Corre el año del Señor de 1842. Nos desplazamos hasta alguna capital europea sita en alguna realidad paralela que existe cual reverbero deforme del mundo. Cae la tarde sobre los adoquines de una calle no muy alejada del centro urbano. El paso del tiempo resulta más subjetivo que nunca; las horas transcurren con mayor lentitud para los ocupados que para los ociosos, para los difuntos que para los insomnes.
Durante la jornada diurna, la ciudad es vapuleada por el ajetreo de sus habitantes. Cuando se extiende la noche y las personas se relegan a su lugar de descanso, el espacio es tomado por escurridizas ratas de minúsculos ojos y sucio pelaje que se afanan en la turbiedad de su misión. Tal es el número de roedores que nace en profuso parto del alcantarillado, que diríase que nos encontramos ante el delirium tremens del flautista de Hamelín.
El blanco y negro lo domina todo, ya que, ¿recuerdan?, nos encontramos en el siglo XIX, y los medios de los que disponemos jamás nos permitirían imaginar un Londres o un París en color. La estampa acontece en una noche sin luna como el café que deglute cada mañana el Agente Especial Cooper, si se me permite el anacronismo. Entre los comercios cerrados distinguimos, a pesar de la escasa iluminación de la vía, una botica, cuyas puertas permanecen abiertas. Decidimos entrar en ella, manteniendo en todo momento la omnisciencia y la ausencia de intervención que transigen el completo dominio de la situación, sin que se dé alteración alguna en el devenir de los acontecimientos.
Semioculto tras el mostrador, un hombre menudo es el único testigo de las sombras que ocultan la pesadilla del que sueña. Continuemos describiendo la fisonomía del personaje: su boca se hunde en gesto desalentado, sus mejillas retroceden y dejan al desnudo unos pómulos tan salientes que su prominencia no indica sino demacración. Su mirada lacrimosa se centra en las páginas del libro que se abre ante sí, probablemente la Crítica de la razón pura. A su derecha, una pequeña caja y una botella de cristal contienen su salvación y su condena. Viste camisa de lino blanco, cuello de lazo con nudo Mail Coach, chaleco y levita oscuros, pantalones sans culotte y botines algo desgastados. Su nombre es Thomas De Quincey.
Detrás de él, en la rebotica, entre el olor a químicos y la alineación de frascos repletos de remedios para los males que aquejan al mundo, encontramos una biblioteca que contiene las principales obras de los más ilustres sanadores del alma. Revisemos sus anaqueles: distinguimos Kubla Khan, el poema soñado de Coleridge; a su izquierda, los deliciosos relatos de Gautier, y alguna novela de Walter Scott encuadernada en piel humana. Hay también obras de Goethe, Allan Poe, Novalis, Shelley, Byron, Wordsworth y Keats. La exquisita selección de literatura narcótica roza la perfección. En la época en la que este episodio sucede, Lewis Carroll todavía es niño, y no se tiene noticia de la maculada concepción de Huxley, así como tampoco de la de Malraux, de modo que no les echen en falta.
Retorne nuestra atención a la estancia anterior. El estilo del farmacéutico contrasta con el del yonki harapiento que ahora entra en la botica, se acerca con paso tambaleante al mostrador, se lleva la mano al bolsillo y extrae con pulso tembloroso un arma blanca –el narrador desearía especificar que se trata de una daga con hoja de cegador relumbro, pero no es más que un vulgar cuchillo de filo oxidado. El sentido del olfato le permite comprobar al boticario que el inesperado visitante ha erradicado de sí toda tentativa de higiene.
¿Y qué farfulla? ¿Cuál es el significado encriptado tras las palabras que consiguen colarse entre sus melladas piezas dentales? Solicita, demanda, exige láudano, una mezcla de alcohol y opio altamente adictiva, usada con fines medicinales, muy popular en la época que nos ocupa. ¿Y cuáles son la identidad y condición del personaje? Asegura llamarse Charles Baudelaire y no disponer ni de una triste moneda en el bolsillo.
En nuestra humilde realidad paralela, salvamos a De Quincey del olvido que conlleva la mortalidad. Por el contrario, condenamos a Baudelaire. Del primero celebramos sus Confesiones de un inglés comedor de opio (1821), impecable obra de aprendizaje que, inexplicablemente, parece haber quedado relegada a la lectura juvenil. Bajo el formato de relato autobiográfico se revela un ensayo que aglutina los diversos intereses del autor, bibliófilo empedernido, helenista prematuro y poseedor de una vastísima cultura. Con esmerada prosa y ecuanimidad despliega su espíritu romántico. Avanza a través de su pasado, sin extraviar los objetivos primordiales: dilucidar las razones que le condujeron al consumo de opio y exponer los efectos que la sustancia produjo en su organismo.
Descubre que el remedio a las afecciones físicas que le aquejan conduce al cielo. Tras años de consumo controlado de láudano, se pierde en el exceso y en la adicción. A partir de entonces, la gloria alcanzada se convierte en la más terrible de las torturas. El suplicio no le abandona ni siquiera durante las horas de sueño. El horror da caza a la belleza más pura. En sus visiones, los ejes espaciotemporales se ensanchan hasta tal punto que el mundo parece multiplicarse, tornarse inabarcable, dejando exhausto al comedor de opio, que ya no encuentra en la sustancia alivio ni lenitivo.
En su ensayo Suspiria de profundis (1845) hallamos la secuela a la fantasía desplegada: prosigue la descripción de sus visiones y pesadumbre con honestidad y lucidez, para disfrute del lector quien, al anteponer el goce de la lectura al sufrimiento del escritor, no puede sino congratularse inmensamente por sus miserias. En sus obras, De Quincey no admite tregua: cada una de sus líneas es paradigma de excelencia e ingenio. Al abordar la experiencia en la ingesta de un reconstituyente tan preciado para él, capaz de abrir puertas secretas en el laberinto sin salida que es la existencia, capaz de conducirle a un «goce divino repentinamente revelado» que alcanza a denominar «el secreto de la felicidad», el tratado se torna oración y el ensayo, plegaria:
¡Oh, opio, sutil, justo y conquistador de todas las cosas! Que traes consuelo a los corazones de los ricos y los pobres, a las heridas que nunca cicatrizarán y a los “tormentos que tientan al espíritu con la rebelión” traes un bálsamo que apacigua. ¡Opio elocuente! Que con potente retórica consigues disipar los propósitos de la ira, que siempre te muestras propicio a la misericordia y que en una noche de sueño celestial haces que el hombre culpable regrese a las visiones de su infancia, lavando sus manos ensangrentadas. ¡Oh, opio, justo y virtuoso! Que presentas ante la Corte de los sueños un falso testimonio para el triunfo de la inocencia desesperada y que detestas el perjurio e inviertes las sentencias de jueces injustos, tú construyes ciudades y templos sobre el corazón de la oscuridad, fuera de la fantástica imaginería del cerebro, superando el arte de Fidias y de Praxíteles, superando el esplendor de Babilonia y Hecatómpilos, llevando “de la anarquía del sueño” a la luz del día los rostros de bellezas largo tiempo enterradas y los benditos semblantes familiares, limpiándolos del deshonor de la tumba. ¡Tú solo otorgas esos dones al hombre, tú tienes las llaves del Paraíso! ¡Oh, opio justo, sutil y poderoso! Confesiones de un inglés comedor de opio. De Quincey
Tras esta suprema maravilla, ¿cómo dejar de sancionar a Baudelaire por haber escrito Un comedor de opio (1860), obra que se revela innecesaria por limitarse a parafrasear a De Quincey, redactada desde la excesiva comodidad del léxico que surge del cerebro y el egotismo sin atravesar de punta a punta el corazón? ¿Cómo no caracterizarle como yonki infrahumano, desecho de la sociedad, cuya ansia de vicio ha terminado por carcomerle el espíritu? El poeta francés se sabe experto domador de palabras. Desde la seguridad que deposita en las mismas redacta una voluptuosa obra en la que el supuesto análisis no es sino descripción y recensión de la de De Quincey. Si aquí se ha decidido no desterrarle al sueño eterno ha sido únicamente debido a —Fleurs du mal (1857) aparte— el refugio que le proporciona el siguiente párrafo, situado al final del texto:
Un leve pesar, un menudo goce de niño, agrandados desmesuradamente por una sensibilidad exquisita, se vuelven más tarde en el hombre adulto, incluso a pesar suyo, en principio de una obra de arte. Finalmente, para expresarse de manera más concisa, ¿no sería fácil probar, mediante una comparación filosófica entre las obras de un artista maduro y el estado de su alma cuando era niño, que el genio no es más que la infancia formulada nítidamente, dotada ahora, para expresarse, de órganos viriles y poderosos?. Un comedor de opio. Charles Baudelaire
El opio es el medio que le permite a De Quincey retornar a la infancia. Las palabras de Baudelaire ya no surgen del intelecto corrupto que pervierte el alma, sino de la mismísima fuente de la que brota la Verdad. En este caso concreto, en el que decidimos despojarle de su honor, este es el milagro que le salva de una muerte por sobredosis o de la detención policial.
Hemos dejado al galo amenazando con un arma al distinguido inglés. ¿Cuál es el desenlace de la historia? Es por todos conocida la falta de precisión y coordinación de la persona vapuleada por el síndrome de abstinencia de los derivados del opio. De Quincey, como todo caballero que se precie, es experto en artes marciales. Entre sus especialidades, destacamos los siguientes sistemas de lucha: el aikidō o camino de la energía y la armonía, el kung-fu de la mantis religiosa, el jiu-jitsu o arte de la suavidad y el dandi o arte de la pelea con bastón. Un par de llaves bien ejecutadas resultan suficientes para que el indeseable abandone los dominios de De Quincey y huya despavorido hacia vayan a saber qué remotos lugares.
Habiéndose reestablecido la paz, tan sólo resta desearle suerte a nuestro protagonista, abandonar esta dimensión análoga, regresar a la realidad de la que provenimos, visitar un centro médico, hacerse con alguna receta, localizar el dispensario más próximo y ponernos de opio hasta las cejas.