su mayor tamaño permitió un mayor número de testimonios. De entre todos ellos sobresale la voz de Primo Levi, un judío sefardí italiano que llegó a Monowice (uno de los campos que formaban el complejo Auschwitz-Birkenau) en 1944. En Si esto es un hombre (1956) describe cómo sus conocimientos de química evitaron el inmediato paso por las cámaras de gas, su trabajo día a día, el hambre, las humillaciones por parte de los kapos y, sobre todo, la deshumanización constante a la que eran sometidos los prisioneros del campo, el verdadero leitmotiv del libro. Al enfermar de escarlatina e ingresar en la enfermería evitó caer con las últimas ejecuciones. Sin embargo, el abandono y la lucha por la supervivencia en el lapso de tiempo que transcurrió entre la estampida de los guardianes y la llegada de los rusos, convierten los últimos capítulos de Si esto es un hombre en una auténtica agonía.
Junto a este estremecedor testimonio de la vida en Auschwitz, Levi escribió también la no menos estremecedora La tregua (1963). Aquí la acción comienza en el momento en el que termina Si esto es un hombre, con la llegada del Ejército Rojo, y el autor nos da cuenta del calvario sufrido por los supervivientes del campo tras la liberación. Aquellos hombres ya no eran prisioneros, pero su status parecía encontrase en una especie de limbo, sin poder equipararse al resto de hombres libres y sufriendo por parte de su libertadores un trato que no distaba mucho del infringido por sus carceleros. La desolación se torna en la verdadera protagonista de la historia: desolación física –causada por la destrucción de la guerra a lo largo de la interminable estepa rusa– y desolación moral –tan yerma como la anterior y acusada por los supervivientes– en un viaje a ninguna parte en el que nunca llegarán a cicatrizar las heridas de sus espíritus.
Por último, Primo Levi cerró su Trilogía de Auschwitz con un ensayo, Los hundidos y los salvados (1986), donde vuelve la vista atrás más de cuarenta años después para examinar su propia memoria y para ajustar cuentas, aunque sea consigo mismo. Por este motivo, Levi nos ofrece uno de los momentos más estremecedores de la literatura universal cuando describe “la zona gris”, evitando cualquier tipo simplificación, al retratar a aquellos judíos que colaboraron de forma voluntaria con sus verdugos por un simple mendrugo de pan. Los humillados se convertían también así en ejecutores en una terrible reversión en la culpa de los mismos crímenes.
Los ejemplos de testimonios similares a los de Primo Levi son numerosos: Sin destino (1975) de Imre Kertész, El hombre en busca de sentido (1946) de Viktor Frankl, La trilogía de la noche (1975) de Elie Wiesel, Viviré con su nombre, morirá con el mío (2001) de Jorge Semprún, Mis memorias (1995) de Violeta Friedman, I was a doctor in Auschwitz (1984) de Gisella Perl… En todos ellos late una misma necesidad, una necesidad muy humana: la de recordar, la de intentar brindar por medio de los detalles el fresco más cercano a la realidad del sufrimiento padecido por los supervivientes. Junto a esta necesidad, la sed de venganza o el intentar evitar que generaciones futuras sufran circunstancias similares pasan a un segundo plano. Hay que recordar para que todo el mundo sepa lo que allí ocurrió, para que todos vislumbren el grado de sufrimiento al que fueron sometidos. Sólo por medio de estos recuerdos parciales puede, si acaso, obtenerse una vaga idea del exterminio.
Primo Levi murió en 1987, un año después de publicar Los hundidos y los salvados, al precipitarse por el hueco de las escaleras de su casa. Es muy probable que se suicidara, como tantos otros supervivientes que no consiguieron cerrar sus heridas por completo.
Cuando Auschwitz fue liberado por el Ejército Rojo, un prisionero superviviente, Eugeniusz Nosal, sobornó con vodka a los soldados rusos que desmontaron la inscripción de la entrada y se disponían a trasladarla a Rusia. Tras permanecer dos años escondido, el cartel volvió a ocupar su lugar en 1947, cuando el antiguo campo polaco se convirtió en un museo. Un valiente acto de preservar la memoria de la ignominia.
El 21 de febrero de 2009, tres días después de su robo, la inscripción era recuperada por la policía polaca, ante un revuelo de declaraciones indignadas frente al negacionismo que subyacía en el hurto. Arbeit macht frei volvía a presidir la entrada de Auschwitz.