El atlas de las nubes o la historia de nunca acabar

David Mitchell, autor de El atlas de las nubes (2004)

 
En el año 2000, estaba en el instituto y todavía cualquier película que despertaba la más mínima curiosidad nos arrastraba al cine. Una de éstas fue Memento de Christopher Nolan e incluso antes de verla se llegaba a decir el «ya está hecho», refiriéndose a su estructura narrativa invertida. No importaba haber leído aquel cuento de ciencia ficción de Henry Kuttner, o saber a ciencia cierta que existía, para intuir que el señor Nolan no fundó ninguna estructura propia. Pero gracias a la película, fue la primera vez que muchas personas llegaron a verla y conocerla.

Algo parecido suele ocurrir con la novela. O se evita comentar la estructura o es lo primero de lo que se habla. Hay gente que prefiere el conjunto y otra que prefiere la suma de las partes. La forma o el contenido. O todo esto a la vez. Pero nadie negará la experiencia íntima que supone conocer de primera mano una nueva forma/contenido y querer reconocerlo en voz alta – llámese o no «original», «vanguardista» o «rompedor», que son al fin y al cabo impresiones de fácil transmisión.

En 2008, llegó a difundirse una novela extraordinaria, ambiciosa, a veces desentrañable, hábil a la hora de excavar géneros y voces literarias de momentos históricos sorprendentemente precisos. El atlas de las nubes se concibió como un proyecto de voluntad renovadora y de valentía frente al escepticismo actual hacia la creación; con esto, su autor David Mitchell dejaba de pasar desapercibido. Además, el libro tiene una estructura de «caja china» – seis historias en orden cronológico que se dejan a medias para luego volver a retomarse de forma inversa; el ya muchas veces citado 1-2-3-4-5-6-5-4-3-2-1.

En cuanto al contenido, puede que las frases parezcan ya leídas. Eso también. Dijo Carmen Martín Gaite que «la conversación nunca se completa», lo cual no es ninguna metáfora cuando se trata de literatura. La repetición, cuando es concienzuda y no está fuera de lugar, se agradece como un recordatorio pendiente que uno espera del otro, un recordatorio que desconoce fecha, lugar y destinatario.

Es más, parece que en El atlas de las nubes uno está leyendo a la vez vidas ya contadas –un notario engañado y vulnerable, un músico desheredado e idealista, una periodista dispuesta a arriesgar su vida, un editor que lamenta su vocación, una clon que descubre su humanidad y un hombre tribal que teme y descifra al «otro». Cada protagonista con su época, lugar, género literario, registro, argumento y desenlace. Evidentemente la novela de Mitchell no sólo es eco de Melville, Huxley, Calvino (etcétera, siempre etcétera) sino también de nuestra cotidianidad, de nuestro pasado: libros imposibles de señalar, películas que uno piensa que están olvidadas, títulos en la punta de la lengua –un mucho abarca y todo aprieta. Una conversación imposible de grabar y transcribir… porque si se hace, se detiene. Aquí está la magia.

En 2012, por mucho que nos deslumbrara el tráiler de la lectura de los Wachowski y de Tom Tykwer,  la tildaron de fracaso antes del estreno oficial y poca gente la fue a ver. En la película, también hay juego y nos remite a una estética noventera que ni los efectos visuales más modernos pueden camuflar, configurando un pastiche de Matrix, Señor de los Anillos, Blade Runner y Erin Brockovich. (Si tuviera que ceder al pensamiento binario, afirmaría: el libro sería el orgullo de Linda Hutcheon y la película sería el de Fredric Jameson.)

El atlas de las nubes (2012)

Toda representación –sea película, libro, palabra– tiene sus límites y sus virtudes. Para ser concreto, que conste que El atlas de las nubes, la novela, no es en absoluto una parodia vacía y atemporal que deja un sabor amargo de lo posmoderno. Sus mejores armas para hacernos identificar la parodia son la ironía y la sugerencia. En la película, los tópicos de los géneros se prestaron a la confusión al ser más obvios y reconocibles, junto con una fragmentación excesiva. En cambio, cada una de las seis historias en la novela sabe cuándo interrumpirse. A su vez, nos transmite la tarea de seguir leyendo (para ver cómo pasa y algo del qué) y nos obliga a adaptarnos al tiempo que cada espacio (historia) habita. El lector se siente privilegiado porque los silencios, esas largas pausas, vuelven como mínimo diez veces.

En cierto modo, la novela plantea toda escritura como si fuera una carta. En primer lugar, más allá de la metaficción y la autorreferencialidad, transcurre algo brillante y de forma dinámica: el metalenguaje. Más allá de la acción o la reflexión, el lenguaje habla sobre el lenguaje de maneras poco o nada esperadas. Podría ser el gran spoiler si diera más detalles.

También plantea la lectura como protagonista única y constante. De una manera u otra, queda bastante explícito en lo narrado como el 2 lee al 1, etc. (el pianista al notario, la periodista al pianista, el editor a la periodista, la clon al editor, el hombre de tribu a la clon). Y nos deja con la pregunta: ¿quién lee a Zachry (6), el hombre de tribu? ¿El notario lo hace? ¿El escritor o el lector? ¿Ambos? ¿Los tres? El futuro hacia el que nos conduce, por su fuerte resonancia con el pasado, puede ser familiar pero no es todavía conocido. Como un lápiz que calca un círculo o un minutero del reloj, el movimiento da la sensación de avanzar y al mismo tiempo, la opción de percibir un regreso.

¿El 1-2-3-4-5-6-5-4-3-2-1 es círculo o es espejo? Recordemos que se trata de una novela cuya única moraleja estriba en insistir en la lectura de todo lo que se vuelve a manifestar. «La memoria colectiva es ahistórica», afirmó Mircea Eliade, y parece que ese tipo de memoria es la que parodia Mitchell. Y más contundente aún: Somos lo que sabemos, dice Sonmi-451, la clon que luego lamenta no ser mucho más de lo que era.

En el año 2000 o incluso antes, yo vivía con el gran temor de que la expresión pudiera agotarse. El mi menor, las quintas vacías, las notas musicales, las palabras y sus combinaciones posiblemente finitas… todo esto me desconcertaba por mucho que me emocionara utilizar ese lenguaje -sobre todo las primeras veces. Hoy tanto me persiguen ecos de «No hay nada nuevo bajo el sol» (Eclesiastés 1:9) que a veces olvido como esta frase puede continuar según Ambrose Bierce: «…pero cuántas cosas viejas hay que no conocemos».
 

Sobre el autor
(Toronto, 1985) Licenciada en Filología Hispánica y con un máster en Teoría Literaria y Literatura Comparada, lleva varios años como traductora y profesora de idiomas, y desde 2011 trabaja en el sector editorial como colaboradora interna. Escribe poesía y relatos, algunos que han visto la luz en las revistas IguazúBarcelona Ink.
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