En las primeras especulaciones sobre el hombre del futuro subyace uno de los prejuicios más escalofriantes del siglo XIX: la acumulación como virtud. Piénsese en los futuristas, que se regocijaban con los accidentes de tráfico, convertían al piloto de guerra en héroe nacional y aspiraban a fundirse con el motor. La naturaleza estaba acabada, era tradicional y cursi. Los románticos, los medievalistas y los artesanos, eran figuras rancias y nostálgicas, carcoma de un nuevo y mejorado mundo artificial que estaba saliendo de las plantas industriales a la luz de la energía eléctrica.
La humanidad tenía que dotarse de prótesis mecánicas y ampliar sus capacidades por medio de una técnica de agregados. La ideología del archivo ejerció en los modelos de pensamiento intelectual la misma influencia que la organización fabril en la filosofía política y económica. El conocimiento consistía en la acumulación de documentos, catalogados y clasificados con desdén sumario: todo está bajo nuestro control y podemos juzgarlo. Somos los justicieros de los tiempos; el pasado es para deficientes e inválidos. El pasado debe desaparecer bajo escamas de hierro.
En la película Tetsuo: The Iron Man (Tsukamoto, 1989), el protagonista se injerta un tubo al lado del fémur. Agravio comparativo: el hueso está formado por fibras frágiles, se descalcifica, se quiebra, no soporta un accidente de tráfico, es cursi y antiguo y medievalista, es un instrumento de caza de la prehistoria. Nunca se hará suficiente hincapié en el complejo de obsolescencia que padecieron los japoneses después de las dos bombas atómicas. De repente, todos se habían vuelto mortales a la vez.
La flaqueza de la carne tiene que sustituirse por el brillante vigor del acero. Por eso Tetsuo entra en trance y se une al metal: primero su miembro es un taladro; después, su cuerpo es un tanque. El reverso de la acumulación no tarda en aparecer: nunca llega la victoria. Permanece siempre el principio de la insuficiencia: todavía no se es lo bastante máquina, lo bastante artificial. La «vergüenza prometeica» de Günther Anders. El ser humano es una derrota.
«El clásico tema ciberpunk de los implantes electrónicos no tiene relevancia. Ni siquiera el implante de un diminuto chip de identificación por radiofrecuencia tiene el menor sentido como tecnología del mundo real. No es práctico tener un equipo de computación subcutáneo que interactúe directamene con la carne humana, que es húmeda y salada. La maquinaria se deteriora demasiado rápido como para mantenerse dentro de un cuerpo, un cuerpo humano que puede vivir ochenta años. Los implantes tienen sentido como metáfora literaria. Como tecnología, son un fiasco», explica Bruce Sterling.
Lo que define al género biopunk es precisamente que desaparecen los elementos visibles de la transformación. Todo programa informático —y el genoma humano es uno como cualquier otro— está sujeto a la reescritura total. No hay ningún código fijo, solo constantes flujos de datos que nunca cesan de generarse y destruirse, un nuevo campo de batalla que se ha vuelto tan impreciso y especulativo como el cosmos.
«Los virus pueden transportar» —explican Benveniste y Todaro— «fragmentos de ADN de su huésped y transmitirlos a nuevas células: ese es el fundamento del engineering genético. Como consecuencia, una información genética específica de un organismo podría ser transferida a otro gracias a los virus». Pensar en la prótesis es creer ingenuamente que sobre una base natural se agrega un elemento artificial. Ya no existe ninguna de las dos porque lo que antes se tomaba por natural tiene el diseño del open source digital, del código abierto. Cualquier añadido tiene exactamente la misma condición que aquello que ha sido modificado: el dato.
En Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012), las estrellas de cine venden sus enfermedades a sus fans para que se las inoculen y sean, así, un poco como ellos. Un poco como su podredumbre. Es la lógica de la colonia diseñada por el actor o las botas del delantero, aplicada a las intimidades orgánicas del transhumano: no es «más que» un humano, sino «otra cosa» que un humano. El Renacimiento muere después de una larguísima agonía, de casi cien años, en el siglo XXI.
A la siniestra noche del antropocentrismo, la razón y las ciencias, le sucede otra más fúnebre: la de la síntesis del hombre, los delirios místicos de las utopías virtuales del Big Data —el gran archivo del pensamiento electrónico— y el Genoma Humano —el gran archivo de la existencia digital—. Hemos abandonado la prótesis, pero no la acumulación. Otros excesos como el de Tetsuo, aunque con formas nuevas e imprevistas, llenarán de fuegos artificiales y catástrofes los cielos de los próximos años.