Sergio Galarza (Lima, 1976) tiene una prosa contundente –como una canción punk y, por momentos, reflexiva como una melodía folk– que se nutre de las vivencias de la calle y de la áspera realidad que le rodea. En sus historias se percibe la impronta de autores como Bukowski, Fuguet, Ribeyro, Reynoso y Sillitoe. JFK (2012), su más reciente novela, y Paseador de perros (Premio Nuevo Talento FNAC, 2009) forman parte de su trilogía madrileña, cuya tercera pieza está en proceso. Ambos libros, junto a Los Rolling Stones en el Perú (2007), han sorprendido gratamente a la crítica española. Galarza, actualmente reside en Madrid, escribe como habla y siempre habla sin rodeos.
Madrid y Lima están presentes en tu obra. Incluso hay momentos en que se solapan. ¿Qué significa para ti la experiencia de patear la calle en la composición del retrato de una ciudad?
Siempre me ha gustado la experiencia de primera mano, no soy un escritor que escriba desde una biblioteca, mi relación con la literatura es callejera, por el espacio donde suelen moverse mis personajes y porque me gusta que la ciudad y el barrio sean una presencia constante. Esto ha sido así desde los primeros libros que publiqué, que eran de cuentos. En esa época, gracias al skate, conocía casi todos los barrios de Lima, porque con mis patas siempre estábamos buscando lugares para practicar nuestros trucos, pero sólo veía la calle de día, apenas iba a fiestas, sabía muy poco de la vida nocturna. Gracias a la literatura empecé a frecuentar bares y discotecas. Mi experiencia skater es un material desaprovechado al que recién le estoy prestando la atención que merece, sobre todo ahora que he vuelto a montar.
La crítica coincide en que JFK (2012), tu última novela, muestra un retrato inédito de Madrid, tu nueva ciudad. ¿Qué elementos diferenciadores has empleado para tal fin?
En esta novela ha sido complicado construir una ciudad, porque sucede antes de mi llegada a Madrid. Lo que trato de retratar, como espacio, es el barrio del protagonista y los lugares donde se encuentra con sus clientes. La mayoría de barrios de la periferia y de hoteles son iguales, así que me centré en dotarlos de una atmósfera que los hiciera particulares. Pero esta semana, releyendo Mis dos mundos de Sergio Chejfec, me di cuenta de lo poco que había explotado los parques, es una deuda que espero saldar en otros libros.
En JFK narras la historia de un chico madrileño dedicado a la prostitución de alto nivel. Hay también soledad, fracaso, egoísmo y desestructuración familiar representados a través de personajes como el chico de la moto, Gina y Liz. ¿Cómo surgió la idea de hacer una novela sobre estos temas?
Son temas que vengo tratando desde mis cuentos y mi primera novela, y reaparecen porque las historias lo exigen. En JFK podía haberme dedicado a narrar los encuentros sexuales del protagonista con sus clientes, eso era lo obvio, lo fácil, pero a mí me interesaba contar el drama de un chico que ha crecido en una familia de apariencia normal, cuya madre lo llevaba al cine para mostrarle la historia de Polonia, su país y pasado, y poco más, porque me parece que queda claro que es él quien se hace a sí mismo, sus padres apenas lo educan, lo tienen casi como un objeto de decoración, sobre todo el padre al ver que rechaza el fútbol y es el único vínculo que se atreve a ofrecerle. Creo que, en general, mis personajes buscan un espacio para ser felices.
Las realidades que muestras son crudas y los protagonistas hablan sin pelos en la lengua. ¿Qué opinas de la utilización de lo políticamente correcto en las novelas y en el lenguaje en general?
Una novela no puede ser un manual de lo que deberíamos ser o hacer. Admito que propongan conflictos morales actuales, como lo hace Belén Gopegui, por ejemplo. Pero hay una frontera muy tenue entre proponer y lo otro, que es señalarte un camino. Luego hay autores como Alberto Olmos que pretenden ser provocadores, pero su provocación también es de manual, me aburre tanto como un partido de fútbol peruano, y aquí reconozco caer en un chiste fácil. Algunos amigos me preguntan siempre por qué pierdo el tiempo leyendo a algunos autores, a estos, por ejemplo. Trabajo en una librería, así que no me cuesta nada echarle un vistazo a todos los libros y llevármelos prestados a casa para ver si pasa algo interesante. Pero volviendo al asunto de la corrección política, ahora mismo se están publicando manuales de escritores como Antonio Muñoz Molina, que parece haber escrito un compendio de los que ha leído en El País. Y hay un revival del panfleto. Yo prefiero esos panfletos, cuanto más incendiarios mejor.
En cuanto a la corrección en el lenguaje, se nota cuando un texto ha sido fabricado en un taller, o cuando el escritor aún no ha salido del taller, y cuando alguien busca una voz que lo distinga. Yo lo suelo notar en los adjetivos, en las palabras rebuscadas, se usan para llamar la atención o para demostrar un conocimiento amplio del idioma, como si eso te convirtiera en escritor. Escritor es el que tiene tripas, garra, para ordenar las palabras y crea un universo del que regresas a la realidad sintiéndote otro.
Paseador de perros (2009) –primera parte de la trilogía madrileña editada por Candaya– es una novela marcada por lo autobiográfico y escrita de forma descarnada. ¿De qué manera el proceso migratorio ha influido en tu creación desde que llegaste a Madrid?
Venir a Madrid me ha proporcionado una serie de experiencias que no habría podido vivir de otra manera, y sobre las cuales tampoco hubiera sido capaz de escribir. ¿Qué hubiera podido contar sobre la inmigración? Es un tema que siempre me interesó, yo tenía un tío que había logrado el sueño americano, pero ese mismo sueño lo mató. Estaba escribiendo sobre él hace unas semanas y por fin lograba comprender ciertas actitudes que tuvo. Para mí es importante sentir ese derecho a hablar de algo.
Ahora tengo un mayor acceso a experiencias culturales que en Lima estaban, y creo que están, muy limitadas. Visitar un museo, ver una película antigua o el último estreno, asistir a un concierto, entrar en una exposición, pasear por barrios que no conocía, escuchar acentos de todas partes, influyen en mi proceso de creación, tomo algo de cada experiencia si me sirve y lo asimilo al texto. Mi estilo para escribir se está afianzando, es lo que siento, mi aspiración es poseer un estilo reconocible sin que haga falta nombrarme.
En España, la literatura que habla de la inmigración está normalmente escrita por narradores locales que se refieren al “otro”. En Paseador de perros hablas sin tapujos de tu experiencia real como inmigrante sin papeles. ¿Cuál es tu reflexión?
Yo me vengo preguntando desde hace un tiempo cuándo aparecerá ese hijo de inmigrantes que narre su experiencia como tal, un Junot Díaz en España. La mía es una confrontación con una realidad que no era la esperada en lo económico y social. La próxima confrontación, la de ese escritor que está por venir, será con mi generación. Cada estrato o grupo social debería tener una voz, y mejor si pertenece a ese grupo, yo creo que siempre será más auténtica.
De otro lado, Los Rolling Stones en Perú (2007) –escrito a cuatro manos con Cucho Peñaloza- fue el primer libro que publicaste en España. ¿Hasta qué punto el periodismo literario ha potenciado tu obra a partir de tu vinculación con la revista Etiqueta Negra de Lima?
He tenido la suerte de ir conociendo a una serie de escritores que han actuado como mis maestros. Los enumero: Cronwell Jara en el taller de narrativa de la Universidad de Lima; Jorge Eslava, con quien trabajé un par de años en la misma universidad, aparte de jugar en el mismo equipo de fulbito, que me parece es el lugar donde vivíamos más la literatura; Oswaldo Reynoso y las charlas que compartimos entre cervezas y comida; y Julio Villanueva de Etiqueta Negra, que me obligaba a buscar el detalle que nadie más había visto, a pensar cuál era la idea que quería transmitir en un texto, a plasmar esa idea en una narración. Escribir crónicas me dio la seguridad para continuar por el camino autobiográfico que he elegido para construir mi obra literaria.
¿Crees que en España el periodismo literario aún no ha tomado forma a diferencia de México y de Sudamérica?
Hace poco estaba leyendo Líbero, una revista de fútbol, y confirmaba que los esfuerzos para que el periodismo literario tenga el espacio que se merece nacerá de editoriales independientes y gente que tiene una apuesta personal aparte del trabajo que les da el sustento económico. Porque en las revistas oficiales, por llamar así las que tienen el respaldo de un grupo fuerte, lo que se publica es mierda, y pienso en Esquire, por ejemplo, que nunca respondió a una propuesta que le hice, para ser francos, y me imagino que rechazarán muchas que podrían elevar el nivel de los contenidos.
La música, sobre todo el rock, es un elemento omnipresente en tus novelas, crónicas y cuentos. Hablas de la función educativa de la música y de su papel en la definición de los grupos sociales, ¿podrías ampliar este concepto?
La música educa el cerebro e influye en eso que llamamos espíritu. Yo he recorrido muchos estilos musicales buscando uno que no me aburriera nunca, y así he llegado al folk-rock, que a otra gente le parecerá aburrido, pero a mí me trae muchos recuerdos, es mi pasado y mi presente. Crecí en una familia de izquierda y mis padres me llevaban con mis hermanos a conciertos de folclore latinoamericano, ellos pusieron una semilla que ha tardado en brotar, porque antes pasé por el heavy metal, el hard-rock y el punk, el rap, la electrónica, era una búsqueda constante de amigos con los cuales tuviera la mayor cantidad de afinidades posibles.
Yo buscaba amigos para compartir mis inquietudes, y al final el grupo más sólido que he encontrado está aquí en Madrid, el primer vínculo es musical y luego confirmas que avanzas en el mismo sentido. No es común encontrarme alguien con mis gustos musicales y que sea de derechas. El folk suele ser música propicia para reflexionar, o para relajarte haciendo nada. No confundir con el country. César Vidal tiene un programa dedicado al country, cuya temática es distinta, más camionera y machista. No me lo imagino escuchando a Dylan o a Neil Young. Sospecho que hay sonidos más cercanos a la izquierda que a la derecha y viceversa.
¿A qué factores atribuyes la política del mercado editorial español de preferir la publicación de novelas antes que libros de relatos?
Eso es algo que se cultiva desde el colegio. En Perú yo leía cuentos en el cole, y aquí se manda a leer novelas. El modelo educativo condiciona el mercado editorial, aparte España no es un país de cuentistas, es un género que los escritores más conocidos apenas cultivan. Hay esfuerzos por generar un público más amplio, pero esto tomará su tiempo. Hoy está de moda el microrelato, un divertimento a mi parecer, a cualquier cosa la bautizan como tal.
José Ángel Mañas, tras darse a conocer con Historias del Kronen (1994), afirmaba que había adaptado a su literatura el ideario de los Ramones (“velocidad, autenticidad y crudeza”), ¿piensas que en tu narrativa intervienen conceptos similares?
Creo que mi narrativa ha perdido velocidad, si entendemos como tal una sintaxis que para facilitar la lectura adelgaza el discurso. No quiero decir que me quiera volver un escritor enredado, pero siento que mis libros han ganado profundidad, espero que el lector se pueda quedar con algo más que una narración de hechos, y que la historia lo lleve a cuestionarse una realidad similar a la ficción que construyo. Mi narrativa, que empezó siendo punk, se ha vuelto folk.
Tu opera prima Matacabros (1996) es una demostración de la filosofía del hazlo tu mismo. Con escasos medios económicos y logísticos lograste publicar un libro de cuentos por tus propios medios y con apenas veinte años. Cuéntanos este episodio.
Te equivocas al decir que fue publicado con escasos medios económicos. Matacabros se publicó gracias a que mis padres son personas que creían en el ahorro, y a una idea que me dio Cronwell Jara. Él me dijo que en los ochenta los escritores hacían una pre-venta de sus libros entre los amigos, comprabas un bono que luego canjeabas por el libro una vez que se editaba, lo que ahora se llama crowdfunding. Esta idea que hoy es novedosa, ya existía en la Lima ochentera. Así conseguí parte del dinero y mis padres pusieron lo que faltaba. Luego yo mismo lo distribuí y envié ejemplares a los medios. Fue importante que la primera nota sobre Matacabros apareciera un domingo en el diario más vendido, en la portada del suplemento juvenil. Fue suerte, yo tenía veinte años y mi vocación se afirmó.
Títulos como Matacabros, El infierno es un buen lugar (1997), Las mujeres son galgos (1999), La soledad de los aviones (2005) aún no están publicados en España. Una curiosidad, ¿en qué se parecen y en qué se diferencian?
En un momento se iba a publicar una selección de esos cuentos pero quedó en nada por mi culpa. Creo que se nota la búsqueda de un estilo y que éste se va afinando de libro en libro. Con la última reedición de Matacabros el año pasado me di cuenta de que ya estaba obsesionado con las frases contundentes y reflexivas. Todas las mujeres son galgos es el más distinto de todos, son cuentos de viajes por la carretera.
Tus primeras obras están relacionadas con las lecturas de Charles Bukowski, Bret Easton Ellis e Irvine Welsh, ¿crees que al cabo de los años ha tenido mayor peso en tu creación la huella de los escritores peruanos Oswaldo Reynoso y Julio Ramón Ribeyro y del inglés Alan Sillitoe?
Del primer grupo de influencias que mencionas me quedo con Bukowski y sumo a Alberto Fuguet. Me gustan los otros dos que mencionas, Welsh menos que Easton Ellis, pero no fueron mis referentes al momento de escribir mis primeros cuentos. Con el segundo grupo sí aciertas. Me quedaría tranquilo si algún día pudiera escribir un libro como La soledad del corredor de fondo (1959), sé que es mucho pedir, pero hay que tener alguna aspiración.
Si tuvieras que hacer una pequeña lista de autores españoles e hispanoamericanos actuales que recomendarías leer, ¿quiénes la integrarían?
Hablábamos del cuento español hace un rato, yo recomendaría tres libros: Trescientos días al sol de Ismael Grasa, El final del amor de Marcos Giralt y El anorak de Picasso de Jose Antonio Garriga Vela. Ah, y los libros de Fabián Casas, que es argentino, sus historias de barrio son geniales porque permiten la risa dentro de tanta crudeza. Y Billie Ruth de Edmundo Paz Soldán, un retorno que no ha defraudado y que ojalá más lectores españoles apreciaran.
Finalmente, ¿cómo va la última parte de la trilogía madrileña y qué otros planes tienes entre manos?
Es el libro que estoy escribiendo con mayor lentitud porque me plantea muchos problemas, no sólo literarios sino también morales. Mientras, he escrito una historia sobre mi madre que no sé cuándo saldrá. A mí es el libro que más me gusta, porque descubro un personaje muy radical al que nunca había visto como tal. Y también tengo un libro de cuentos nuevo, historias largas que escribí de un tirón porque estaban en mi cabeza hace mucho. Últimamente me vienen a la cabeza muchas ideas para cuentos, he retomado el género, a ver si logro publicarlo en algún momento.