Que mi pueblo está lleno de chiflados es un hecho incuestionable. Lo demuestra que yo viva allí y no en otro sitio. Pero no es de mí de quien quiero hablar, sino de Ventura, uno de los tipos más carismáticos del lugar. Un tipo cuya notoriedad es tan vasta que, en unas votaciones que emitimos por Internet, ganó el premio al personaje más popular del año. Incluso quintuplicó en votos a la alcaldesa, lo cual hará que algún partido en crisis, cuyas siglas son la misma letra, apueste por él en las siguientes elecciones municipales. Pero esto aún es un secreto que no pienso desvelar.
El caso es que, el tal Ventura, cada vez que nos ve a mi hermano y a mí, corre a enseñarnos una notita con una especie de texto en el que sólo hay espirales y tirabuzones, algo ininteligible. Nos dice: “Se la voy a dar a Álex” (Álex es un tatuador que tiene un local en el pueblo. Cada madrugada, Ventura le echa la nota por debajo de la persiana metálica). Dice: “Ya veréis cuando la lea”. Pero a menos que Álex posea un decodificador capaz de descifrar una mezcla entre sánscrito, cantonés y swahili, me parece muy difícil que pueda leerla. Ni esa ni ninguna de las que le haya echado o vaya a echar el resto de la vida.
Pues bien, aunque parezca inconcebible, existe un libro más hermético que las notas de Ventura y más incomprensible que cualquier cosa que haya dicho o hecho Hegel: El Manuscrito Voynich. Las páginas del manuscrito están plagadas de ilustraciones de plantas y hierbas, así que no sería extraño tomárselo como una enciclopedia de botánica. El problema es el texto que las acompaña, porque nadie lo entiende. Ni Voynich —el anticuario estadounidense que adquirió el manuscrito en 1912—, ni los lingüistas, ni las computadoras ultrasofisticadas saben interpretar las parrafadas que siguen a los dibujos.
De hecho, la expresión “tomar el rábano por las hojas”, que, a grandes rasgos, significa “no tener ni idea”, viene de ahí, ya que en el manuscrito hay una especie de rábano acompañado de caracteres ilegibles. Indudablemente, puesto que los académicos acostumbran a ser muy graciosos y a jugar con las palabras, la frase se le habrá ocurrido a algún semiólogo chistoso de Yale, la universidad que guarda el libro, mientras ojeaba cosas semejantes a pepinos y girasoles en sus páginas.
Entre las teorías acerca de su procedencia, la más llamativa tiene que ver con la adquisición del manuscrito por parte de Rodolfo II de Bohemia. Pagó seiscientos ducados por él, una fortuna tanto para los bohemios como para los sedentarios. Por aquel entonces, John Dee (astrólogo y alquimista, también famoso por haber escrito La Tempestad bajo el pseudónimo más famoso de la historia después de Alan Smithee: William Shakespeare) estaba instalado en la corte junto a su ayudante: el médium y alquimista Edward Kelley, quien aseguraba que podía “transmutar el cobre en oro gracias a un polvo secreto que había extraído de la tumba de un obispo de Gales”.
Según esta versión de los hechos, tendríamos, pues, en la corte de Rodolfo II a John Dee recibiendo mensajes de los ángeles y transmitiéndoselos a su compañero Kelley, que apuntaba todo lo que le decía. De ahí habrían salido las doscientas cuarenta páginas del Manuscrito Voynich. Bien es cierto que podría haber sido un poco más largo si Dee y Kelley no se hubieran peleado en una de aquellas sesiones. Les habría pasado lo que nos ha pasado a todos alguna vez: Dee le dijo “los ángeles me han exigido que tú y yo nos intercambiemos las mujeres durante unos días” a Kelley, y este no tragó.
Lamentablemente, esto podría no haber ocurrido nunca. La prueba que refuta esta historia es la del carbono 14, que data la escritura del manuscrito entre 1404 y 1438. Tanto Kelley como Dee nacieron un siglo después y, a menos que ambos fueran capaces de viajar en el tiempo, se me antoja imposible su autoría. Por ahora, tanto el texto como el ensayista siguen siendo un misterio.
Si acaso, lo único que queda más o menos claro es su procedencia: Italia. En el interior del manuscrito hay una ilustración de una ciudad, con torres, murallas y almenas gibelinas, cuya parte superior tiene forma de cola de golondrina. Este tipo de almenas alcanzaron mucha popularidad en toda Europa a finales del siglo XV, pero si nos ceñimos al momento en que se redactó el manuscrito, lo presumible es que el códice sea oriundo de Milán o Venecia. Esto también explicaría su criptografía, dado que la Inquisición tenía por costumbre quemar libros y personas en la Península Itálica (si los libros se entendían, claro, y no este es el caso).
Por supuesto, también existen teorías new age acerca del manuscrito. Entre ellas, destaco dos: una que afirma que cuando se acaben las guerras en el mundo el contenido del códice se nos desvelará en su totalidad, y otra, pionera en la exocultura1, que sostiene que el ejemplar proviene de la galaxia de Andrómeda, puesto que entre sus páginas hay una ilustración con forma de espiral, y esa espiral sólo puede referirse a una galaxia, pero no a una galaxia cualquiera, sino a la de Andrómeda, porque está únicamente a dos millones y medio de años luz de la nuestra.
En mi –de todo menos– modesta opinión, el enigma del Manuscrito Voynich dista mucho de estar resuelto, así que he tomado cartas en el asunto para ayudar a revelar su significado: me lo he descargado en el ebook (que hasta ahora sólo lo utilizaba para entrar en páginas porno porque, con el fondo blanco de la pantalla y las tonalidades negra y grisáceas de la tinta electrónica, todo acto de cópula parece vintage, y eso está muy chulo) para leérmelo entero y aportar mi granito de arena en su decodificación.
Mientras tanto, sabiendo que un monarca como Rodolfo II pagó un pastón por el manuscrito, pienso reunir todas las notitas que el tal Ventura le deje a Álex, las encuadernaré, dibujaré por ahí en medio calvas y melenas y, finalmente, se las venderé a Emilio Botín como remedio infalible contra la alopecia.
Por tan sólo cinco mil euros.