¿Cuál es la diferencia entre un ególatra y un suicida anhedónico, es decir, un ser carente de toda capacidad para experimentar placer? Ninguna, aparentemente, si atendemos al yuppie sin escrúpulos que protagoniza Cosmópolis, símbolo de uno de esos hombres que representan el fantasma de “los mercados”.
A partir de la novela homónima de Don DeLillo, el más reciente filme de David Cronenberg pasó relativamente desapercibido por las carteleras, dejando a su paso tanta admiración como bilis. Tras la publicación de su novela, DeLillo tuvo ya que responder a cuestiones sobre su posible vínculo con la opera magna de Dante Alighieri, La Divina Comedia, el cual negó a favor de una mayor relación con otra obra clásica, la Odisea de Homero. Lo que está claro es que ambos referentes tienen dos motivos paralelos especialmente destacables: el viaje, lleno de dificultades y personajes de diversa naturaleza que ralentizan al protagonista, y la razón para realizarlo, el reencuentro con la persona amada al final del trayecto.
No es casual, pues, la pregunta inicial, puesto que define la doble personalidad de un protagonista que a lo largo de la novela, como del filme, realizará un extenso viaje lleno de dificultades con dos diferencias clave respecto a las obras clásicas con las que encontramos parecido: no hay aquí ningún héroe, sino un ególatra llevado al extremo, hasta el punto de que la razón para realizar este viaje, ese reencuentro con la persona amada, es un reencuentro consigo mismo. Guiado por su anhedonia, ese yo amado le va a llevar a un viaje al interior de sí mismo, paralelo al viaje de veinticuatro horas que realiza este yuppie a través de Manhattan. Una ciudad plagada de elementos que le van a frenar, desde cantos de sirenas lujuriosas hasta soberbios gigantes políticos, impidiendo alcanzar su objetivo: cortarse el pelo en su barbería de confianza.
De la Lujuria y otros pecados: cruzando la puerta del Infierno en limusina
La película arranca con el personaje principal, Eric Packer, junto a su guardaespaldas, el que va a ser su guía, su mensajero, su Virgilio. Es una atmósfera relajada, sin tensión, con el protagonista en una situación de superioridad; apenas han entrado aún en el primer círculo del infierno, siguen en sus puertas, en el Purgatorio, y únicamente como meros observadores. Antes de que preparen su coche para comenzar la odisea, Eric está impoluto, trajeado, bien peinado, oculto tras sus oscuras gafas de sol. Cuando el viaje haya terminado y abandone su vehículo Eric estará despeinado, descamisado, sucio y vulnerable. Y le dará igual.
Numerosas son las visitas y encuentros que tiene en su limusina y fuera de ella a lo largo de un viaje interrumpido por otros tantos acontecimientos que paralizan el tráfico y, por tanto, una ciudad tan viva y tan muerta como el mismo Infierno (o como las aguas del mar, si hacemos caso a la referencia homérica de DeLillo).
Todos los personajes que interactúan con el protagonista están marcados por alguno de los pecados que Dante enumera, pero si hay uno que marca irreversiblemente al protagonista es la lujuria, a través de la cual Eric Packer trata de luchar, sin éxito, contra su anhedonia, intentando suscitar el deseo de su recién obtenida esposa, fruto de un matrimonio de pura conveniencia económica. Sin embargo, en todas las ocasiones ella le rechaza, obligándole a refugiarse en una prostituta habitual o en una de sus guardaespaldas, dando lugar a una degeneración físico-moral que su mujer detectará, acusando su “olor a sexo».
Los encuentros con su mujer son uno de los motivos recurrentes que marcan el avance de la trama, señalando los finales de unos inexistentes capítulos que coincidirán con la pérdida de una de sus iniciales señas de identidad, ya sea el escudo de sus gafas de sol, ya sea la corbata tras el primer escarceo sexual extramatrimonial.
Pero hay otra señal, que marca las etapas del vórtice autodestructivo, en la voz del guardaespaldas virgílico que transmite recurrentemente su mensaje: alguien trata de asesinar al protagonista, y a medida que el viaje continúa el asesino se va acercando. Por supuesto, al protagonista no le afecta: él sólo quiere cortarse el pelo en su barbería.
Al otro lado del espejo: yo soy yo y la bala que atraviesa mi mano
Anhedonia. No hay placer. ¿Hay dolor? A quién le importa. Acompañado ya únicamente de su chófer, en clara representación de que toda el aura, física y psicológica, que rodeaba a su imponente figura inicial se ha ido desmoronando, queda metafóricamente desnudo ante el espejo de su barbería. Eric Packer por fin se ha encontrado a sí mismo, es el momento de culminar el viaje infernal, de verse cara a cara con el hombre del cuadro que este particular Dorian Gray ocultaba en su ático.
¿Cuáles son los motivos de su asesino? La lectura aparente es la del empleado despechado que no es más que un número para “los de arriba”; la subyacente es que el homicida es él mismo, que trata de asesinarse para así evitar llegar a su estado actual, denigrante, autoconsciente de todos los males provocados a sí mismo y a los demás.
Así es como Cosmópolis, a través de un tiro en la propia mano, se desprende de su esqueleto y de su carne anticapitalistas, base apreciable en la novela de DeLillo, y se transforma en una obra puramente cronenbergiana en la que el ser humano, el individuo, es llevado a sus límites físicos y psíquicos. Cosmópolis es suicidio vía homicidio, llevado a cabo una vez que se encuentra el objeto amado, deseado: el auténtico yo detrás de todas las capas materiales y (anti)emocionales que conforman el sujeto, el ego absorbido por la ciudad que moldea la propia ciudad a su voluntad sin importar las consecuencias en tanto que dicha voluntad pueda seguir viéndose cumplida. Eric Packer es, en última instancia, el hombre que jugaba a ser Dios y descubrió que siempre fue hombre.
Armin Tamzarian
01/01/2013
Magnífico artículo, quien te lea y no haya visto la película seguro que se anima a hacerlo. Ya sabes que no opinamos igual con Cosmopolis, soy un rendido admirador de Cronenberg, de hecho es mi director contemporáneo favorito, pero su última película me decepcionó considerablemente, las reminiscencias literarias y existenciales están muy bien y son acertadas, pero cuando son expuestas en pantalla de manera farragosa y pedante el resultado es fallido. Sé que la volveré a ver y me empezará a gustar más, pero ha sido la única y rotunda decepción total que he tenido con el de Ontario, esperemos que no se repita.
Un saludo.
Ander Luque
03/01/2013
Te entiendo, y aunque a mí me guste más la película después de haberla analizado a fondo entiendo que, como bien dices, es fallida, porque no puede serlo de otro modo una película que requiere de un «manual de instrucciones» (referencias literarias, metarreferencias…) para apreciarse verdaderamente.
Algo similar me pasó con Kitano y sus «Flores de Fuego», excesivamente alegórica para verla, entenderla y disfrutarla al primer, segundo e incluso al tercer visionado. Si va acompañado de su comentario adjunto, su «manual», es mucho más disfrutable, pero no por ella deja de ser un filme fallido.
En cualquier caso, gracias por pasarte y atreverte a comentar, siendo la primera personal real (ha habido bots antes) que comenta en alguno de mis artículos/aportaciones/cosas estas. ¡Muchas gracias y seguiré leyéndote en tu blog! 😉